El sueño de la extensión eterna de la vida en el futuro, ¿no empezó a través de la extensión eterna del día sobre la noche en el presente? Si hoy se duerme cada vez menos, y si lo que nos retiene en el ámbito de la luz es la conectividad, ¿qué ocurrió con aquel misterio que representaba la noche? Al fin y al cabo, no hay historia de la noche que no sea la historia del modo en que la luz le disputa a la oscuridad un modo de discernir, experimentar y entender la realidad. Por supuesto, detrás de esta batalla se esconde el problema del tiempo. Para ser precisos: el problema de la forma en que concebimos el tiempo y la forma en que lo usamos desde el momento en que lo pensamos como un bien a maximizar o dilapidar. Pero antes de llegar a eso, vamos a la historia del fin de la noche.

Si aceptamos que esta es una historia que empezó cuando la tierra era caos y confusión, hasta que nada menos que Dios dijo “haya luz” y llamó al día “día” y a la noche “noche”, entonces tenemos que aceptar que Dios fue el primero en crear un orden que muy pronto, como el resto de los órdenes naturales, sería transgredido. Acerca de las razones, por cierto válidas, para esta transgresión, creo que estamos en una excelente ocasión para abreviar milenios de historia de la cultura gracias a una idea del pensador alemán Peter Sloterdijk. Y esa idea dice lo siguiente: el hombre es el ser que ha fracasado en ser y permanecer animal. Voy a repetirla, para que podamos asimilar lo mejor posible su significado: el hombre es el ser que ha fracasado en ser y permanecer animal.

Día y noche. Quien pronuncia frases tan inocentes como “buenas noches” o nos pide que “avisemos al llegar” reafirma, aunque no lo sepa, los cimientos del primer gran miedo humano: el miedo a estar a solas en la oscuridad.

Bajo esta premisa, las tinieblas no tardaron en convertirse en el más peligroso de los albergues para aquello que sólo podía persistir en su salvaje animalidad. Pero, al mismo tiempo, las tinieblas extendieron también su amparo a los hombres y las mujeres que, por buenas o malas razones, eran considerados (o eran, sin vueltas) menos humanos que el resto. Por esta razón, se les negaba otra vida que no fuera la vida nocturna. Alrededor de esta división crucial de la existencia, podemos oír el eco de millones de años de peligros nocturnos grabados a sangre y fuego en nuestro más básico instinto de supervivencia, e incluso en ciertas reglas de cortesía. En términos antropogenéticos, quien pronuncie frases tan inocentes como “buenas noches”, o quien insista cuando ya está oscuro en que “avisemos al llegar”, está reafirmando, aunque no lo sepa, los cimientos del que probablemente sea el primero, si no el único, gran miedo humano, un miedo con sede intransferible en nuestro cerebro reptiliano: el miedo a estar a solas en la oscuridad. Los padres sabemos que el miedo también es algo que se le enseña a un hijo. Hay que enseñarle a un chico el miedo a las alturas, a los animales salvajes, a los enchufes y a los adultos desconocidos que les escriben a través de Instagram. El miedo a la oscuridad, sin embargo, el llanto pavoroso ante la oscuridad, es innato. Y ya como adultos, como dice Al Álvarez, todavía solemos sospechar que quienes deambulan en la noche no andan en nada bueno.

Desde la Antigüedad hasta el siglo X, aproximadamente, la noche fue un reino en el que todo lo que era malo, peligroso y prohibido podía pasar, y, de hecho, pasaba. Quien se aventurase más allá de los límites de la ciudad una vez caída la noche, si no era en parte devorado, abusado o asesinado, podría sumar quizás una nueva figura a aquellos libros de exaltación del terror llamados bestiarios, donde los animales reales se mezclaban con los monstruos morales. Esto fue lo que, entre los siglos X y XV, en varias ciudadelas de Europa, dio origen a prácticas nocturnas como el toque de queda. En 1608, por ejemplo, Guillermo el Conquistador instauró en Inglaterra el “toque de queda nacional”. A las ocho de la noche se hacían sonar campanas para que todas las personas apagaran sus fuegos y sus velas y se fueran a dormir. Ahora bien, conviene entender estas prácticas en términos diferentes a los del control burocrático de una población o los de la administración de un poder central. De lo que se trataba era de contener lo que la noche representaba para la mayor parte de las personas: una pesadilla real, es decir, hecha de amenazas y crímenes reales, incluidas las conspiraciones políticas.

