Cuenta la anécdota que al escritor Henry Bellamann le llevó un buen rato convencer a la secretaria de la firma Ives & Merick en Nueva York de que el presidente de la compañía, después de una breve correspondencia, lo había citado para una entrevista. El presidente de la compañía era además un compositor casi desconocido cuya música había despertado el interés de Bellamann. Charles Ives lo recibió en su oficina y para ese entonces, en 1919, era un padre de familia de cuarenta y siete años que, aprovechando las noches después del trabajo y los fines de semana, había escrito, sin preocuparse demasiado por que fuera interpretada o difundida, una de las obras más originales del siglo XX. Después de graduarse en composición en Yale, donde había asistido a las clases de Horatio Parker, Ives, consciente de la naturaleza poco comercial de sus obras, no creyó que la música fuera una opción viable –“¿cómo un compositor puede dejar que su esposa y sus hijos se mueran de hambre mientras escuchan sus disonancias?”– ni estaba dispuesto a hacer las concesiones que un compositor tiene que hacer para formar una familia. Entonces se mudó a Nueva York y entró a la Mutual Insurance Company, en la que trabajó un tiempo hasta que junto con su socio Julian Meryk fundó su propia empresa. Algunas de las ideas de Ives, como un programa de adiestramiento para vendedores y el
Amount to Carry, un manual que se convirtió en la Biblia de la venta de seguros, tuvieron resultados inmediatos en el ascenso de la firma. De hecho, como le comentó a Bellamann, en el mundo de los negocios había encontrado “una mayor amplitud de espíritu y una mejor disposición a examinar atentamente las premisas fundamentales de algo nuevo que en el mundo de la música”. Bellamann, cuando salió de la oficina de Ives, después de tres horas de conversación, le mencionó el episodio a un banquero de Wall Street que no le creyó que hubiera podido pasar todo ese tiempo con el presidente de la compañía de seguros más importante del país.


Después de graduarse en composición en Yale, donde había asistido a las clases de Horatio Parker, Ives, consciente de la naturaleza poco comercial de sus obras, no creyó que la música fuera una opción viable.

“Mira, Charlie, mira al viejo John. Mira su cara y escucha la música de los siglos. No prestes demasiada atención a los sonidos, porque si lo haces, perderás la música. No tendrás, Charlie, un salvaje y heroico viaje al paraíso solo con sonidos bonitos”. El viejo John Bell era uno de los tantos campesinos que asistían a los servicios religiosos que se celebraban al aire libre en Danbury, el pueblo en el que Ives creció. Las congregaciones entonaban al unísono los himnos de la iglesia presbiteriana y desde muy temprano –Ives trabajó como organista en la iglesia del pueblo desde los trece años – notó cómo la melodía de los himnos se veía envuelta por una especie de neblina de sonido producida por las diferencias de afinación. De esos escenarios rurales norteamericanos tomó la sensación de pluralidad y vastedad que se traduce en las complicadas polirritmias de obras como Three Places in New England (“¡Fue maravilloso como salió! Como una reunión pueblerina en la que cada uno tiene algo para decir”, le contestó a un director que se disculpaba por una ejecución desprolija). George Ives, su padre, además de ser el director de la banda de Danbury –después de la Guerra Civil había una en cada pueblo estadounidense– era aficionado a la experimentación. Entre las muchas anécdotas que Ives contaba sobre su padre –un día, para desafiar su afinación, le hizo cantar Swanee River en mi bemol mientras se lo acompañaba con el piano en do– la que más recordaba era la del día en que, para una evento deportivo, se le ocurrió hacer desfilar a dos bandas al mismo tiempo. Hay que imaginar a Charlie en un parque de Danbury, de pantalones cortos y parado en medio de la gente con una pelota de béisbol en la mano. En un extremo de la calle su padre dirige una de las bandas, con un violín o una batuta, marchando y arengado a los bronces. En el otro extremo, la banda del pueblo vecino avanza en dirección contraria. Las dos bandas se acercan, tocando dos melodías diferentes, hasta que el joven Charlie ya no puede distinguir ninguna en un ensordecedor y estimulante bloque de sonido. Desde ese día Charlie supo que la música no era un conjunto de reglas o de convenciones heredadas sino un salvaje y heroico viaje al paraíso.


