En las próximas semanas habrá tiempo para analizar el desarrollo de la carrera a la presidencia de los Estados Unidos que empieza hoy, como marca la tradición, con las primarias de los dos grandes partidos norteamericanos en el estado de Iowa. Ya Diego Vecino, para el partido republicano, y Tomás Rifé, para el demócrata, esbozaron en Paco las principales características de los candidatos con chances de ganar la nominación partidaria y, eventualmente, convertirse en el (o la) sucesor(a) de Barack Obama como 45 presidente de Estados Unidos. Donald Trump, Ted Cruz, Hillary Clinton y Bernie Sanders forman a priori el cuarteto del que el segundo martes de noviembre saldrá el elegido. Salvo Hillary, y tal vez ese sea su paradójico lastre, los otros tres nombres no hubieran figurado en ninguna de esas frenéticas especulaciones probabilísticas que los norteamericanos acostumbran a practicar años antes de las elecciones. Trump, el playboy neoyorquino devenido figura de reality show; Cruz, el tex-mex protestante nacido en Canadá que desde el Senado de Washington aspira a encarnar ese clásico infaltable de las elecciones norteamericanas, la figura del cowboy texano social conservative opuesto al gasto público y las veleidades de las minorías; y Bernie Sanders, el venerable abuelito radical, la voz de los jóvenes y no tanto que en el Zucotti Park de Nueva York armaron ese movimiento de resistencia e ilustración social que se llamó Occupy Wall Street, durante los meses negros de la crisis de 2008, cuando el sueño del dinero fácil y la exuberancia irracional (memorable definición de Alan Greenspan) del sector financiero volaron en mil pedazos al tiempo que George W. Bush se despedía del poder con su sonrisa torcida.
Es por lo tanto un panorama extraño el de la carrera a la presidencia que empieza formalmente, electoralmente, hoy. No están, y se extrañan un poco, para que mentir, figuras como John McCain, el republicano héroe de Vietnam de Arizona, del que David Foster Wallace trazó un delirante y conmovedor retrato de campaña en ese delirante y conmovedor libro que es Hablemos de langostas. No están esos progresistas tan East Coast, tan kennedinianos, como John Kerry (católico bostoniano, millonario, también ex veterano y ex opositor de las guerras imperiales del sudeste asiático) o Al Gore, con su gestualidad robótica de progressive de cuna de oro y su obsesión con temas globales, tan alejados de las demandas del día a día del norteamericano medio como el cambio climático. Tampoco lograron un lugar en el pelotón con chances esos gobernadores de estados pequeños que desafiaban las grandes ligas a pura fuerza de carisma: los Jimmy Carter, los Bill Clinton. Adlai Stevenson. O esos senadores extravagantes que poblaron los tickets electorales durante los 50 y los 60: tipos hiperprogresistas como George McGovern o Estes Kefauver o Walter Mondale, tipos hiperconservadores como Barry Goldwater. Todos pertenecían a una estirpe política que entendía la lucha por el poder como una extensión de una más larga y secreta lucha entre distintas maneras de pensar y representar una sociedad tentacular, deforme, contradictoria, cambiante, inabarcable como la norteamericana. Tal vez, y hay que reconocerlo antes de que se sepan los resultados de Iowa, Bernie Sanders sea el último representante de esa generación siglo XX de políticos norteamericanos fraguados al calor de las luchas por el sentido de un país que, como decía Tocqueville medio en broma, medio en serio, “ama los cambios pero odia las revoluciones”.
Pero la gran elección 2016 no parece, y si hay alguna certeza es esta, un momento propicio para el modelo siglo XX de presidente de EE. UU. No sólo por el ascenso inquietante de personajes como Trump (sobre todo y especialmente, inquietante para el establishment republicano) con su retórica perfectamente ajustada a los requerimientos impuestos por la devastación cultural operada por las glorificadas “redes sociales” sobre la atención pública; ni tampoco por el sorpresivo impulso del discurso socialista alla americana de Sanders, sino por el silencioso corrimiento de la opinión pública norteamericana al terreno de una polarización política abonada por las brechas superpuestas de la raza, la religión y la clase social. Algo que en el plano mediático cualquiera puede percibir aún fuera de Estados Unidos. Las agendas de los medios progres y de los conservadores nunca parecieron tan divergentes. Un paseo por, digamos, Fox News muestra un país radicalmente diferente al que se obtiene luego de navegar (¿sigue existiendo ese verbo? Suena tan Cristóbal Colón) un par de minutos por medios como Slate o Vice o The New Yorker. Crimenes de ilegales de un lado, Black Lives Matter del otro. Obsesiva reivindicación del gobierno mínimo versus una igualmente obsesiva vigilancia de las cuotas raciales en, por ejemplo, los premios Oscars. Defensa la literalidad bíblica y militancia por el matrimonio gay. Es un tipo de gap social en el corazón mainstream de los medios no habla de otra cosa que de la manifestación como pocas veces antes de ese antiquísimo terror que los Padres Fundadores de Estados Unidos se ingeniaron para sortear al redactar, después de debates complejísimos, la constitución del país y otras arquitecturas institucionales que permitieron crear una república que se convirtió en el experimento social (artificial) más exitoso del mundo. La idea de cómo mantener unido lo radicalmente diferente que tiene su expresión en el primer lema oficial del país, antes incluso del rozagante In God We Trust de los dólares: el virgiliano “e pluribum unum”.