Toque de queda. De lo que se trataba era de contener lo que la noche representaba para la mayor parte de las personas: una pesadilla real, es decir, una pesadilla hecha de amenazas y crímenes reales, incluidas las conspiraciones políticas.

Quizás podamos hacernos una idea más precisa de cómo se veía, cómo se olía y cómo se escuchaba aquella noche de una gran ciudad, incluso hasta el siglo XVII, si consideramos que en 1624, por ejemplo, en Londres, se sancionó el Acta para Prevenir la Destrucción y el Asesinato de Niños Bastardos. Imaginemos ahora, nada más que por todos los sonidos y los perfumes nocturnos que se arrastraban hasta las habitaciones de quienes contaban con la ventaja de un techo, lo que podía significar para un chico de aquellos tiempos el miedo a la oscuridad… Si uno intenta indagar qué miedos infantiles despierta “el cuco”, tiene que avanzar por este camino. El punto es que los únicos con permiso para circular después del toque de queda eran los médicos, las parteras y los sacerdotes, además de quienes sacaban la basura de las calles principales. Y esto no representaba ningún privilegio, sino más bien un riesgo existencial. Diez siglos más tarde, durante la cuarentena por el Covid, varias de estas figuras nocturnas reaparecerían bajo el nombre general de “tareas esenciales”. Lo cierto es que hasta el final del siglo XV, la única luz disponible para los caminantes nocturnos eran las hogueras en los cruces de las calles principales. Y a su alrededor, por un precio a establecer en el momento, trabajaban los guías nocturnos. Estos guías prometían, tal como hoy lo hace Google Maps en nuestros teléfonos, llevar a los más desorientados hasta su destino. Y a veces lo hacían, aunque muchas otras veces los entregaban a los asaltantes, lo cual era más redituable.

A partir del siglo XVI comenzó a reglamentarse el encendido de, al menos, una vela sobre los principales pórticos a trescientos pasos de distancia. Pero el verdadero giro en la historia de la noche ocurrió en el siglo XVIII, con la aparición de los primeros faroles públicos de aceite, que pocos años después serían reemplazados por los faroles a gas. Acerca de este invento, el farol a gas, sabemos por diarios y registros de la época que, al parecer, le daba a la realidad nocturna una silueta particular. Lo que mostraba una noche atravesada por los rayos luminosos del gas era difuso, poroso, latente, y con una coloración entre tonos azulados y sepias muy inquietantes. Esto se prestó a que muchos afirmaran que la luz a gas era una ventana (ahora técnica, es decir, desalmada e inhumana) al Infierno. Por supuesto, lo mismo se diría más tarde a propósito de invenciones como la imprenta, la radio, la televisión, internet, los teléfonos inteligentes o la inteligencia artificial, aunque siguiendo lo que las neurosis y los terrores de cada época entendían que era el Infierno. Todavía faltaban dos siglos para la invención de la electricidad, pero en cuanto la noche empezó a perder parte de su misterio y la gravedad de sus amenazas se devaluó, los románticos iniciaron la tarea de idealizarla. A partir de entonces, lo que bajo un cielo de estrellas antes había sido terror y miseria concretos, se convertiría en melancolía y anhelos abstractos de libertad. La del paseante nocturno, o el simple hecho de que nos pueda resultar sensato que a alguien le guste mirar vidrieras de noche, por ejemplo, es una figura social que tiene, como mucho, trescientos años de antigüedad, y está directamente vinculada al uso de la luz artificial para extender el tiempo del comercio.

