¿De qué se trata Our Nixon? Después de ganar las elecciones de 1969, Richard Milhouse Nixon pisa la Casa Blanca junto a un equipo de asesores políticos cuya única experiencia laboral había sido en la publicidad. Inauguración relajada en los jardines, elogios calculados en la prensa, globos soltados como una catarata festiva desde una terraza ‒con los colores del partido republicano pero también amarillos‒; lo que Richard Nixon había aprendido de mala manera durante sus años previos en la política ‒y lo que había aprendido sobre cómo la política debía comunicarse en los medios a partir de su famoso debate televisivo con JFK‒ era que los publicistas (jóvenes, dinámicos, motivados, ingenuos, drásticamente obedientes) iban a ser la columna vertebral de una renovada construcción de poder basada en consensos mensurables en polls, centímetros impresos de editoriales favorables y una “comunicación estratégica” eficiente. De hecho, llegado el momento, incluso el final de la guerra de Vietnam iba a resolverse con timing mediático.

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Después de ganar las elecciones, Richard Milhouse Nixon pisa la Casa Blanca junto a un equipo de asesores políticos cuya única experiencia laboral había sido en la publicidad.

Que esos publicistas que habían caído con sus paracaídas alegres sobre la realpolitik hubieran sido capaces de filmar a Nixon y filmarse entre ellos a cada momento, nada más que con equipos hogareños, hoy puede encontrarse como una versión ingenua y casi primigenia de las prestaciones comunicacionales de Snapchat. Y que esos mismos publicistas inexpertos en política hayan dirigido a Richard Nixon hacia una de las mayores catástrofes de la política norteamericana del siglo XX sin duda podría leerse, a la distancia, como una advertencia inquietante sobre lo que pasa cuando las fantasías de Mad Men se mezclan con las de House of Cards (y si esta es la única referencia pedagógica más o menos exacta del nivel de preparación profesional de los snapchateros gubernamentales, es casi imposible saberlo; las redes sociales son por momentos tan surrealistas que hasta en Twitter los violadores terminan siendo defendidos por los impotentes).

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Comunicar poder y construir poder tal vez no sean dos actividades distintas sino exactamente la misma.

Ahora bien, por un lado, comunicar poder y construir poder tal vez no sean dos actividades distintas sino exactamente la misma, y, por otro, aunque los seres humanos siempre han vivido con el temor de algún terrible apocalipsis, hasta hace muy poco no habían contado con la posibilidad de que ellos mismos pudieran ser los causantes de esta catástrofe. El Bafici ofrece al respecto algunos ejemplos menores. Antes de que empezara Our Nixon, el director del festival ‒un periodista con opiniones formadas sobre chocotortas‒ improvisó una breve rutina de stand-up en la que contó que la inoperancia de los programadores había sido tal que las dos películas de la misma directora ‒Penny Lane, una chica simpática con un traductor tan relajado que le inventaba frases enteras‒ se habían programado para el mismo día en el mismo horario. Por lo tanto, Penny Lane iba a presentar Our Nixon en una sala pero iba a responder preguntas al final de la película que se proyectaba en la otra (una verdadera pena, porque Our Nixon es tan sólida y autoconcluyente que la única pregunta para Penny Lane habría sido acerca de su nombre; o, en tal caso, por qué cree que los contribuyentes porteños deberían comprar derechos de un documental que, además de tener tres años de antigüedad, ya se vio en Rotterdam). En fin, también fue una pena que el director del festival hubiera salido de la sala antes de que varias personas empezaran a chiflar mientras aparecían en pantalla las publicidades (algo lisérgicas, es cierto) del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires ‒y gritaran, entre risas más bien consensuadas, y más allá de las múltiples diferencias doctrinarias e ideológicas entre macrismo y larretismo, “chorros”‒, y fue una pena precisamente porque ese prólogo espontáneo ante los efectos de la publicidad y su superposición directa con la política eran, en parte, asunto de la esencia misma de Our Nixon.

