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Escrito por las periodistas estadounidenses Sheera Frenkel y Cecilia Kang, Manipulados. La batalla de Facebook por la dominación mundial es la última y probablemente la más descolorida pieza de una larga saga editorial autodefinida por intentar vender, una y otra vez, “el libro que Facebook no quiere que leas”. Pero, vamos, ¿por qué Facebook no lo querría? La marea construida durante años con documentales, películas y libros acerca del modo en que la corporación Facebook “nos manipula” a través de Facebook, WhatsApp e Instagram es tal que, prácticamente, representa una categoría particular del suspenso masoquista en la industria del entretenimiento, al punto de que cualquiera puede comprobar que hasta en Netflix esto tiene su propia sección. Aun así, las acciones de Facebook Inc. no dejan de subir desde que llegaron a Wall Street en 2012, y si hoy están en un pico que los analistas de mercado llaman “histórico”, es porque todavía desconocen qué tan alto van a estar mañana, cuando el “metaverso” envuelva aún más nuestra vida.

El problema no es que el libro de Frenkel y Kang, al igual que tantos otros productos semejantes sobre la “manipulación” que Silicon Valley ejerce sobre nuestras conciencias sea malo (tal vez no lo sea), sino que, para decirlo en los términos žižekianos más simples, esta aparente alienación de nuestra vida en libertad y de nuestra vida política en democracia no ocurre porque hayamos dejado de creer en nuestro propio poder, fríamente desmontado por la constelación tecnológica de las apps, sino porque nos cuesta confiar en los políticos encargados de diseñar y ejercer las directrices de ese poder. En tal caso, hasta que alguna reacción más o menos emancipadora reinvente el sentido de nuestra libertad política frustrada, lo evidente es que una parte de la angustia que esto provoca se sublima bajo distintas versiones paranoides de “manipulación”, gracias a las cuales podemos atribuirle incluso lo que pensamos y votamos al conglomerado más oportuno de apps, hackers, trolls o fake news al alcance de nuestra culpa, mientras que otra parte, con un componente más cínico y peligroso, se entrega de manera incondicional al simulacro psicopolítico de una libertad plena y realizada, como si no estuviera pasando nada cuestionable ni sospechoso a nuestro alrededor.

En breve vamos a explicar qué significa esto de “psicopolítico” y por qué quienes naturalizan estas reglas de juego son más dañinos que quienes prefieren dar por perdida su libertad. Pero antes, y para insistir un poco más en que la clave de toda esta cuestión es eminentemente política antes que tecnológica, podríamos preguntarnos algo fundamental. ¿Cómo fue que nuestra vida en la burbuja se redujo a esto? Es decir, ¿en qué momento nos resignamos a creer que, bajo la narrativa de la paranoia o la pereza, era más fácil cederle a Silicon Valley las prerrogativas para decidir sobre lo que es conveniente e inconveniente, liberador u opresivo, relevante e irrelevante, bueno o malo? ¿En qué punto la correspondencia anímica entre lo que somos y hacemos le fue concedida a la lógica calculadora de las pantallas y la frontera entre “apocalípticos” e “integrados” en nuestra existencia digital se convirtió en una zona de distinción entre vencidos no competitivos y perdedores competitivos?

Apple Park, en Cupertino, California, una de las arterias de Silicon Valley.

Tal vez ahora sea necesario un poco de historia. El primero en percibir hace más de diez años que Silicon Valley nos estaba encerrando en una burbuja de algoritmos y Big Data fue Eli Pariser, un ciberactivista inocuo pero cuya sensibilidad para la bondad le permitió notar que los filtros personalizados de datos nos estaban convenciendo de algo de consecuencias malignas, ya que rápidamente convertían nuestro mundo en una isla estrecha “cuando en realidad es un continente enorme y diverso”. Para demostrarlo, en su libro El filtro burbuja Pariser ensaya una rápida genealogía del “Me gusta” de Facebook y Twitter para probar que lo que logra mayor atención es lo que logra más “Me gusta”, y lo que logra más “Me gusta” suele ser lo más “agradable”. En este mundo asépticamente amigable, por lo tanto, lo que la “burbuja de filtros” instala es un recorte sesgado de la realidad, a partir del cual quedamos cada vez más lejos de quienes participan de intereses, ideas, opiniones, consumos y gustos distintos a los nuestros y cada vez más cerca de quienes participan de intereses, ideas, opiniones, consumos y gustos idénticos a los nuestros. En la “burbuja de filtros”, concluía Pariser, está la raíz contemporánea de un equívoco, ya que “crea la impresión de que nuestro limitado interés personal es todo cuanto existe”.

