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Por María Velo

I
Muere el artista. Y, mucho antes del entierro, de la mortaja, mucho antes de la oscuridad, millones de gusanos nos arrojamos a catar su carne. ¿Es suficientemente nutritiva? ¿Deja los elementos necesarios para nuestra alimentación neuronal? ¿Pasará el suficiente tiempo antes de que se ponga rancia? ¿Podremos dejarle a nuestra descendencia una ración de esta carne de León para que puedan alimentarse?

Una serie de preguntas estructuran las necrológicas, preguntas que buscan producir algún tipo de control de calidad, como si la vida del artista fuese, de alguna manera, un proyecto que algún dios empresario diagramó y llevó a cabo a través del mismo, algo que debería haber sido de alguna manera, algo por lo que debería haber valido la pena pagar.

Tenemos tres vidas, decía Manrique. La vida terrenal, la vida eterna, o verdadera, y la vida de la fama. Pasó Hiroshima, pasó el Titanic y empezamos a dudar de todo eso que implicaba la existencia de una vida eterna o (platónicamente) verdadera.

Si la vida verdadera no existía, qué podía existir? Pues, nada. Y se hicieron tratados, obras y edificios negando la existencia de tratados, obras y edificios. Fuimos operarios de la propia deconstrucción, y de la nada, en el mejor y en el peor de los casos, respectivamente. Nos aferramos a la vida de la fama, que era la categoría más importante dentro del nuevo mundo de la incertidumbre, y le adjudicamos algún tipo de divinidad (porque necesitamos depositarla en alguna parte). Designamos un corpus de críticos, colegas, estudiosos, culturosos, famosos, empresarios y políticos relativamente aleatorio, un cónclave para juzgar el destino de los muertos en el salón de la fama. Al igual que con la vida eterna, los jueces de la fama evalúan los aportes de una persona a la humanidad: Tuvo tres hijos, hizo tales obras, publicó determinado libro, mató a tales personas. Y sacan una conclusión, bastante democrática, ciertamente, de la cantidad y calidad de fama que esta persona debería tener de ahora en adelante, fama que, por el momento, será la única forma de vida que se le puede garantizar.

Claro que este juicio, precipitado en general y desconsiderado casi siempre, responde a impresiones que, en la mayoría de los casos, están por verse.

II
Quería escribir algo sobre León, quizás con esa misma vaguedad con la que se le canta el feliz cumpleaños a un sobrino. Algo que no se quiere con sino por. No con fervor ni con locura, sino por cumplir el hito, por elaborar un hecho, por el bien que hace la reflexión y por la necesidad de escribir la historia. Sucede, entonces, que Juan Terranova, representación de mi padre en la tierra, publica su insolente y cruda necrológica, atractiva por esa necesidad de revisionar al artista, de pensarlo y de sacar al fruidor de ese camino Kitsch que normalmente transita, un recorrido turístico por el universo del artista con cuatro o cinco paradas para sacarse fotos.

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Las necrológicas esparcidas por los diarios eran la como descripción inerte de un guía oligofrénico escupida desde un parlante con interferencia, y Juan estaba enojadísimo. Al igual que mi padre, Juan maneja un enojo muy conveniente, ataviado de tranquilidades y convicciones que harían rabiar a cualquier madre, esposa, alumna, hija y hombre desprevenido.

Me causó, sí, simpatía, y le agradecí por sacarme del Kitsch, aunque fuera con una cachetada de ira.

III
2005. Militaba en una organización anarquista. Sí, yo. También me frotaba el pelo con jabón, estudiaba Historia y cumplía con un par de exigencias de la tribu. Fuimos con un compañero a ver la muestra de León en el Recoleta. Era casi un deber, como pueden suponer, esquina de fotografía obligada dentro del circuito turístico libertario. Sin duda me perturbó lo unívoco de la obra, pero me acuerdo que me gustó, sobre todo, la virgen en la ollita, al fuego.

2010. Trabajaba para un explotador, vamos a ponerle Sr. Loundry, que hace fotografía de obras de arte. Por su cubículo mugroso han desfilado los mejores y peores artistas de la Argentina. Luego de meses ingesta ininterrumpida de mediocridad, tuve el placer de ver pasar algunas perlas de omeprazol artístico y, a veces, algún pequeño manjar. Las obras de León fueron llegando como un hilo de agua fresca, desde la primera hasta la última. Allí supe que él, al igual que cualquier otro ser que pueda calificarse como artista (no creo en los artistas, creo en las obras de arte, pero pongámosle que sí), había hecho un camino muy propio y muy lejano a ese Cristo en un avión lleno de energúmenos que corren y vociferan cual micro de viaje de egresados de la escuela de la Cultura. Extrañamente lejano, digamos. Un camino encantadoramente errático, como cualquier búsqueda humana, que pasaba lugares inexplorados, por la caligrafía sin signo, repasaba mapas de ciudades, revisaba tramas varias en escultura y dibujo, simulacro, braille, Borges y masturbación.