Y toda esa discordia americana agiganta la figura del presidente que se va. Durante ocho años Estados Unidos tuvo un presidente que ejemplificó la superación de esas “grietas”, por usar la horrenda palabra que circula entre nosotros. Obama fue una anomalía, uno de esos cantos del cisne, de un país que se caracteriza por producir en el último instante figuras que contradicen y le tapan la boca a los gigantescos prejuicios que construimos incesantemente sobre él quienes lo vemos de afuera. Después de las dos presidencias de Dubya Bush, con su letal hundimiento moral y material, Obama emergió del horizonte como una estrella inesperada. Todo en él contrastaba con el paisaje de cinismo, paranoia e histeria que dejaban los republicanos. Hijo de un keniata de fugaz paso por una universidad americana y una mujer blanca de Kansas, criado en Hawaii (el más lejano y exótico estado norteamericano), en Indonesia (donde siguió a la familia ensamblada que armó su madre), y en Chicago. Abogado cum laude en Harvard, parte de la progresía negra que se vuelca al trabajo social en los guetos raciales de las grandes ciudades, excelente organizador callejero, mulato que combina el background de los civil rights con la pertenencia al cuerpo de profesores de una de las mejores universidades de ciencias sociales del mundo (la de Chicago), Obama fue (es) una de esas aves raras que contradicen las sociologías fáciles de la miseria de las minorías. En 2004, en medio de una convención demócrata fúnebre – era la reelección cantada de G. W. Bush después de los atentados – dio un discurso en el que ligaba su rara biografía personal con el destino prometido del país. Uno de esos discursos que los americanos aman en el que un individuo se ofrece de cuerpo presente como ejemplo de las potencialidades de la nación.
“No hay otro país del mundo en el que mi historia fuera posible”, dijo en aquel discurso en el que levantó a los militantes demócratas que esperaban la nominación oficial del malogrado candidato John Kerry. Era entonces, Barack Obama, el senador junior de Illinois, un negro desconocido que desde el atril se presentaba a un país en guerra con Medio Oriente. Todo en ese tipo parecía negativo para el contexto de la psicopatía antimusulmana post 9/11. Empezando por el nombre: Barack Hussein Obama. Que rimaba con oprobiosamente con Osama, la mastermind del Eje del Mal. Ni siquiera era un negro con la sangre azul de los siglos de esclavismo sudista, no tenía antepasados esclavos, no podía remontar su ciudadanía a la declaración de emacipación de Lincoln, no poseía el curriculum vitae de humillaciones y ofensas que van desde los barcos que cargaban esclavos aterrorizados en el África occidental destinados a las plantaciones de algodón y de ahí a las luchas de los derechos civiles de los años 50 y 60. Obama era un especie rara que escapaba por arriba del laberinto trágico norteamericano: un mestizo criado por una madre blanca soltera, un negro educado en la Ivy League, un hijo perdido de un funcionario africano. La negación y la última esperanza, al mismo tiempo de las identity politics, tan diferente a los otros líderes negros que tentaron la presidencia de EE. UU., los Al Sharpton, los Jesse Jackson, alguien que no puede remontar su genealogía a un esclavo de Nueva Orleans, ni a un campesino explotado de Alabama, ni siquiera a un obrero de los rascacielos de Chicago y que en ese mismo discurso consagratorio de 2004 dice entre los aplausos de la multitud que “no se trata de lograr una Ámerica progresista o conservadora, ni una Ámerica negra, blanca o latina, sino de forjar de una vez por todas los Estados Unidos de Ámerica”. Obama ganó la presidencia, en el turno siguiente, en 2008, al circunvalar la victimización de la raza, al convertirse en el primer presidente que convirtió su raza no en un reproche histórico sino en una promesa, al apostar por la seducción y no por la culpabilidad.
Así le ganó hace ocho años a Hillary Clinton, tal vez la persona que más se preparó en la historia de la política norteamericana para ser presidente. Todo en Hillary respira status presidencial. No es difícil imaginarla de niña frente al espejo de su casa jugando a “ser presidente”. Pero Hillary, en algún momento de la humeante y excitante década del 60 se casó con Bill Clinton, ese primer presidente negro, blusero, sureño y quilombero que forjó una identidad nueva para los demócratas que ahora se le vuelve en contra a su mujer. Hillary es la progresista perfecta, educada, con experiencia, sensible, fría como el hielo cuando los requerimientos de Washington lo necesitan (recordemos aquella foto en el security room durante el asesinato quirúrgico de Bin Laden) pero no puede deshacerse del peso de pertenecer a una neo dinastía política que los norteamericanos ven con desconfianza. Tal vez Hillary pague las consecuencias de la anomalía histórica que encarnó Obama: un progresismo en tiempos de reconfiguración mundial, un presidente de un país en deriva hacia la polarización política, cada vez más dominado por los “intensos” que traccionan a sus partidos (a ambos partidos) hacia opciones extremas, un país que después de los ocho años de gobierno de Obama ya no cree en la concordia de ese presidente inesperado, excepcional, y quiere resolver en las urnas los conflictos larvados que acumula. Si eso es así, no habrá lugar para el mérito político sino más bien para el drama/////PACO