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No todo lo que se puede decir es correcto

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Cada foja erótica de Sol por un rato de Yanina Audisio se hace carne en la devolución de una carencia acorralada por la letra. El subterfugio de la metáfora nos demuestra una vez más una falta de rendición ante la necesidad y la dificultad.

El erotismo hilvanado en cada palabra nos desplaza hacia la furia de no poder acceder al candor nocturno. Para la poeta la “ternura es desobedecida” por los avatares del cuerpo. Y el alma es el cuerpo: ¿habrá amor?

Toda esa decadencia febril que a veces surge en un verso claro prosado en el ritmo del tiempo exacto, le hace decir: “no hablemos de amor”.

Hay algo de bestial itinerante en la sucesión de prosas poéticas: “el animal que no soltás celebra funerales”. Sin embargo; “todo lo que nos damos con el cuerpo será poesía”, dice la escritora que nos convoca, sin claudicar en la entonación de su modo desgarrador que es una especie de aprehensión, no sobre esa forma de amor que quiere mostrar, sino de una falta.

El hambre erótico se desencadena devorando la sustancia y la precariedad de la palabra, donde lo “posible” es “desaconsejable”.

La remoción del placer al decir: “el placer es un crecimiento vegetal en la orillita de los desiertos”. Nótese el adjetivo vegetal que conjuga una especie de rendición, que solo es evocada en otros poemas por el desenfreno.

“La lengua” corrige “la puntuación”; el no dejar punto al final de cada prosa poética como si el erotismo continuara en algo que no se puede revelar, solo cabe la página en blanco, como la petit mort de un orgasmo necesario pero inefable.

No todo lo que se puede decir es correcto, y la corrección dirige cada prosa, como un ángel que limita la posibilidad de predicar. Quiero decir: cada predicado es preciso. Esa precisión poética es una de las características de Yanina Audisio. Sin pestañear ante la luz, la poeta no se enreda en alegorías sexuales, sino que las transita linealmente como si fueran una costumbre antigua. Y aunque el sexo es una antigüedad para la mayoría de los buenos poetas, en Yanina asume la forma de una urgencia velada por la metáfora. Para la poeta “su cuerpo es el único animal que no puede espantar”, pero a la vez parece, y esta es una observación que amerita el lugar común, no desea espantarlo.

La referencia al Minotauro, Teseo y el laberinto parece tardía, pero promedia el libro y lo hace más interesante. En efecto, el erotismo puede ser considerado un laberinto para todos aquellos que lo experimentan como una actitud de vida.

El libro es una unidad bien concatenada y se concentra en una meticulosidad que es plausible en tanto profundiza el pensamiento que genera.

El beso es una constante que no se puede perder en el juego entre los cuerpos, es exclusivamente poético; se pierde en la vida cotidiana, pero no en la pasión que se hace letra sucesiva hasta asustarnos por la dimensión del tiempo que puede durar un solo acto. Y el acto no es una ilusión, funciona como el principio de realidad amatorio. Una relación que “imponía hacer arte hasta rompernos”, es tan pasional como febril y brutal. Pero atenuada por su estructura que pondera lo que queda como ceniza del fuego simbólico del contacto. Así el nosotros se encuentra conjugado uniendo palabras que asumen el brillo de quien sabe de ellas.

El error también es parte de la ambientación de los poemas, es una mueca más de un mimo inexistente que desmadra la sinrazón de la revelación: “Me dejás en la boca estrellas nuevas, sí, pero de una noche equivocada”.

Además el deseo no puede arder porque se elabora entre “corazones arrasados”, donde la inutilidad de la pasión aflora de la misma manera que el miedo de una despedida a tiempo.

El recorrido por el infierno de una farsa es el sol, que es el consuelo de una mujer desesperada y a la vez firme, sosteniéndose en una especie de mal plácido y aparente. Es allí donde las “acrobacias de la lengua” pesan en la letra desmedida.

Cuando la poeta dice “la muerte siempre estuvo ahí”, deja lo sentimental para adentrarnos en una definición categórica de una relación imposible que no puede ni debe olvidarse por su pureza.

Es que cuando “en la ferocidad, el día paga sus infamias”, el mismo se comparte para despejar el mero instante de placer para arribar a lo cotidiano. Y la que escribe no quiere retractarse de este pensamiento de imposibilidad concluida.

De lo que se ha dicho nada podría encajar fuera de la propias contradicciones de centrar el erotismo junto al dolor y la desesperanza, que a la vez es refractaria y surge como otra posibilidad de placer en un continuo que no terminará en las páginas de este libro, que no mide su final con un punto sino que nos condena a rever nuestras condiciones efímeras de amar.////PACO

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