En el mundo de los negocios había encontrado “una mayor amplitud de espíritu y una mejor disposición a examinar atentamente las premisas fundamentales de algo nuevo que en el mundo de la música”.

“¡Los premios son las divisas de la mediocridad!”, le dijo Ives a un fotógrafo del The New York Times que logró convencerlo para hacerle unas fotos. El Pulitzer que le otorgaron en 1947 por su Tercera Sinfonía era una suerte de anacronismo. Los críticos que descubrieron la música de Ives cuarenta años después de su creación creyeron identificar la influencia de Hindemith o de Stravinsky en obras escritas mucho antes de 1920, época en la que le detectaron una afección cardíaca. Los problemas de salud lo alejaron de la composición y de la vida social, y en 1951 le impidieron asistir al estreno de su Segunda Sinfonía en el Carnegie Hall. El director, Leonard Bernstein, se ocupó de que la familia de Ives tuviera un lugar en el palco, cerca del escenario. “Pero, entonces ¿les gusta?”, preguntó la señora Ives cuando alguien le pidió que se diera vuelta para hacerle notar la ovación del público. Su incredulidad se debía en gran parte a las constantes frustraciones que su marido había tenido que soportar, como la tarde en que un violinista huyó de la casa de los Ives gritando: “Esto no se puede tocar, es horrible… esto no es música, no tiene ningún sentido”. Esa clase de episodios lo llevaron a cambiar radicalmente su actitud hacia la difusión de sus obras –solo estaban disponibles para quien las solicitara– y a preguntarse: “¿Será que hay algo malo con mis oídos?”. Pero Ives, que se la pasó luchando contra los que “suelen confundir la belleza en música con algo que permite a los oídos recostarse en un sillón” siempre terminaba por responderse: “Pero yo escucho otra cosa”.


Los críticos que descubrieron la música de Ives cuarenta años después de su creación creyeron identificar la influencia de Hindemith o de Stravinsky en obras escritas mucho antes de 1920.

La música de Ives es inclasificable. El uso de instrumentos no convencionales, la citas de una amplia gama de material musical, las polirritmias, la politonalidad y la microtonalidad son algunos de los elementos que se pueden encontrar en sus obras. Más complicado es definir su relación con la tonalidad ya que, como señala Charles Rosen, las relaciones tonales que Ives crea están cargadas de un irónico efecto de distanciamiento. Desde un principio las ideas fundamentales de su estética se orientaron hacia la posibilidad de eludir la retórica y la repetición (Ives hablaba de las trilladas combinaciones de sonidos que generan hábito, como si fuera una droga a la que el oído se acostumbra). Aunque ese rechazo por la explicación y la simetría no proviniera de un apego a la sistematización teórica –como comentaba el compositor Bernard Herrman: “Los que buscan la técnica de Ives pierden el tiempo, porque no tenía ninguna. Creo que inventaba una técnica para cada obra”– la búsqueda de eludir un discurso retórico lo acercaron a un compositor vienés que, cuando llegó a los Estados Unidos, se interesó por su obra. Arnold Schoenberg fue el primero en entender las consecuencias que la saturación cromática debía producir en la forma musical y, siguiendo los desarrollos temáticos de Brahms, demostró que si bien la repetición puede ser agradable “una mente despierta exige que se le hable en lenguaje breve y concreto”. Schoenberg, en los últimos años de su vida, tuvo que dedicarse a dar clases particulares de composición para poder sobrevivir (los 38 dólares de pensión de la Universidad de California no le alcanzaban para mantener a su mujer y a sus tres hijos). Cuando murió en Los Ángeles, su mujer le envió a los Ives una nota que su marido había escrito en un cuaderno: “Hay un gran hombre viviendo en este país, un compositor. Ha resuelto el problema de cómo preservar su autoestima y aprender. Responde a la negligencia con desdén. No está obligado a aceptar elogios o rechazos. Se llama Ives”///////PACO