Creo que la experiencia artística más auténtica es aquella en la que uno encuentra una, una única obra, que le genera algo distinto que las demás y que a los demás. Y, en este caso, entiendo la frustración de Juan, quien, en el sentido más Umbertoequiano del término, reniega de esta crucificción Kitsch en la que el fruidor recibe de la obra un efecto sentimental ya provocado, procesado y comentado. Y por eso Juan adora al Papa con el gorila, por esa posibilidad de descubrimiento activo que esta obra le permite.

IV
Me gustaría, antes de volver al hotel, pasar por un par de lugares interesantes. Quizás, estos mismos puntos panorámicos del recorrido turístico tienen algo que ofrecernos.

La trillada y archiconocida obra de Ferrari, La Civilización occidental y bla bla bla, fue hecha en el año 1965. Recordemos 1965. Favio hacía Crónica de un niño solo, su primera película, interpolando su cruda niñez a los cánones de la Nouvelle Vague. Dalila Puzzovio preparaba para, dos años más tarde, las Dalila Doble Plataforma, sandalias para las mujeres que querían extender sus horizontes. Arte pop. El artista como obra de arte. Hedonismo, colores, consumo, ludismo. El Di Tella, referencia mundial de la vanguardia artística, rechaza ese año la obra de Ferrari. Poco después, Onganía.

Estas expresiones artísticas tomadas de tendencias extranjeras (cuándo no), respondían a una exaltación típica interdictatorial. Unos respondían fuertemente contra la situación social, otros contra el machismo, otros contra la iglesia. Y ninguno fue sutil porque no eran tiempos para sutilezas.

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Lo que Juan califica de infantil, es, de alún modo, cierto. Y lo es porque Ferrari utiliza el relato de las imágenes, con el que se forma el imaginario religioso, para transmitir un mensaje diferente igualmente inequívoco. Si esto se interpreta desde la lógica del pop, es fácilmente comprensible. Descontextualización de objetos cotidianos que devienen arte. Descontextualización de imágenes religiosas. Descontextualización de la publicidad, de lo común.

El arte pop se caracterizó por eso: Dialogar con el Kitsch. Dado que el Kitsch se llevaba el arte para transformarlo en basura, el arte decidió traer el Kitsch a los museos y transformarlo en arte. Ferrari se trajo las imágenes al taller y les dio otro contexto, con ese mismo fútil nivel de codificación, salvaguardado por la grácil metodología de la cita.

Luego, ciertamente, el efecto de varias de sus obras puede parecernos bastante obtuso. Pero, ojo. Esto es por propia determinación. La urgencia para León era la comunicación:

 «Lo único que le pido al arte es que me ayude a decir lo que pienso con la mayor claridad posible. Que me ayude a inventar los signos plásticos y críticos que me permiten con la mayor eficiencia condenar la barbarie de Occidente. Es posible que alguien me demuestre que esto no es arte. No tendría ningún problema, no cambiaría de camino. Me limitaría a cambiarle de nombre. Tacharía arte y la llamaría política, crítica corrosiva, cualquier cosa.»

Ferrari fue un artista pobre hasta su restrospectiva en el 2004. Catapultada por la censura, su obra del 65 se volvió emblemática. Se puede hablar de rudimentarismo en una obra cuando la historia indica que la misma no pudo ser leída en su contexto de producción por los 40 años que siguieron a su nacimiento?

Ferrari evidenció, sin quererlo, el exceso del poder eclesiástico sobre la sociedad. Y entendió algo que trasciende el arte: la censura y la represión no se rompen con sutilezas.

Por esto, La Civilización y bla bla bla es su obra más célebre, aquella que atacaron todos los gusanos dos minutos después de su muerte. Fue la misma que le valió un admirable score en el asunto de la vida de la fama. Estando esto resuelto, quedarán inexplorados miles de caminos más inciertos y subterráneos.  Otros pasos de su trabajo como artista, no tan literales y, por eso, no tan conocidos, no tan populares, no tan universales. Pero estos existen y pueden visitarse. Juan se quedará con el Papa y el gorila. Yo creo que me quedo con el «ama al prójimo como a ti mismo» escrito en braille, en aquella estampa japonesa de una mujer masturbándose.

Miles de caminos hay en este laberinto León, la pregunta es si están dispuestos a perderse en ellos antes de volver al hotel ////PACO.