Todo esto, por supuesto, es arqueología de la comunicología. Pero la historia da un giro, porque a pesar de las advertencias contra las operaciones psicopolíticas de Silicon Valley ―operaciones algorítmicas destinadas a “reforzar nuestros puntos de vista y hacernos ver lo que queremos ver”, de modo que realicemos un despliegue más satisfactorio y consumista de nuestra realidad expulsando lo distinto― lo que ocurrió es evidente: en lugar de rechazar los artificios en favor de un sesgo de confirmación anticipatorio y controlador de multitudes ―de ahí su carácter “psicopolítico”―, los internalizamos y los subjetivamos con orgullo, hasta convertirlos en el sustrato de nuestro narcisismo. Dicho de otra manera, no solamente aceptamos vivir en una “burbuja de filtros” diseñada por empresas privadas, sino que son cada vez más quienes se jactan de vivir en una “burbuja de filtros” hecha por sus propios caprichos y a través de la cual pueden “bloquear”, “dejar de seguir” y “silenciar”, sin ninguna culpa, a quienes les resulten incómodos o inconvenientes. En este punto, podríamos discutir si el aporte teórico de Eli Pariser a la historia de internet no resultó una confirmación del viejo refrán que dice que el camino al Infierno está empedrado de buenas intenciones. Pero lo que no parece tan discutible es que nuestra hipertrofia narcisista es la oportunidad más acabada para que muchos puedan revolcarse en una casa de espejos a la exacta medida de sus limitaciones. Ante el riesgo de cruzarnos con cualquiera capaz de ofendernos, nos encerramos entre quienes sólo son capaces de adularnos. En consecuencia, ingresamos en lo que, siguiendo la astucia de Peter Sloterdijk, podemos llamar “un régimen afectivo” en el que se desarrolla un “narcisismo de masas”.

Ahora bien, si esto explica, en parte, por qué las grandes marcas tecnológicas nunca perderían tiempo y recursos oponiéndose a ningún libro escrito para contarnos lo que ya sabemos y nosotros mismos practicamos, lo que resta indagar es qué pasa cuando una enorme masa de narcisismo ingresa en la misma trayectoria de una enorme masa de libertad política frustrada. Es decir, ¿qué pasa cuando a mayor despliegue de una cosa incrementamos el despliegue de la otra? ¿Habrá otra pregunta política tan urgente sobre la fragilidad espiritual de nuestra vida en la burbuja? ¿No es esta la auténtica situación extrema de nuestra época, aunque apenas asome en la forma de esas insistentes recomendaciones en YouTube y Spotify que nos dicen qué tenemos que ver y oír para seguir siendo quienes somos? Antes de indagar en esto, me gustaría dejar asentada una frase que, aunque suene extraña o ilusa, ayuda a fijar cierto horizonte. La frase es: en el verdadero pensamiento se piensa un peligro.

Facebook Campus, en Cupertino, California, otra de las arterias de Silicon Valley.

Si levantamos la cabeza de las pantallas y vemos lo que pasa allá afuera con cierta perspectiva histórica, podríamos admitir que el blindaje narcisista contra el terrorismo de las almas al que nos acostumbramos tras dos décadas de sociabilidad digital en la burbuja es poco más que una versión refractaria, y a escala individual, de dos décadas simultáneas de estado de seguridad contra el terrorismo de los cuerpos. Y si admitimos esto es porque, en el verdadero fondo del asunto, están el miedo y su contracara más grisácea, la moderación. Nuestra verdadera frontera, por lo tanto, es el miedo: a la inadecuación, al desentono, al ridículo, a la improvisación, al error, al peligro. Para acostumbrarnos a vivir en el miedo, nos convertimos en individuos moderados por ―y moderadores de― nuestro narcisismo. Y al someternos a una existencia de individuos moderados y moderadores de nuestro narcisismo, resignamos el sentido de nuestra libertad y, en consecuencia, nuestro pensamiento. En este punto, hay que aceptar que las cosas son más complejas que “la batalla de Facebook por la dominación mundial” (de la venta de datos personales para la publicidad comercial y política segmentada, habría que agregar con algo de justicia).

