¿El crítico es aquel con la obligación de reivindicarse como crítico? Juan Terranova lo escribió varias veces ‒y en persona se lo escuché varias, varias veces más‒, en especial cuando el desfasaje entre el crítico y el artista ‒y, en el medio, también, la opaca percepción “pública” que se tiene de cada uno‒ queda personificado en Anton Ego, el “crítico gastronómico severo, elitista y extremadamente exigente”, como dice Wikipedia sobre Ratatouille, que es también una de las parodias mejor logradas sobre los equívocos alrededor de aquel cuya tarea consiste en probar de qué está hecho y qué es capaz de hacer ‒incluso entre ratas‒ un determinado objeto (en la short-list de críticos grotescos, de paso, habría que incluir a la crítica de teatro de Birdman y a Melvin Udall, aunque en menor medida, cuando explica cómo construir un personaje femenino en As good as it gets). Sobre por qué no cuesta tanto percibir a Anton Ego como alguien grotesco tratan, al menos, dos de los últimos tres libros de Boris Groys traducidos al castellano. Pero la bibliografía sobre por qué esa dilución de la autoridad del crítico es también una versión apenas estética de la dilución general de la autoridad masculina ‒o “patriarcal”‒ requeriría una lista más extensa. Para sintetizar, la “creatividad” cotiza como un valor igualitario que, sin embargo, colabora a sostener una fantasía de singularidad. No es el momento ahora de indagar demasiado en esto, pero el conflicto entre “igualdad” y “singularidad” está a la vista.

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La “creatividad” cotiza como un valor igualitario que, sin embargo, colabora a sostener una fantasía de singularidad. No es el momento ahora de indagar demasiado en esto, pero el conflicto entre “igualdad” y “singularidad” está a la vista.

Para volver al problema del crítico, ¿con qué derecho, frente a este panorama, puede alguien traumatizar, mediante el ejercicio siniestro del criterio, a aquel que se denomina a sí mismo “creativo” (o poeta, o escritor, o fotógrafo, o pintor, o actor, o cocinero, o simplemente “artista”) y se siente en condiciones de participar de la ensoñación creativa? Esta forma de “vivir en el arte sin ser parte del arte”, como dice J. M. Coetzee, no es nada más que una cuestión planteada por los artistas sin obra pero con residencia permanente en Facebook. También está en Madame Bovary y antes en Cervantes, y si uno explora retroactivamente podría rescatar varios principios activos entre los cínicos de la antigua Grecia. Claro que si Bovary aprende su lección a través del veneno ‒y esa sí es una lección traumática‒, Pesadilla en la cocina, en la línea de Anton Ego, traslada el trauma de las sábanas a las sartenes y de la literatura a la gastronomía (y la gastronomía no es un tema menor, ni siquiera pensando en las fantasías confusas de Bovary: la gastronomía es uno de los principales sustitutos del sexo). ¿Pero cuál es ese trauma? En los términos de Terry Eagleton, podría definirse como la diferencia entre la interpretación y la explicación, que es precisamente lo que Eagleton dice que sirve para diferenciar entre el mal y el buen crítico. Veamos: Christophe Krywonis llega a un restaurante, se sienta y prueba el menú. Este es el primer momento clave de Pesadilla en la cocina, y seguramente el mejor, porque es el instante del crítico en acciónChristophe pide tres o cuatro platos, mide las condiciones “del salón”, observa la “presentación del plato”, se fija en “la carta”, mide el tiempo que tarda la cocina en resolver “la comanda” y cómo es “el servicio”. Y entonces come y traga (y a veces prueba y escupe). Después llama al dueño del lugar y lo traumatiza y después pregunta por el cocinero y lo traumatiza un poco más. ¿Pero qué es lo traumático? Antes corresponde subrayar que Pesadilla en la cocina es un reality show. Esto quiere decir: un programa de televisión guionado sobre situaciones reales y con personajes que no son actores profesionales. Y eso no exime a Christophe. Pero ‒cuidado‒ eso no significa que Christophe no sea un auténtico connoisseur del mundo gastronómico, ni que sus críticas carezcan de validez. Por el contrario, lo traumático es que en tanto parte clave del reality show, la crítica ‒su verdadera y bien argumentada crítica, su explicación sobre el objeto‒ es parte fundamental de la impostura del crítico, parte del “papel” de Anton Ego. El carácter “grotesco” está a la vista: señalar que la comida podrida está realmente podrida, señalar por qué lo rancio produce gustos rancios, señalar que la evidente suciedad y las notables demoras convierten la experiencia culinaria en un penoso desastre ‒y Christophe nunca parece ahorrarse los golpes necesarios‒, señalar, en definitiva, que lo que es malo es efectivamente malo, forma parte de una representación nostálgica ‒casi romántica‒ de un tipo de crítica que ya no predomina (y que si uno investiga un poco, por supuesto, nunca predominó, ni siquiera cuando Bakunin llamaba a priorizar las acciones sobre las palabras). La crítica que predomina, y la que Christophe finamente deja sobre el final del programa flotando con cierta amabilidad, es la crítica interpretativa, la que traslada su objeto ‒los platos, el menú, el salón, el servicio‒ a la comparación con un “espíritu de trabajo” más o menos etéreo, con un “trabajo en equipo” que se realiza en algún territorio abstracto y también bondadoso en el que cualquier dueño de un restaurante puede fusionar su amor por lo que hace incluso con el bachero y con los mozos, como si no hubiera diferencias pero, sobre todo, como si la voluntad de hacer las cosas bien fuera suficiente para lograr cosas bien hechas.

