En 1959, a los veintiséis años, Philip Roth se vuelve famoso. La publicación en The New Yorker del relato “El defensor de la fe”, acerca de un soldado que aprovecha su propio judaísmo para esquivar sus deberes, genera los mismos sobresaltos de admiración y de rechazo que, en mayor y menor medida, lo acompañarían durante toda su carrera (y también, en un episodio propio de los mejores gestos metanarrativos de su literatura, de manera póstuma: en 2021 la editorial norteamericana W.W Norton retiró de circulación y destruyó las cincuenta mil copias de la biografía autorizada de Roth a raíz de las denuncias de acoso sexual contra Blake Bailey, su autor). Como decíamos, “El defensor de la fe” se publicó en 1959 sin dejar indiferentes a los lectores y posicionó a Roth en el gran canon literario de los Estados Unidos al obtener el National Book Award en 1960 por la colección de relatos Goodbye Columbus, en la que ese cuento estaba incluido. A la vez, esto también convirtió a Roth en el blanco de una polémica en la comunidad judía de su país.

Buena parte de los temas centrales de la obra de Philip Roth ya estaban contenidos en “El defensor de la fe”: la disputa de sentido por los valores y los prejuicios judíos, el nacionalismo, el victimismo y toda la serie de equívocos freudianos a través de los cuales un hombre se enfrenta al sexo y a la muerte. Acaso las lecturas apresuradas del relato —cuyo argumento se centra en los desencuentros y los conflictos entre el sargento Nathan Marx y el soldado Sheldon Grossbart, quien, amparándose en el judaísmo de ambos, hace todo lo posible para obtener favores de su superior y zafar de sus obligaciones militares— fueran las que suscitaron, tal y como Roth lo explica en su autobiografía Los hechos, “la oposición social más hostil de mi vida, y no por parte de los gentiles en uno u otro extremo del espectro clasista, sino de los judíos de clase media y los que tenían cargos institucionales, así como una serie de eminentes rabinos, que me acusaron de antisemitismo y aborrecimiento de mí mismo”. A la distancia, sin embargo, es más probable que haya sido la dimensión alegórica del cuento, que oponía la lealtad judía con el patriotismo estadounidense, la que precipitó el oprobio que, diez años después, llevaría a Gershom Scholem a declarar que El lamento de Portnoy, la cuarta novela y una de las más populares de Roth, había hecho más por fomentar el antisemitismo global que Los Protocolos de los Sabios de Sion.

En cualquier caso, como sátira de la cultura judía posterior al Holocausto, “El defensor de la fe” funciona como una indagación acerca de las ambivalencias y las dudas de un hombre cuyo dilema social irresuelto entre la asimilación y la excepcionalidad se debate entre el arrepentimiento por no haberse convertido en un advenedizo y la mala conciencia por haber traicionado sus orígenes, primero, al aceptar de mala gana el pedido de Grossbart de eximirse de las tareas vespertinas de limpieza los viernes para asistir al shabat, y después —y esta sí que es una estocada al corazón del judaísmo— al intentar explicarle a su capitán la exigencia angustiada de una yiddishe mame que llega hasta la oficina de un legislador nacional preocupada por el menú del cuartel porque ve a su hijo demasiado flaco.

Pero no fue hasta mucho tiempo después, al reflexionar sobre las agresiones que sufrió durante la presentación de Goodbye Columbus en una universidad judía, un evento que escaló desde las preguntas sutilmente inquisidoras del moderador hasta un clímax de insultos y amenazas por parte del auditorio, que Roth entendió el significado profundo que había tocado con “El defensor de la fe”: “Aquel grupo cuyo brazo me había ofrecido en otro tiempo tanta seguridad era, en sí mismo, fanáticamente inseguro. ¿A qué otra conclusión podía llegar cuando me decían que cada palabra que yo escribía era una vergüenza, un peligro potencial para todos los judíos? Seguridad fanática, inseguridad fanática… nada, en todo mi historial, podía ilustrar mejor que aquella noche la hondura con que el drama judío estaba arraigado en esta dualidad”.