Reelaboremos, entonces, la estructura de este equívoco. La primera trampa está en desconocer que, aunque disfrutamos de la idea tranquilizadora de que Mark Zuckerberg nos “manipula”, en realidad somos nosotros los “manipuladores”, incluso de nosotros mismos. Y la segunda trampa está en creer que todo se resolvería si hacemos un fantástico switch off, transformando así cualquier potencial asomo de negatividad en simple negación, o si, peor aún, nos entregamos a los gurúes del miedo. No es casualidad que entre los muchos equívocos de la burbuja se multipliquen siempre con algún otro librito de pastoreo psíquico a la venta los gurúes del miedo al amor y el sexo, los gurúes del miedo a la comunicación o los gurúes del miedo a la política[1]. Sin duda, estos meritócratas del “Me gusta” son los más altos exponentes del status quo de nuestra vida en la burbuja: para ellos la libertad es plena y realizada, casi vulgar; el problema son los incapaces de adaptarse, los que insisten en la molesta sensación de inadecuación frente a las pantallas. Pero el gran inconveniente para estas trampas es que en el verdadero pensamiento se piensa un peligro. ¿Y esto qué significa? En esencia, que para empezar a escaparse un poco del miedo y la moderación y restablecer la responsabilidad sobre nuestra libertad, no tendríamos que escaparles a la angustia y al tedio que pavimentan la superficie narcisista de nuestra vida en la burbuja, sino abrazarlas hasta llegar a la zona de descarrilamiento del mundo y de nosotros mismos. Es entonces cuando, en oposición a lo que Silicon Valley considera beneficioso y sugerible, se puede pensar. Pero, ¿pensar precisamente qué? En principio, el equívoco que la “burbuja de filtros” y sus colaboradores sobreadaptados presentan siempre como si se tratara de simple paranoia o llana normalidad, es decir, como lo que no debería ser pensado. Lejos de ser una novedad, esta es la lección inaugural del pensamiento: en relación al hombre, nada tiene más éxito que la decadencia ni es más apremiante que lo aparentemente impensable. Y por eso, a pesar del riesgo del error, en el verdadero pensamiento se piensa un peligro.

Por otro lado, como lo muestran casi todas las líneas escritas por el crítico romántico Byung-Chul Han, la alternativa al peligro de pensar está a la vista. Resignados, habitamos nuestra vida en la burbuja mirando lo que se espera que miremos, leyendo lo que se espera que leamos y consumiendo lo que se espera que consumamos, y de este modo nuestra existencia se vuelve cada vez más ―como dice Han― paliativa. Lo más cómodo en los modelos de vida en la burbuja, al fin y al cabo, está en que nadie tiene que pensar, y eso es lo que experimentamos como la mayor libertad. ¿Inmunizarnos contra el peligro de la libertad para errar, entonces, no es peor que cualquier alternativa? Pero, ¿qué pasa si separamos al pensamiento del peligro? ¿Por qué el peligro del error debe ser un privilegio controlado por las máquinas? Aunque tal vez nada de esto importa, porque a medida que la enorme masa de narcisismo en la que amoldamos y somos amoldados por el mundo produzca fricciones más ruidosas con la enorme masa de libertad política frustrada por el miedo y la moderación, la amenaza del pensamiento, de una manera u otra, va a crecer. Y, una vez más: en el verdadero pensamiento se piensa un peligro. Para terminar, y en honor a la arqueología de la información, queda a nuestro alcance un buen ejemplo.

El lejano lunes 4 de octubre de 2021, durante un lapso de cinco horas, Facebook, WhatsApp e Instagram dejaron de funcionar, y mientras Wall Street jugaba a especular que Zuckerberg había perdido 7.000 millones de dólares, Twitter se convirtió en el Muro de los Lamentos espontáneo de una masa narcisista tan desorientada, que ignoraba si de repente tenía el derecho a sentirse un poco más libre de la tarea de agradar o si, en cambio, había probado la libertad de sentirse un poco menos demandada. Estoy seguro de que ya casi nadie lo recuerda, pero por momentos era esta angustia política, y no la obvia abstinencia, la que se respiraba con absoluta claridad en el aire. Ese día nuestra vida en la burbuja no se volvió mucho más relajada, sino mucho más opresiva. De repente, percibimos lo que había allá afuera. Y aunque sólo se tratara de la tentación de renovar nuestros catálogos de miedos, lo cierto es que uno nunca puede deshacerse de lo que vio ni evitar la tentación peligrosa de pensar. Con suerte, a medida que estos episodios se repitan, esa opresión va a crecer. Pero, ¿cuánto estamos dispuestos a soportar? Lamentablemente, esa frontera no van a decidirla ni las máquinas algorítmicas ni los CEOs que las administran en Silicon Valley///////PACO[2]


[1] Hace 31 años, David Le Breton escribió en Antropología del cuerpo y modernidad que se habla tanto más de comunicación, de contacto, de calor, de bienestar, de amor, de solidaridad, cuanto más estos valores abandonan el campo social. “Entonces, en este vacío de sentido, proliferan los especialistas en la comunicación, en el contacto, en el calor, en el bienestar, en el amor, en la solidaridad. Lugares y tiempos previstos para tales fines, productos y servicios despliegan, de a pedazos, estas obligaciones sociales que llevan al sujeto a buscar en la esfera privada lo que no puede esperar de la vida social ordinaria”.

[2] Una versión de este texto se publicó en Aguinaldo #4 – Frontera & Suerte

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