“¿Viste todas las banderas que hay? ¿Y la policía yendo y viniendo? Eso es por ustedes” me dice Phil, un coleccionista de estampillas, sellos y postales que atiende un local, chico pero muy ordenado, enfrente del Museo. “¿Por mí?” le pregunto. Y pienso: “Me descubrieron.” Phil tiene una larga barba blanca y el pelo gris pegado a un cráneo pequeño. Usa lentes, es inglés. Llegó a Stanley en 1976 y se quedó. Le pregunto cómo pasó la guerra. “De costado, no me metí”, me dice, con cara de qué voy a hacer, pibe, ¿salir a los tiros? “Sí, es por vos y por ese grupo de argentinos que vino en misión de paz, ah, menos mal que avisan, acá todos vienen en misión de paz pero ya si tenés que avisar es algo raro. Am I wrong?”

Phil tiene una larga barba blanca y el pelo gris pegado a un cráneo pequeño. Usa lentes, es inglés. Llegó a Stanley en 1976 y se quedó.

Después agarra un catálogo y me va contando la historia de la filatelia malvinera con un nivel de detalle un poco ridículo. Pero lo hace con pasión y lo escucho. “¿Ves? Las primeras estampillas las hacían en Inglaterra y tenían escudos. Hubo que esperar hasta el 1933 para que pusieran una oveja y un barco ballenero, pero la oveja no es la Lincoln que se criaba acá, esta parece un carnero, y el ballenero pertenece a la iconografía de las Islas Georgias, no de las Falklands, recién en 1947, después de la guerra, los artistas comenzaron a trabajar sin repetir errores.” El local del Phil tiene libros sobre la guerra pero el tema no le interesa mucho.

Después sobre Ross Road encuentro unos carteles en el club náutico de Stanley. Son mensajes a la Comisión Provincial de la Memoria que está visitando las islas.

Cuando estamos hablando de la Antártida entra una pareja que acaba de llegar con el crucero del día y comienzan a hablar de la isla de Santa Helena. Elijo un sobrecito de nylon con estampillas usadas que cuesta cinco libras, pago y me despido. Phil insiste en darme la mano y cuando ya nos saludamos me pregunta “¿vos no serás un espía argentino, no?” Se ríe. Después sobre Ross Road encuentro unos carteles en el club náutico de Stanley. Son mensajes a la Comisión Provincial de la Memoria que está visitando las islas. Me llama la atención lo parecidos que son a las consignas de Facebook que usan los antiperonistas que votaron a Macri. Uno dice: “Ningún diálogo es posible hasta que la Argentina abandone el reclamo por nuestras islas. Respeten nuestros derechos humanos.” Otro da a entender que no existe la paz entre los isleños y la Argentina, como si estuviéramos en guerra. Son pedidos bastante alunados.

Ya en el hotel, un argentino que hace tiempo en el lobby me dice: “Se confirmó, va a haber vuelos semanales Aeroparque-Comodoro Rivadavia-Stanley.” Son los vuelos que algunos kelpers no quieren y otros festejan de forma secreta. También me entero, se comenta mucho en el hotel, que la policía local está en alerta naranja por los argentinos que llegaron en misión de paz. Le pregunto al conserje chileno. Mira para todos lados. “No es por ustedes, señor, es porque temen que ellos se pongan nerviosos.” Las banderas que se ven en las casas tampoco son usuales, me confirma. Cuando hice mi primera recorrida el domingo vi algunas. Después la Union Jack se fue contagiando. ¿Implica ceder en algo no izarla? Pero el rebaño es disciplinado y Stanley se llena de banderas.

Un veterano de la Fuerza Aérea que estaba desde el principio me agarra del brazo: “Juan, decile a estos dos salames que si no se van ya mismo, les vamos a llenar la cara de dedos.”

