Según Wikipedia, Montañita es “una zona no delimitada” del cantón de Santa Elena en la provincia del mismo nombre sobre la costa del Ecuador. A tres horas de Guayaquil, hoy se propone como destino barato para surfistas y curiosos de todo el mundo, por lo general jóvenes que buscan playa y vida nocturna. No se trata de una ciudad en el sentido moderno de la palabra. Tampoco es un pueblo. Con unas diez cuadras de largo y unas tres ancho, Montañita es demasiado latinoamericana en el sentido más exótico de la palabra. De hecho, por momentos, parece diseñada por los juicios y prejuicios de un europeo. “Dígame, ¿cómo piensa que es Latinoamérica?” El sujeto del experimento responde: “Bueno, las casas son así, las paredes están sin revocar, la gente anda descalza, todos venden y compran algo, hay basura y restos de peces podridos en las esquinas. La noche es divertida, las mañanas, silenciosas. Hay drogas, sol, pobreza, la violencia soterrada del ocio.” ¿Una fantasía distorsiva? Se percibe algo reconfortante en ese sueño del deseo y el equívoco, algo desnormativizado, algo parecido a la libertad, que desde luego no es gesto republicano o distinguida institución democrática.

La sólida luz ecuatoriana, las montañas cubiertas de vegetación y sobre todo el amable océano pacífico, acompañado por los bajos precios y una lasitud previsible, sin tráfico ni embotellamientos, con la energía propia de una lugar de relax, redondean un magnético paisaje entre rural, marítimo y urbano.  

La ambigüedad queda, así, planteada: ¿cuál promesa de felicidad que nos resulta más empática? ¿Vacaciones allá y vida en la metrópolis, o viceversa? Por lo pronto, hay mucho extranjeros -argentinos incluidos- que intentan, en las costas de Ecuador, fabricar su paraíso perdido.

Sin embargo, no es su vida nocturna, ni su turismo, ni las propuestas de excursiones, lo que termina de definir qué es Montañita. Ecuador tiene una relación especial con el diseño y la realización material de sus edificios. Montañita extrema y estrangula esa relación.

Hay zonas que recuerdan las favelas brasileñas. Y por momentos, el viandante siente la tentación del Vietcong. ¿O estamos acá para combatirlo? Otras arquitecturas recuerdan Villa Gesell y Camboriú, pero siempre con Ho Chi Min de fondo. ¿Se lustra, señor? Caminar por la ciudad implica encontrar comercios informales, perros, parrillas, ventanas que dan a camas iluminadas con lámparas de bajo consumo, puertas abiertas a espacios donde siempre hay una hamaca y un televisor. Existe una Calle de los Cocteleros pero las calles no tienen y no necesitan nombres. Se ve mucha mezcla, mucha superposición de carteles, lenguas, productos, olores, incluso de músicas. Hay lugares coloridos, paredes pintadas de rojo, azul, verde, amarillo, siempre con un ligero dominio del gris del cemento. En todas partes uno puede sentarse a tomar una cerveza y organizar una tardía resistencia a Pizarro o espera al dealer de turno contactado unas horas antes en la playa.

Es difícil describir Montañita sin caer en un estilo acumulativo, la imperfecta enumeración caótica, repetitiva, sucia, impresionista. Aunque quizás esa misma forma de escribir sea solidaria con lo que se ve. Según el decir de los paceños, los conocidos cholettes de El Alto no se pintan ni se terminan porque, de hacerlo, el propietario debería pagar más impuestos. En Montañita las construcciones terminadas son las menos y abundan las que tienen una planta baja prolija, coronada dos pisos más arriba por una estructura de hormigón pelada, muchas veces con hierros oxidándose a la intemperie. También se ven muchos lugares clausurados o en venta, y no es difícil encontrar algunos que fueron abandonados antes de estar terminados. Como en las villas miserias más antiguas de Buenos Aires, los arquitectos ecuatorianos aprovechan al máximo el espacio haciendo hasta cuatro pisos en lotes a veces muy angostos. Esto le da  a Montañita una especial densidad de población y cierto aire de hacinamiento que no tiene Manglaralto, un pequeño pueblo a unos tres kilómetros al sur, más parecido a un barrio del segundo cordón del conurbano.

¿Copia lupenizada del Ponte Vecchio? ¿Ciudadela medieval incrustada de gestualidades modernas? Mejor decir villorio con zonas de comercio, lugares de descanso, muladares y cloacas, que curiosamente, en una nación orgullosa de sus plantas, más allá de alguna omnipresente palmera, carece de toda forestación. No hay árboles, ni veredas ni tampoco avenidas en Montañita. ¿Para qué? Solo hay una plaza y una iglesia de pescadores. Lo demás crece para arriba garantizando mugre y pasillos oscuros. Si el día está nublado resalta la ropa colgada, la madera apilada, las tejas rotas, los baldes de plástico, las mesas con botellas y platos usados, mientras del otro lado de la calle, las discotecas mudas se niegan a cualquier tipo de intercambio hasta que llegue la noche.

Pese a este ambiente de centón rudimentario, las uniones frágiles de los materiales y un contundente uso de la técnica del encofrado, no todo es horrible en Montañita. Se nota un esfuerzo en algunos edificios -pulcros, dignos- contra la entropía, pero también es evidente que su batalla está perdida. ¿Cómo retratar esa pérdida?

Lo afirmativo en Montañita es constituirse como locación ideal para una novela de terror, paidofília y ciencia ficción estilo William Gibson. Adelantándose a ese libro, un restaurante y gift shop en el centro mismo de la ciudadela colocó, sobre su techo de paja, una gran pantalla donde se transmiten durante la noche imágenes brillantes de surfers, tortugas, paisajes marinos y reguetoneros estridentes.

¿Cuál es la ética de asoma por atrás de esta arquitectura? Montañita parecería decir que el paraíso por sí mismo no alcanza. La selva y el mar nos demandan una cuota de resignación a lo humano que no estamos dispuestos a pagar nunca, mucho menos en vacaciones. El cemento expande la necesaria vida artificial para que nazca la siempre mediada vida erótica, y que así se distribuya el placer, el descanso y las drogas. Sí, no sabemos, no podemos, en este estadío sofocante de la modernidad, dejarnos avanzar por la naturaleza. Fusionarse con ella equivale a la muerte. En todo caso, la respuesta positiva, no tanática, implica, de forma contradictoria, una onerosa insistencia en el desarrollo de la consciencia. La fealdad edilicia de Montañita ¿puede ser leída como metáfora de una sexualidad, la nuestra, siempre mocha, demandante, obturada en su relación con el cuerpo? La arquitectura también es un lenguaje, a veces disfónico, siempre rítmico. En el siglo XXI sabemos que el deseo no espera, descompone y detona nuestras maneras más educadas. Si podemos sospechar una relación, nunca literal, entre nuestra neurosis y la forma en que construimos nuestras casas, paredes y techos, detenerse en las patologías y anormalidades quizás no sea una actividad vana, afectada o esteticistas, no menos, en todo caso, que muchas otras con las que intentamos entender qué somos y por qué hacemos lo que hacemos como especie./////PACO