Sesenta años después, la publicación de un relato como “El defensor de la fe” en una revista masiva como The New Yorker resulta impensable. Y no se trata de una cuestión de propaganda de guerra sionista, únicamente. Son los sedimentos de confusión y pauperización psíquica, modulados por la economía libidinal de las redes sociales, los que vuelven prohibitiva su publicación. Al menos, si quieren evitarse los peligrosos equívocos que surgen cada vez que se escribe algo que no abunda en el victimismo o en la obsecuencia inmoderada hacia las instituciones sionistas. De hecho, alcanza con ver las acusaciones inmediatas de antisemitismo —frente a las cuales los judíos tampoco estamos exentos— cada vez que alguien expone su indignación por el asesinato sistematizado de niños palestinos (según las estimaciones de Amnesty International, son más de 3200 los niños asesinados por el ejército israelí desde los ataques terroristas de Hamas el pasado 7 de octubre). En otras palabras, cuando la línea que separa el compromiso público de la incertidumbre privada se vuelve confusa o inexistente, la figura pública de un autor como Philip Roth resulta inasimilable, al punto tal que causa un evidente dolor psíquico. La paradoja es que los críticos más elocuentes y argumentados del sionismo fueron, son y serán judíos. Y esto no se debe al tabú infranqueable por el cual toda persona no judía que opine sobre el asunto será sospechada de antisemitismo. De lo que se trata, ante todo, es de una tradición judía humanista e intelectual incapaz de permanecer en silencio frente a esta clase de atrocidades.

No es tan sorprendente que por razones esencialmente semejantes, la biografía oficial de Roth se haya convertido en poco menos que un libro prohibido en su propio país. La victimología desde la que se considera correcto sacar de circulación y destruir todas las copias de un libro porque su autor está acusado de violencia sexual es del mismo orden que aquella que asume que el antisemitismo es un fenómeno natural (o metafísico, pero de todas formas inevitable) por el cual todo no judío que viva rodeado de judíos se convertirá, eventualmente, en antisemita. Una afirmación como esta no sólo flexibiliza el dedo acusatorio del antisemitismo (cuyo reverso sombrío es que el antisemitismo real se vuelve tolerable y relativo), sino que, además, condena a toda argumentación crítica hacia el Estado de Israel, es decir, hacia el sionismo programático y realmente existente, en antisionismo a secas y, por ende, en odio hacia los judíos. ¿Y no es este el tipo de reduccionismo judío y de certeza sionista contra los que escribía Philip Roth?

Por otro lado, tampoco hace falta demasiado esfuerzo para reconocer el engendro ideológico en el núcleo de un Estado que pretende hacer coexistir los rasgos de una democracia liberal moderna con los atavismos de una teocracia etnocéntrica. Pero ese es otro tema. Volviendo a Roth, él era consciente del lugar de privilegio que ocupaba como novelista y no era para nada indiferente al hecho de que, a pesar de todo, nunca dejó de ser un orgullo para sus correligionarios (para contrastes, alcanza con mirar una foto reciente de Salman Rushdie). No es de extrañar, entonces, que cuando se encargó de pensar la situación de Israel con novelas como La Contravida y Operación Shylock, la indignación y el rechazo a los que se había acostumbrado desde sus primeros pasos se refractaran por igual hacia sionistas y antisionistas.

En La Contravida, editada en 1988, Roth narra el viaje de Nathan Zuckerman a Israel para convencer a su hermano, Henry, de que vuelva a Nueva Jersey, donde dejó abandonados a su mujer y sus hijos. Después de sobrevivir a un bypass cardíaco para independizarse de la medicación cardiológica que lo dejaba sexualmente impotente, Henry recupera su vigor y decide que el verdadero propósito de su vida es la expansión del Estado de Israel. Por esa razón, abandona a su familia, su trabajo y su amante y se muda a los territorios ocupados en Cisjordania. Convertido a la ortodoxia judía, Henry vive junto a un grupo de colonos sionistas en estado de guerra permanente. La analogía entre la vida de Henry y la historia del moderno Estado de Israel es clara: los judíos antes desperdigados, impotentizados y sumisos regresan a la tierra prometida ahora como conquistadores despiadados. ¿En qué medida, se pregunta Nathan Zuckerman, la militancia sionista de su hermano es real y no una proyección de sus inseguridades? Y, más importante todavía, ¿cuál es la relevancia ideológica, si es que hay alguna, en esa disquisición? Para Roth, que conocía demasiado bien las miserias de una identidad adherida al lugar de la víctima de la historia —y, por añadidura, a su deriva metonímica como victimario—, la porosidad entre la certeza política y la duda neurótica era un asunto central en el funcionamiento de una sociedad.

