Para MZ

¿El monstruo es un objeto? En todo caso no es un sujeto. Y el amor le está vedado. El monstruo no ama. ¿Es esta imposibilidad aquello que lo define, su rasgo distintivo? Digamos que no amar constituye una de sus características más relevantes. Monstruo que ama se humaniza. Hollywood conoce el truco y lo usa de manera eficiente. De golpe, el resignado se entusiasma, el malo tiene un acto de nobleza y el monstruo exhibe amor. Luego, esa incursión en territorio vedado le costará la existencia. Parece regla: monstruo que ama es destruido. Ahora bien, el monstruo se salta un paso en el sinuoso recorrido del deseo, camino de espinas que exige la objetivización del otro. Sí, desear al otro es pedir, requerir su anulación, atacar su independencia. Lo dicen Hegel, Kojève, Lacan. Deseo es que nuestro deseo sea objeto de deseo de otro deseo. Esta cadena de tensiones resulta irremediablemente incómoda y violenta. Por eso el repertorio de frases contemporáneas anegadas de “respeto” y “solidaridad”, que invocan un comercio libidinal “sano” con “la otredad”, no solo evidencian una capacidad cognitiva pobre y un bibliografía ausente, sino que invocan otra necesidad, hermana mayor del deseo, la represión. Así, las diferentes encarnaciones de lo bienpensante reprimen, ocultan, lavan, y casi siempre un destilado de eso se hace moral. Descartada la represión judeocristiana –¡tan útil, antigua y eficiente!– son los operadores de la corrección política los que fundan nuestras actuales oficinas reguladoras del gusto, hijas directas de la Sociedad para la Prevención del Vicio que, a principios de los años 20, denunció y logró, en los Estados Unidos, la censura del Ulysses. (Joyce, procaz, erudito, irlandés, católico renegado, lingüista, alumno de jesuitas, italianófilo ironizador y judío vocacional, no podía escapar de, al menos, un poco de censura. Estaba en su tradición. Escrito en su destino, podríamos decir.)

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¿Represión y deseo, entonces? Una larga y nutrida relación. Y en ese contexto, el monstruo ya viene objetivizado, presenta los reflejos de la pulsión, no es moral, no es neurótico, no está castrado –aunque a veces pueda hablar–; es animal, es máquina, proyecta esa diferencia con lo humano, abrevia, salta por arriba del Logos. Y por todo eso nos seduce.

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Ahora bien, el monstruo parafílico –a Dios gracias– es regido por un orden de graduaciones. Puede ser tierno, como la estudiante que fela al oso panda de peluche gigante. O abandonar su candidez por el desquicio, como el antequino, un pequeño marsupial australiano que, al alcanzar la madurez sexual, copula durante catorce horas y muere a causa de infecciones y hemorragias internas. ¿Muerte por coito? El doctor Freud habría entendido nuestras fantasías diurnas al respecto.

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Luego, si el monstruo es enfáticamente viscoso, se convierte en The Slime y entonces no hay atracción, hay rechazo, asco. Ahora bien, se sabe, el asco de algunos puede ser la base libidinal para otros. Frank Zappa hibridó al Slime con la TV, para enseguida sentenciar que era horrible y que por eso mismo no se podía dejar de mirar. Una denuncia vieja que ya no corre –las pantallas triunfaron– y, sin embargo, sigue acertando en que lo feo y desagradable puede seducirnos y controlarnos. “I may be vile and pernicious/ But you can’t look away” dice la canción de Over-Nite sensation. El cine, desde luego, también aportó a esa zona del catálogo.

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Japón presenta una visible variedad en el culto de las parafilias que informan sobre estas relaciones. El artista Yuji Moriguchi, siguiendo una tradición nacional fuerte, dibujó a mujeres jóvenes y bellas manteniendo relaciones eróticas y masturbatorias con caracoles de tierra gigantes que se desplazan por sus genitales o pulpos que las enredan con sus tentáculos. 