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Una pena que el director del festival se hubiera ido antes de que varias personas chiflaran a la pantalla mientras mostraban publicidades lisérgicas del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires.

Pero, ¿cómo era y cómo funcionaba aquel primitivo Snapchat analógico de Richard Nixon producido por sus publicistas-asesores, esos mismos caballeros que terminaron provocando la explosión de Watergate? Bueno, era y funcionaba más o menos igual que el Snapchat de cualquier presidente actual, con la diferencia de que el de Nixon había empezado a atolondrarse a los cinco años de gestión, mientras que el de Mauricio Macri recibió burlas de Fernando De la Rúa en menos de cinco meses. Pero esos son detalles disculpables a través del tiempo y los meridianos. Por otro lado, que esas grabaciones espontáneas de Richard Nixon en la Casa Blanca, en el Air Force One y en las giras alrededor del mundo pudieran terminar confiscadas por el FBI durante cuarenta años abre algunas preguntas interesante. ¿Y si alguno de los asesores-publicistas de Mauricio Macri, por ejemplo, hubiera filmado y subido a Snapchat un simpático segmento del viaje presidencial en el helicóptero de Joe Lewis en Río Escondido? ¿No sería posible que una denuncia penal por la presunta violación del artículo 18 del Código de Ética Pública desembocara en el allanamiento de las oficinas de esa red social? ¿Y si hubiera grabaciones por el estilo hechas durante alguna misión diplomática a Panamá? Ese era el tipo de situaciones que tampoco imaginaban en su momento H. R. Halderman ni John Ehrlichman mientras, como dicen, “documentaban sus experiencias con cámaras Súper 8”.

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Que las grabaciones de Richard Nixon que hacían sus publicistas en la Casa Blanca pudieran terminar confiscadas por el FBI durante cuarenta años abre algunas preguntas.

El resto de la performance de los publicistas en la Casa Blanca la ilustran las grabaciones del propio Nixon en el Salón Oval mientras su gobierno se desangra entre acusaciones, sospechas, encubrimientos, más acusaciones y finalmente la penosa sucesión de renuncias que terminan con la del propio Nixon en 1974. Lo que resta se organiza en distintas preguntas. ¿Qué dice la historia política contemporánea sobre el desempeño de los publicistas cuando asumen papeles estrictamente políticos? ¿Pueden los vendedores de ilusiones sostener a un poder ejecutivo? ¿Qué fueron puntualmente capaces de hacer los asesores de Richard Nixon ante las acusaciones de corrupción contra su jefe? Our Nixon sugiere que las respuestas que puedan encontrarse a finales del siglo XX probablemente no agotan la experiencia de lo posible en los primeros años del siglo XXI. Y hablando de cine, publicistas e ineptitud para la gestión: alguien, que no soy yo, se llevó en mi nombre mi credencial de prensa para el Bafici, la misma credencial espectral que el propio Bafici había sido incapaz de imprimir y entregar en tres oportunidades distintas. Según el escote amable de la porrista oficial del Bafici que reveló la misteriosa existencia de un impostor ‒en realidad eran unos ojos claros y severos que dijeron que, de hecho, cualquiera puede llevarse una credencial si dice ser el que aparece en la foto‒, si me ocupo una vez más de pedir mi credencial, pueden “hacerla en el momento” y también hacer que sea “la credencial gris, para compensar”. ¿Servicios de inteligencia? ¿Oscuros perseguidores políticos? ¿Una conspiración al estilo de las que imaginaría César Aira? Quién sabe. La fantasía de llevar una credencial de prensa colgada del cuello, con un orgullo idéntico al de todos esos críticos de cine amorfos dando vueltas por el Bafici, tal vez no se realice este año. Si me preguntan, mi hipótesis principal es que la Cienciología y Tom Cruise me consideran un potencial supresor//////////PACO