Al otro día viajo a Darwin con un grupo de argentinos. Son dos horas de un paisaje hermoso y desolado. En el medio de la ruta, bajamos a sacar una foto. Pasa una camioneta. De adentro alguien grita: “¡Viva la patria!” Es el principio de una larga cadena de emociones. Cuando llegamos al cementerio, el clima nos ayuda. Hay sol. Los que visitan el cementerio despliegan sus banderas. Se reza, se llora, hay abrazos. Son muchas cruces, muchas historias. Una hora después, llega un hombre de unos cuarenta años, muy cabezón, bronceado y con la campera naranja de los operadores turísticos. Acompaña a un viejo flaco y canoso. Se entiende que lo está guiando. Sin mediación, comienzan a hablar en voz alta y el cabezón le señala al viejo el pasto crecido en algunas tumbas y los daños que la intemperie hace en el cementerio. Dos veteranos se acercan a ver qué pasa. Intercambian una palabras que no escucho. Uno de los veteranos, un tipo grandote que estuvo con el Regimiento 25 en Goose Green, me empieza a llamar: “¡Juan, vení, Juan, Juan!” Me acerco. “Traducime, por favor, pibe, a ver qué quieren estos”, pide el veterano. El cabezón dice que el cementerio está muy descuidado. Traduzco. Enseguida me señala, con énfasis y sin mucho pudor, que los argentinos no lo cuidan. Me adelanto y me presento. Les doy la mano a los dos. El cabezón es Jimmy, me dice que vivió la guerra en Stanley, que tenía nueve años, el canoso dice que es abogado, retirado, de Londres. “Es una vergüenza que tengan este lugar así”, dice el canoso. Traduzco. Los veteranos que nos rodean ya son seis. Algunos que habían salido del cementerio vuelven a entrar. Uno desde atrás comenta: “Decile que es nuestro cementerio y que nos gusta así, y preguntale por qué se mete.” Otro dice por lo bajo: “Yo no voy a soportar que este tarado me venga a criticar el cementerio, ¿quién es?” Escucho un tercero: “Decile que venga a ver cómo está el cementerio de La Plata.” Jimmy sigue hablando con el hombre canoso. Uno de los veteranos le dice directamente a Jimmy: “Okey, okey.” Jimmy sigue hablando. Se comenta que hay que dar parte a la Comisión de Familiares de Caídos, que es la responsable de cuidar el lugar. Se lo dicen a Jimmy en un inglés rudimentario. Intervengo diciéndole a Jimmy que su punto de vista quedó claro. Jimmy insiste. “It´s horrible, horrible, look that!” y señala. Un veterano de la Fuerza Aérea que estaba desde el principio me agarra del brazo: “Juan, decile a estos dos salames que si no se van ya mismo les vamos a llenar la cara de dedos.” Traduzco: “Sorry, Jimmy, these gentelmen here want to be alone with  their deaths, and are respectfully asking you to leave.” El canoso seguía mirando el horizonte. Era flaco y viejo. Jimmy comprendió que si le pegaban salía en todos los diarios y podía seguir victimizándose a gusto pero su sangre anglosajona también le confirmó que el precio era alto. Es posible que haya calculado incluso cuánto le podía salir un trabajo completo de ortodoncia en relación al tiempo que tardaba la policía local en llegar al cementerio. Se fueron, taciturnos.

Son cuatro canales, uno es local. El local repite programas viejos que parecen sketchs de Cha cha cha.

Después me entero que los veteranos a los Jimmys de las islas les dicen “pica-sesos” y es algo bastante usual. “Vienen a provocar. Lo hacen porque son cola de paja, saben que están metidos en un lugar que no es suyo y que en algún momento lo van a tener que devolver”, me dice el veterano de la Fuerza Aérea. Yendo a Goose Green, a visitar el lugar donde Oscar Ledesma mató a Herbet Jones, pasamos por un pequeño cementerio. Es el cementerio de Darwin, pero de la localidad de Darwin. Son apenas unas cuarenta tumbas, la mayoría muy viejas pero con algunas del siglo XXI. Bajamos. El cementerio está muy descuidado. Parece la escenografía de una película de terror clase b. “Bueno, hay que avisarle a Jimmy que venga a ver cómo ellos tienen a sus muertos acá”, dice un argentino. Más tarde visitamos San Carlos, al norte, y regresamos al hotel hacia las ocho de la noche. Me doy un baño y exhausto pongo la televisión. Son cuatro canales, uno es local. El local repite programas viejos que parecen sketchs de Cha cha cha. Me gustaría ver una película pero en los canales ingleses es el horario de las noticias y en la isla no hay Netflix//////PACO