From Hell. Lo que mostraba una noche atravesada por los rayos luminosos del gas era difuso, poroso, latente, y con una coloración entre tonos azulados y sepias muy inquietantes. Esto se prestó a que muchos afirmaran que la luz a gas era una ventana al Infierno.

Por la misma época, mientras los románticos empezaban a asociar el tiempo de la noche a la emancipación y la creación, empezaría también la tarea moderna de crear lecciones intelectuales de oscuridad a partir de “la noche del mundo”. ¿Y esto qué quiere decir? Quiere decir que la expansión de la luz incentivó la tarea ilustrada de enfrentar lo que todavía estuviera en las sombras del pensamiento para que el búho de Minerva, como escribiría Hegel, pudiera “levantar vuelo al caer el crepúsculo”. Y este es el punto en el que nos encontramos aún hoy, cuando la luz ya es omnipresente y omnicomprensiva, y no sólo asedia a la noche sino que la esclaviza bajo los principios indiscutidos del consumo y la productividad.

A propósito de lo que ayer y hoy implicaba este conflicto espiritual entre la oscuridad y la luminosidad, es interesante notar que, incluso bajo la forma luminosa de las pantallas digitales, aún se llama dark web, es decir, “web oscura”, a toda red de datos que se proponga resguardar su información y la de sus usuarios, aunque sea un poco, del mandato de transparencia y claridad compulsivas que nos prohíbe cualquier reserva. Antes de terminar, digamos algo sobre el tiempo y la noche en Buenos Aires. Hasta donde sé, sólo el historiador Francisco Romay ha sistematizado una auténtica historia de la noche porteña. Así que aprovecho esta oportunidad para dejarle mi agradecimiento a través del tiempo. Miren con atención: ¿cuántos relojes ven en esta imagen tomada desde Plaza de Mayo? Y de los relojes que ven, ¿cuántos parecen indicar la misma hora?

El tiempo en el Cabildo. Juan Manuel de Rosas ordenó en 1844 que el desajuste se resolviera. En 1847 todavía no se lograba que el reloj del Cabildo funcionara bien. En 1849 el nuevo reloj adelantaba 20 minutos. En 1850, según el propio Rosas, el reloj estaba 10 minutos atrasado.

Romay nos cuenta que el desquicio del tiempo en Plaza de Mayo se remonta hasta el año 1844, cuando el reloj de la Casa de Justicia, que funcionó en el Cabildo hasta 1877, estaba a cargo de la policía. El problema del tiempo y la historia de la noche se cruzan por primera vez en 1834, cuando el reloj del Cabildo quedó al cuidado del Cuerpo de Serenos. El Cuerpo de Serenos era una unidad civil que tenía por objetivo vigilar las calles de la ciudad durante las horas avanzadas de la noche, armados con un sable o una lanza, un silbato y un farol. La tarea involucraba tratar con degüellos, decapitaciones y crímenes nocturnos de todo tipo, pero vamos a dejar estas historias negras para la próxima. Lo importante, ahora, es esto: entre las tareas del sereno, estaba la de cantar cada 30 minutos, que era cuando sonaba la campana del reloj del Cabildo, cuál era la hora y cuáles eran las condiciones del clima. Esto debía hacerse “dando vuelta a la manzana y repitiéndola en cada cuatro esquinas y en el centro de cada frente”, tal como indicaba el reglamento del Cuerpo de Serenos.

El problema era que el reloj del Cabildo, que servía de referencia para todos los demás relojes, solía estar fuera de hora. Y esto se convirtió en una cuestión de Estado cuando el gobernador Juan Manuel de Rosas, en agosto de 1844, ordenó que el desajuste del tiempo se resolviera de una vez, para emprolijar el orden de los servicios públicos, los actos oficiales y también los negocios y los asuntos privados. Tres años más tarde, en 1847, todavía no se lograba que el reloj del Cabildo funcionara bien, por lo que se ordenó la compra de un reloj nuevo. Ese año, el reloj adelantaba 17 minutos. Dos años después, en 1849, el problema era que el nuevo reloj adelantaba 20 minutos. Y un año después, en 1850, según el propio Rosas, el reloj estaba 10 minutos atrasado. Les dejo en suspenso cuál de los tres relojes, hoy mismo en las inmediaciones de Plaza de Mayo, indica la hora correcta.