Roth vuelve a Israel cinco años más tarde con Operación Shylock, publicada en 1993. En esta oportunidad, el protagonista es el propio Philip Roth, que viaja a Jerusalén para presenciar el juicio por crímenes de lesa humanidad a John Demjanjuk, un exmiembro de las SS implicado en el asesinato de decenas de miles de judíos en el campo de exterminio de Sobibor. Con la primera Intifada como telón de fondo, la visita a Israel transita por un desfiladero de equívocos que van desde el impostor que usa su nombre para darle notoriedad a un movimiento político diaspórico que propone el retorno de los judíos asquenazis a Europa, pasando por George Ziad (un evidente alter ego de Edward Said), quien lo confunde por su imitador e intenta convencerlo de reunirse con Yasir Arafat, hasta el agente del Mossad que, tal como reveló el “verdadero” Roth en una entrevista en The New York Times, le encargó la escritura de Operación Shylock como parte de una “psy-op” sionista. Entre tantas subtramas, quizá la clave de lectura de la novela esté en la reflexión del protagonista al encontrarse con un primo lejano en las calles de Jerusalén. Este primo, que había sido secuestrado en su infancia por la Gestapo y convertido en esclavo sexual durante los años de la guerra, insiste en contarle los infortunios y las humillaciones a los que, aun en su edad adulta y como ciudadano libre, era sometido una y otra vez. “¿Son puntualmente ciertas tales historias?”, se pregunta Roth. “La verdad es que nunca me planteo su veracidad. Más bien las inscribo en el tipo de relato que suministra al narrador una mentira mediante la cual puede expresar su indecible verdad”.

Ahora bien, entre las afrentas imperdonables de Philip Roth a la comunidad judía se encuentran la misma clase de “indecibles verdades” que una autora como Hannah Arendt, desde una posición histórica y social muy distinta, planteó en textos como Eichmann en Jerusalén o El sionismo. Una retrospectiva. Arendt, que había militado en el movimiento sionista desde los primeros años de su creación, no solo rechazaba la máxima según la cual los judíos solo podían vivir con dignidad en Israel, sino que además exponía algunas realidades incómodas, como la fascinación de Adolf Eichmann por las ideas de Theodore Herzl, el padre del sionismo, y su convicción, hacia 1939, de que la solución a la Judenfrage consistía en hallar el modo de proporcionar a los judíos un lugar en el que pudieran vivir permanentemente.

Este tipo de coincidencias, así como, por ejemplo, la prohibición de los matrimonios “mixtos” compartida por las Leyes de Nuremberg y por el derecho rabínico que regulaba la condición de los ciudadanos judíos en el Tercer Reich y en Israel, respectivamente, eran la clase de material altamente inflamable que ni Roth ni Arendt dejaban pasar y que, en su capacidad de “indecibles verdades”, resultaban inauditas. Por eso mismo, la noción de la “banalidad del mal”, bajo la cual Arendt caracterizó a Eichmann como un payaso antes que como un monstruo, resultó tan polémica. Por supuesto, no se trataba de que, al hacerlo, Arendt rebajara a una de las piezas centrales del Holocausto a poco más que a la pura y simple irreflexión. Lo que Arendt señalaba, en cambio, era que la “banalidad” de Eichmann se reflejaba también hacia el interior de la sociedad judía europea, que con sus infames Judenrats colaboró con el régimen nazi en la instrumentación de la Solución Final.

Aunque a esta altura de la discusión la palabra “antisionismo” funcione más como un significante vacío que engloba tanto a las críticas concienzudas como a las irracionalmente hostiles y la palabra “sionismo” se asocie con el expansionismo homicida antes que con el derecho a la autodeterminación y la dignidad de un pueblo, vale la pena señalar que ubicar a Philip Roth bajo cualquiera de estos términos resulta tan difícil como estéril. Ante todo, porque la antinomia sionismo – antisionismo hoy opera entre nosotros como una letra de cambio volátil en el tráfico digital de la militancia estética del malestar (los judíos humanistas corremos el riesgo de quedar enredados en la serie inocua de reivindicaciones woke, como si el “sionismo disfórico” fuera una nueva variedad en la exhibición de atrocidades posmodernas). Pero, además, porque fue el propio Roth quien se encargó de sembrar dudas y ambigüedades en su propia posición en el asunto. Convendría, entonces, ubicarlo en un lugar mucho más modesto que el del utopista militante o el aleccionador biempensante. ¿Cuál es ese lugar? El del narrador capaz de pensar y reír con las indecibles verdades de la tragedia humana///////////PACO