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Moriguchi retrató a una muy joven y hambrienta ama de casa sentada sobre el piso de una cocina moderna frotándose un calamar en la vagina. Muchos otros productos, vegetales y animales, esperan bien dispuestos para ser probados.

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En otra imagen una escolar es asaltada por tres ranas de caricatura que la sodomizan con anguilas. En otra más, una mujer de piel blanquísima se abraza a una gran pez. Los ambientes son ingenuos y lúbricos al mismo tiempo. Pero la ingenuidad puede esconder contrastes. Si la geisha nos da la espalda y luego gira apenas su fina cabeza para sonreírnos, desde la pared, sin colores, nos acecha un insecto amenazante y bestial. Las violentas escenas que decoran la bata de la mujer hacen confluir ambos mundos.

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Otro artista japonés, Namio Harukawa engorda mujeres hasta que sus glúteos se transforman en herramientas de dominación sexual. Aunque es diferente a Moriguchi, Harukawa también contrasta gestos impasibles con actos violentos. ¿Escenas de tortura? ¿Una recurrente voluptuosidad asesina?

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En el universo de Harukawa los hombres pierden la cara. Su rostro desaparece sin variaciones sumergido y devorado por las nalgas o el sexo de sus excesivas matronas. Maniatados o encadenados, mientras a ellos quedan en estado de sumisión total, ellas sonríen, gozan, conversan o realizan actividades de rutinaria indiferencia. Aquí el monstruo es doble porque, mientras la mujer crece de forma desproporcionada, los hombres se deshumanizan, convirtiéndose en máquinas que existen solo para el cunnilingus obligado y autodestructor.

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En los conocidos dibujos de Toshio Saeki la vagina puede esconder un ojo, humanoides penetran a una mujer atada a un árbol con los cuernos que tienen en su frente y un hombre de muchas caras fornica con una jovencita frente a la sorpresa de un niño. O un hombre besa y acaricia a una mujer de dos cabezas con una tercera cara en lugar de genitales. 

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En Occidente, con especial interés en la Argentina, el hombre que también es mujer se ofrece como un monstruo habitual. La suma de lo humano contradictorio lo hace un híbrido especialmente perturbador y fascinante. Hace unos días, el 21 de febrero, 2013, el suplemento Soy de Página/12 puso en tapa, con firma de Alejandro Ros, una larga entrevista a Oggi Junco. ¿El motivo de la nota? Oggi Junco se realizó un operación para colocarse senos. Pero queda claro que eso funciona como un pretexto, una excusa. Ahora bien, ¿una excusa y un pretexto para qué?

La tapa del suplemento es parodia pero también homenajea a Playboy. Y si bien hay una columna, firmada por Adrián Merlo, donde se desconfía con criterio de la relevancia del entrevistado, muy rápido queda claro que se trata de mostrar. El entrevistado habla, pero otra vez eso es una excusa. Por atrás de la entrevista se mueve la materialidad de un cuerpo que presiona por entrar en el tráfico del deseo. ¿Conciencia? ¿Militancia? ¿Arenga? ¿Prédica de la libertad? Más bien todos los caminos conducen al arte de tapa, a la piel, a la fragmentación y hasta la teratología tiene su horizonte en las conejitas de Hugh Hefner. Por supuesto, hay que resaltar –cuando no– el correcto y habitual uso de “la Oggi” y no “el Oggi”, que por otra parte marca un frontera temporal. En los noventas podía ser “el Oggi”, pero ya no. (“¡Empezó a ver una cosa del artículo EL/LA!” se ironiza en la entrevista y me queda la duda si lo que se dijo, en realidad, no fue “empezó a haber”.) A todo esto, ¿quién es Oggi Junco? Nadie. ¿Una prostituta? ¿Un transexual? Un personaje de la televisión. Un party animal. Un mediático. O sea, es nadie pero también es todos. De allí que el problema no resulta aquí la frivolidad sino la frivolidad que se muestra como reveladora de un más allá –¿ético?– de la frivolidad. O directamente, sin tantas vueltas, la estupidez. Me remito a un pasaje de la entrevista donde la nariz no es parte de la cara. Cito: 

La cara ¿te tocaste?