Y ahora sí, para terminar, volvamos al principio. El sueño de la extensión eterna de la vida en el futuro, ¿no empezó acaso a través de la extensión eterna del día sobre la noche? En ese caso, parece evidente que uno de los objetivos del predominio de la luz sobre la oscuridad es la expansión total del consumo, incluso, sobre las horas de nuestro descanso. Y el instrumento de luz para lograrlo es la pantalla digital. A esto se refiere Jonathan Crary cuando, a propósito del capitalismo tardío y el fin del sueño, dice que los cambios en las configuraciones de la vigilia, el reposo, la iluminación y la oscuridad desnudan algunas de las paradojas del proyecto de una vida incesante. Hoy el mundo parece trasvasado a una pantalla. Y esta es la razón por la cual sufrimos nuestra desconexión como una pérdida, aún si eso significa dormir cada vez menos y peor.

Si en el medioevo existía un descanso que dividía la noche en dos partes, el llamado sueño bifásico, una forma de dormir que segmentaba un tiempo total de ocho o nueve horas de descanso a partir de un intersticio a medianoche dedicado a la oración, los deberes hogareños y el sexo, a partir de la modernidad, y ya en el siglo XXI, ese intersticio se extendió y se extendió, hasta acortar nuestro tiempo de sueño a un promedio actual de seis horas, según la Organización Mundial de la Salud. Desde ya, sabemos que esas seis horas no resultan demasiado plácidas ni distendidas. Basta mirar la abrumadora oferta farmacológica a nuestro alrededor, con sus promesas para resolver los más variados trastornos del sueño. Con esta hipótesis, Crary analiza a quienes nos sometemos, a veces de manera inconsciente, a largos períodos de ingravidez psíquica durante maratones nocturnas de series en Netflix, posteos en Twitter, imágenes y videos en Instagram, o compra y venta de productos en Mercado Libre. En este sentido, podríamos decir que la extensión eterna de nuestras vidas ya ha comenzado. Al menos, con la extinción gradual de la noche y del tiempo de nuestro descanso. La pregunta, por lo tanto, es esta: ¿podría la promesa germinal de una vida eterna convertirnos nada más que en consumidores insomnes?

Crary describe experimentos contemporáneos diseñados a tal fin. La estimulación de una vigilia automatizada y la restricción neuroquímica del sueño en soldados, la iluminación permanente de grandes territorios a partir del uso de satélites capaces de reflejar la luz solar, la disponibilidad de un consumo constante estimulado por necesidades simuladas. Quizás suene exagerado, pero pensemos cómo todas las fantasías vinculadas al placer, al confort, al sexo, al éxito y a la rentabilidad, fantasías que se desatan sin pausa en las redes sociales en nuestros teléfonos, desmantelan nuestra concentración, casi sin esfuerzo, cuando apenas los tocamos. La adrenalina por sentirnos partícipes de algo y la convicción de que la luz de las pantallas nos reintegra al verdadero mundo también son un reflejo condicionado por las fuerzas del mercado y por el combustible mental de nuestras ansiedades sin descanso. ¿Podría el tiempo del sueño humano mercantilizarse por completo? La noche como zona de secretos, alarmas o incluso sosiego, ¿va a desaparecer? ¿No es este el objetivo final de la “economía de la atención”, como el ex CEO de Google, Eric Schmidt, denominó al mercado del tiempo en pugna entre las corporaciones de Silicon Valley? Este es un capítulo abierto en la historia de la noche. Y, por ahora, su desenlace sigue en la oscuridad////////////PACO