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Poe sobre la telaraña de la lectura

Si ordenáramos la obra de Edgar Allan Poe sobre una telaraña, en el centro turbio, pero tensado desde todas partes por su obra, estaría el mito. Poe huérfano, Poe hijo adoptivo, Poe genial habitante de la poesía y del alcohol. Junto al personaje, brillando en la bruma, un grupo acotado de prosas que delinearon la forma del cuento moderno y tuvieron una fructífera continuidad en el siglo XX y el siglo XXI. Poe es –¿quién puede negarlo?– el padre indiscutido del género del terror moderno, de la novela de detectives, de las narraciones románticas que toman lo truculento lo transforman en eso que no quiero mirar pero no puedo dejar de mirar. Si se propuso como teórico trasnochado del efecto, fue para seguir complejizando su legado que alcanza el cine de Hollywood, la televisión, las historietas, la música, Netflix y todas las pantallas del siglo XXI. De hecho, no hay plataforma moderna que no lo tenga por guionista cercano o remoto. 

En la telaraña-mapa de su obra, pegados a sus mejores ficciones, hay un ensayo, el Método de composición que justifica El Cuervo, uno de sus poemas más conocidos. Y ya el dibujo de la tela comienza a espaciarse, tenemos Eureka, un largo ensayo parafilosófico, cuya tesis admitida es que “en la unidad original del ser primero está contenida la causa secundaria de todos los seres, así como el germen de su inevitable destrucción.”

Más lejos, sumidos en una penumbra comprensible, encontramos sus piezas menos conocidas. La legendaria editorial Claridad las reedita, cada tanto, organizadas en Ensayos, Crítica Literaria uno y dos, y Miscelánea. Pobremente anotados, estos libros dejan pasar de largo las abundantes frases en latín y griego pero, eso sí, cada tomo repite el mismo prólogo rimbombante y soso de Armando Bazán, fechado hace más de ochenta años. Cada colección habría ganado si se hubiera respetado el orden cronológico de su escritura, pero, al mismo tiempo, las traducciones son correctas y sumergirse en este Poe es como adentrarse en un museo mal iluminado, deshabitado y polvoriento, pero atractivo y firme en su decadencia.

Aquí el poeta no es el solitario que se entrega “a su complejo destino de inventor de pesadillas” como lo definió Borges, sino que, por el contrario, lo encontramos arremangado, ganándose la vida y, en lo posible, también el respeto de la comunidad literaria. ¿Sorprende que hacia la periferia de la obra de Poe vaya creciendo una educada razón amable, mientras que en su centro reina una perversa pero íntima noche, entre otras marcas surgidas de lo irracional?

En los Ensayos, la máquina truculenta de Poe desaparece. Y encontramos marchas y contramarchas, apuntes impresionistas y obligaciones editoriales mejor o peor resueltas. Poe conoce desde adentro las condiciones materiales que impone el periodismo y no duda en tematizarlas. El apuro en la reseña que no sale, la negociación permanente y necesaria con el editor, la trampa del lugar común, la generalización y el equívoco son algunos de sus temas recurrentes. Este Poe lector, alejado de la necesidad de crear misterios y suspensos brumosos, se dedica a ver qué pasa con eso que se nos ofrece como material de esparcimiento o reflexión.

En La novela norteamericana, por ejemplo, encontramos un suspicaz análisis del estado de la crítica en Estados Unidos y su relación problemática con Inglaterra, tema al que Poe volverá, siempre intentando desenredar el permanente cruce entre nación, literatura y dependencia. Así, abre polémicas y no duda en señalar que la imbecilidad de determinado crítico “es evidente” y que el editor, por lo general, “lo que le falta de plausibilidad lo suple con servilismo; lo que le falta de tiempo, con humor.”

Los personajes de estos libros son, entonces, los poetas, sí, pero también el librero, el imprentero, el editor, el periodista, muchas veces coincidiendo todos en una sola persona. De allí que, lejos del “sublime romántico”, Poe preste especial atención a las condiciones de producción material deteniéndose en diferentes formas de producción, sobre todo la impresión anastática, cuyos “resultados inevitables encienden la imaginación y perturban el entendimiento.”

“La verdadera crítica –escribe Poe– es el reflejo de la cosa criticada sobre el espíritu del crítico.” La cita se renueva en cada artículo, por lo que, aunque las dos partes de Crítica Literaria presentan una larga lista de ilustres escritores desconocidos, nunca dejamos de leer al autor de Los crímenes de la calle Morgue. De entre los nombres que todavía significan algo, reediciones de Coleridge y Defoe son recibidas con entusiasmo, y, sin tanto énfasis, también Dickens es recomendado por los Cuentos de Boz.

Aunque a veces pasa del sarcasmo al ataque frontal, ya en el siglo XIX, Poe sabe separar al hombre del autor y al autor de la obra. Algo que hoy en día, más de ciento sesenta años después, todavía le cuesta a muchos de los que se dedican a escribir para ganarse la vida.

Miscelánea es, dentro del conjunto, el libro más accidentado y sabroso. Contiene, como los otros tomos, páginas prescindibles, más objeto de arqueología, que de admiración o consulta, pero esa arqueología implica proximidad con el escritorio donde Poe trabajaba a diario. Y eso convoca la mirada. Entre muchos y muy diferentes géneros, encontramos acertijos y adivinanzas, risueñas necrológicas, apuntes y notas de lectura, prólogos a libros rarísimos –entre los que se destaca The conchologist firts book–, y un arduo intercambio de cartas titulado Autobiografía, más parecido a una breve novela experimental que a otra cosa.

La inclinación de Poe por la originalidad, que le corresponde en tanto que romántico, es eclipsada por la fascinante obsesión del plagio, a su vez atravesada por el conflicto gremial del Copyright Internacional. Muchas de sus notas al margen se conforman con señalar dos o tres versos que aquel copió de éste o cómo un breve pasaje que Colton tomó de Maquiavelo fue tomado primero por Maquiavelo de Plutarco.

Poe lee los diarios y verifica que la tergiversación genera narración. En los clasificados encuentra una frase: “Se necesita un hombre que se haga cargo del reparto de leche y un caballo que sostenga los principios abolicionistas.” El anuncio puede ser un chiste, pero es un chiste que cuenta una historia. Poe también refuta o valida leyendas urbanas, como la del caballo que tenía un gusano vivo en el ojo. Si se encuentran gusanos en algunos cerebros humanos, ¿por qué no en el ojo de un caballo? De estos libros, Miscelánea es el que más se parece a revolver fotos viejas, daguerrotipos ajenos con caras que no reconocemos aunque se nos antojen familiares. El resultado es siempre positivo porque la lectura de estos papeles oscuros —donde vemos a Poe leyendo, midiendo, sospechando, afirmando y negando—, como él mismo dice en Filosofía del mobiliario sobre una lámpara de Argand, estas anotaciones olvidadas esparcen «sobre todas las cosas una luz a la vez sencilla y mágica.”////PACO