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Por Natalia Gauna

Trabajé en la redacción de una revista dedicada a la propiedad horizontal. El editor, autoproclamado periodista, locutor, fotógrafo, y dueño de la publicación, quería fervorosamente hacer un diario Crónica del mundillo de inmobiliarios, administradores, propietarios e inquilinos, una mafia que sólo era posible desenmascarar a través del periodismo amarillo. Todos los días a la mañana me mostraba Crónica y repetía “estos son los titulares que tenemos que lograr. Se tienen que agarrar los pelos cuando nos lean”. En el fondo de una casa antigua, en un galpón que había sido una imprenta, se improvisaban las oficinas. La primera tenía dos viejos escritorios con sus respectivas computadoras, viejas también. Pilas de papeles y carpetas amontonadas delineaban los límites con la segunda oficina en la que había dos escritorios más. Yo usaba una vieja mesa restaurada en la que varios libros de informática sostenían la pc y un par de guías telefónicas que servían de soporte para el monitor. El escritorio contiguo tenía la computadora más nueva y un sillón acolchado con respaldo rebatible. Yo me sentaba en una silla de jardín con un almohadón para que al final del día no me doliera tanto el culo. A escasos pasos, estaba la cocina-comedor integrada a las oficinas. Seguía un living con un sillón símil cuero, varias mesitas ratonas con libros, adornos empolvados, el esqueleto de una cabeza de toro y varios estantes con cientos de cds. Unos metros atrás, una puerta que daba a un patio de pastos altos, varios gatos y árboles jamás podados. Pero lo más esplendoroso y repugnante del lugar era un maniquí de mujer sin cabeza que vestía un conjunto de lencería de encaje rojo. Nunca me animé a preguntar qué hacía ahí. Cada vez que me acercaba a calentar un café, se interponía en mi paso. Yo la esquivaba con la mirada, ignorarla me ayudaba a evitar preguntar por ella. Durante los meses que trabajé ahí, saqué muchas conclusiones: pensé que se trataba del regalo que un amigo le había hecho a mi jefe o el resultado de una apuesta. También que podía ser un souvenir de una fiesta alocada o la triste compañía femenina que él tanto añoraba. Llegué a imaginar que por las noches, entre otras cosas, hablaba con ella. Terminó por darme lástima y aunque sin tocarla ni mirarla empecé a aceptar su compañía.

Todos los días a las diez de la mañana tocaba timbre y esperaba varios minutos a que me abra. Cuando me impacientaba, miraba por la mirilla hasta advertir esa figura desalineada, de barba y bigotes. Antes de abrir la puerta siempre golpeaba su panza contra el vidrio. “Ah, buen día”, decía sorprendido como si esperara la llegada de alguien más. Y aunque nunca nadie lo visitaba él repetía a diario lo que debía hacer si sonaba el timbre. Primero tenía que acercarme, observar quién era, si estaban uniformados y el tono con el que conversaban. Para eso, tenía que acercarme lentamente y evitar caminar frente al vidrio para no evidenciar mi presencia antes de sorprenderlos ya en la puerta. Segundo, y sólo en caso que estuviera segura, debía abrir apenas la ventanita de la puerta y decirles que esperaran unos segundos para ser atendidos. Después tenía que ir a buscarlo a él, describirle las personas y el motivo de su visita. Si lo consideraba pertinente entonces se acercaría a abrir. Si él no estaba no debía ni siquiera asomarme a la puerta. Para culminar su explicación no olvidaba contarme una y otra vez la historia de un comerciante de la zona que un día dejó a cargo a su empleada. Ésta al ver que dos hombres que decían ser clientes tocaron timbre, decidió abrirles. Una vez adentro, la violaron por casi una hora y se fueron sin robar nada. Mi cara de espanto pedía a gritos que no me lo volviera a contar pero él insistía. Todos los días la misma historia.

Pasaba toda la mañana redactando las notas que habíamos pensado y repetía en mi cabeza “titular como si fuera Crónica”, “pirámide invertida”, “sujeto y predicado sin giros literarios”. Una vez internalizado el procedimiento me automatizaba de tal manera que podía escribir dormida sin equivocarme. Cuando terminaba la nota, me sentaba al lado de su escritorio y la leía en voz alta. Él se cruzaba de brazos, se apoyaba en el respaldar de su sillón y me miraba por encima de sus anteojos. “Está bien pero la bajada, la bajada que sea más directa. Los lectores quieren leer cuatro líneas y tener toda la noticia”. Entonces la reescribía y la volvía a leer. “¿Vos querés que se nos suiciden todos?” y se reía a carcajadas. “Diste en la tecla, seguí así”. Para mí, cada nota era tediosa, tenía que olvidarme de todo lo que había considerado una buena redacción.