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El acto reparador del programa, el auténtico instante catártico, es el que opera sobre Christophe mientras deja de tratar con los objetos culinarios y empieza a tratar con las sensibles, esforzadas y confundidas subjetividades que orbitan alrededor de esos objetos.

Ese pasaje entre el “padre negativo”, esa figura que establece límites e impone una ley bajo el lema fuck your feelings, y el “padre positivo”, dispuesto a hacer excepciones y disculpar cualquier error bajo un espíritu de conciliación afable es, por supuesto, un pasaje que suena más allá de cualquier asunto culinario y mucho más allá de Pesadilla en la cocina. Por otro lado, cualquiera que haya ejercido alguna vez un grado mínimo de docencia entre adultos sabe muy bien que la pedagogía del miedo ‒a pesar de las expectativas de cierto feminismo‒ simplemente no funciona. Nadie aprende porque le griten lo que tiene que hacer. De hecho, la mayor parte de las veces las personas no solo no tienen voluntad sino que ni siquiera tienen interés en mejorar. Simplemente quieren resolver el problema con el menor esfuerzo posible y hacer que las cuentas cierren (y, está claro, cuando uno va a cualquier restaurante sabe nada más que lo que está dispuesto a pagar cuál es el tipo de basura que está dispuesto a tragar y llamar “comida”, siendo el criterio dominante aquel que nos evite intoxicarnos ahí mismo). Pero lo interesante de Pesadilla en la cocina es esto: la fantasía reparadora de que después de una crítica precisa pero feroz las personas “aprenden y mejoran” (a cocinar, a trabajar, a escribir, a pensar) es nada más que una fantasía reparadora ‒y una de las que más desastres ha provocado desde la Ilustración‒, pero esa, sin embargo, no esa la fantasía fundamental de Pesadilla en la cocina. La verdadera fantasía, el verdadero acto reparador del programa, el auténtico instante catártico, es el que opera sobre los espectadores a través de Christophe mientras deja de tratar con los objetos culinarios y empieza a tratar con las sensibles, esforzadas y confundidas subjetividades que orbitan alrededor de esos objetos. Esa es la fantasía sobre la que se sostiene en todas sus versiones Pesadilla en la cocina: no importa que tu restaurante sea horrible, que tu comida sea una basura y que tu servicio sea una mierda (por no hablar de los precios). Lo que importa es que criticar eso ‒y explicar por qué es una mierda‒ es una práctica grotesca y agresiva, atávica e insensible, algo “severo, elitista y extremadamente exigente”, como Wikipedia dice sobre Anton Ego. Algo basado en el desconocimiento de la buena voluntad y las evidentes limitaciones de quienes están involucrados en la cocina y pretenden vivir de la cocina «sin ser parte de la cocina», parafraseando a Coetzee. Es cuando Christophe deja de reivindicarse como crítico y cede al rol postpatriarcal del amigo indulgente que acepta lo que hay con una sonrisa amable cuando Pesadilla en la cocina dice lo que realmente viene a decir. Eso vuelve todo el asunto un poco más perverso que Yelp, aquella red social idiota donde los usuarios calificaban comida y comercios basándose en su absoluta ignorancia de la gastronomía pero enfantizando cómo se habían sentido. Por lo demás, Pesadilla en la cocina es muy entretenido y Christophe, con su paso a lo Steven Seagal y su pronunicación žižekiana del castellano, resulta muy simpático. Eso sí: no vayan a los lugares que aparecieron en el programa porque nunca mejoraron nada, solo fueron disculpados por ser malos///////PACO