–Juro nunca haberme tocado la cara. Todos los hilos tensores de oro que tengo me los puse en el cuerpo. ¡Me siento Lindsay Wagner!

¿Cuál es la primera que te hiciste?

–La nariz. 16 años. Fui al cirujano plástico Alberto Ferriols y le dije: “Escuchame, papi, me tenés que hacer la nariz ya. No sé cómo te la voy a pagar pero vos, si sos cirujano, empezá a tallar esto.”

 Ahora, la estupidez, claro, es instrumentalizable, a veces incluso festejable. Tiene una potencialidad. En otra tesitura, el rock lo demuestra cada vez que puede. Y digo “rock” por poner un ejemplo que llega de otro lado. El inconveniente, tanto tiempo después, en el rock o en el pop, sigue siendo el mismo: Hamlet se hace el loco y en un momento no puede discernir si está loco o si está actuando. Nos idiotizamos para resistir el embate de la seriedad, del acartonamiento, de la burocracia, pero si nos idiotizamos del todo, probablemente el final lo que quede sea un tendal de muertos y su consecuente mar de angustias.

soy_grDicho esto, la entrevista resulta excelente porque admite, incluso en su sintaxis y en su vocabulario, la bestialidad del deseo y todos sus afeites, la rotunda presencia del cuerpo deforme, fragmentado, material. Si bien hay conatos de instalar la llamada compulsiva a la concientización, emerge y se impone el Ser Playboy, el acto de convertir en objeto el cuerpo del otro. ¿Y el monstruo? Cuando el entrevistador le pregunta si tendría hijos, Junco responde sin dudas: “Dejaría una mostra. Pero me daría tantos celos que ella vuelva a pasar por todo lo que pasé yo que la destruiría en dos minutos. Te juro, ya la odio antes de procrearla.” Dijimos que el monstruo abrevia, que salta por arriba del Logos. En el final de la entrevista, se le pregunta si habló con su madre de las prótesis. La respuesta, que cierra, es elocuente: “No, ¿qué voy a hablar?”

¿Cuál es tu amo? ¿A quién le confiás tu bienestar y tus desbordes? ¿Dónde está cifrada tu ética? Gozamos porque somos pecadores. Y podemos gozar con monstruos, fantasear con ellos, penetrarlos y dejarlos que nos penetren, reprimir nuestros impulsos, o seguirlos hasta el final, pero en algún momento debemos confesarnos, arrepentirnos y volver. ¿El riesgo de no volver? Vivir ebrio, volverse esquizofrénico, terminar como el marsupial que detiene su largo y único coito para morir infectado y desangrado. 

La raíz etimología de la palabra “monstruo” está también “mostrar”, del verbo “monstrāre”, que tuvo en la Roma Imperial el significado de “mostrar”, “informar”, “exponer.” Pero al parecer, hay algo más. Ignacio Frías señala en un foro del Centro Virtual Cervantes que los monstruos no se limitan a mostrar algo sino que advierten de lo sobrenatural: “En palabras de Sinnius Capito, refrendadas por Elius Stilo, monstrum (que debería pronunciarse como mŏnestrum) es un derivado de mŏnĕre, en cuanto que advierte o avisa de algo esencial: del porvenir y, en definitiva, de la voluntad de los dioses.” La idea de que el monstruo nos habla del futuro parece inteligente. Si tiene ojos, si se los descubrimos, podremos ver que hay algo entrópico en su mirada, algo que se disuelve, se pudre y se deshace. En la antigüedad, los dioses, entonces, nos advertían. El monstruo que alternativamente deseamos y matamos es parte de ese mensaje que siempre resulta incompleto, que debe ser escuchado, leído, descifrado, separado con esfuerzo de la niebla perenne de la existencia.///PACO