Al mediodía, con la excusa del almuerzo, él monologaba sobre los diez años que había vivido en Israel. Contaba cómo un amor lo llevó al exilio, la sensación de vivir en una guerra permanente, su incursión en el ejército israelí y su segundo matrimonio con una mujer que conoció trabajando en una empresa de sistemas. Con ella, había tenido dos hijos. Uno llamaba por teléfono todos los días. Si yo atendía, me cortaba porque su español era tan escueto que no podía ni siquiera decir `hola´. “No te conoce y le da vergüenza”, me explicaba. Si atendía él, conversaban varias horas en hebreo. El otro hijo era una mujer, jamás la nombraba.

Después del almuerzo, llegaba la hora de escuchar música. Siempre el mismo compilado de cantantes árabes completamente desconocidas, Elton John con su “Nikita” y Julio Iglesias con su canción dedicada al Bacalao. Armonizando la escena, los ronquidos de mi jefe que se recostaba por al menos dos horas. Yo regresaba a piloto automático y escribía esperando que se hicieran las cinco. A esa hora, ni un minuto más ni un minuto menos, apagaba la computadora, la lámpara de mi escritorio, le daba de comer al único gato que entraba a la casa, y me iba.

Las cosas cambiaban dos días al mes. Los días de cierre en los que llegaba dos horas antes de lo habitual, preparaba café y me sentaba en su escritorio a leer todas las notas que incluía el número quincenal. Él, detrás de mí, caminaba de lado a lado, siempre en la misma línea y apuntaba alguna corrección. Al terminar de leer todas las notas, se sentaba y comenzaba la diagramación de la página mientras yo tildaba cada paso que hacía para no olvidar nada. Al final del día, sólo restaba la última corrección que realizaba su socia contadora devenida en periodista. Ya a las cinco, el trabajo estaba terminado y me iba. Siempre igual hasta que un día las cosas cambiaron.

Habíamos coordinado a las nueve de la mañana una entrevista con el presidente de una ONG defensora de los derechos de los inquilinos. Llegué a la oficina un rato antes de lo habitual y me puse a investigar sobre el funcionamiento de la ONG, quién era el presidente y demás cuestiones para un buen cuestionario. Una vez que lo tuve listo me dispuse a leérselo y comentarle varias cosas que había leído. “No. No hace falta. Está bien esto pero para los que no saben. Yo conozco muy bien qué hacen ahí”. Mis preguntas quedaron impresas en una hoja apoyada en el escritorio.

Llegamos a una oficina de un edificio antiguo de la avenida de Mayo, nos recibió un hombre joven de rulos revueltos y barba de varios días, vestía de traje. “Perdonen que venga vestido así pero vengo de una audiencia ¿Empezamos?”, nos sonrío y amablemente ofreció algo para tomar. Mientras ellos conversaban, yo sacaba algunas fotos. Tenía la orden de sacar al menos diez en las que saliera en primer plano mi jefe y en un segundo plano, el entrevistado. Cuando terminé me senté en la silla que mi jefe había dispuesto detrás de él. La segunda orden era la de no intervenir. La conversación entre ellos comenzó amablemente pero de a poco fue poniéndose tensa. Mi jefe preguntaba y el entrevistado contestaba con monosílabos cuando no repreguntaba porque no comprendía. “No entiendo el punto de tu pregunta”. “A ver, te lo repito”, contestaba molesto mi jefe mientras que se acomodaba en la silla. La situación se repitió una y otra vez. “Me decís cosas que no tienen que ver con nuestro trabajo. No tenes idea de lo que hacemos”, sentenció el joven. Yo los miraba atónita, disfrutaba la discusión y el lugar patético en que había quedado mi jefe hasta que giró y me miró. “Te dije que investigaras. Disculpanos, ella debe haber buscado cualquier cosa. Es nueva. Nos vamos”. No me dio tiempo ni a contestar, rápidamente guardé la cámara de fotos, unos apuntes y corrí detrás de él. “Espera un segundo. No te preocupes, yo sé cómo es”, me frenó el joven en la puerta. Le sonreí y me fui. En el viaje de regreso a la oficina discutimos arduamente. Le dije lo mucho que me había molestado su actitud, me pidió disculpas pero aclaró que él no podía quedar mal. “Tenes que entender que a mí me conocen, a vos no”.

A partir de ese momento, decidí trabajar para que me eche. No soportaba más el automatismo, el salario paupérrimo, el patetisismo y el olor a pis de gato. Dedicaba sólo un día de la semana a escribir las notas, llegaba quince minutos tarde, no charlaba con él en todo el día, decía que sí a sus ordenes y hacía lo que me parecía, almorzaba sola y cuando comenzaba a contarme sus anécdotas lo miraba pero no lo escuchaba. A las cinco de las tarde, me iba sin darle de comer al gato. Un día él y su socia me dijeron: “vamos a seguir solos. No te podemos pagar más”. Fue un alivio. ///PACO