tapa_978-987-1622-19-1

Por Nicolás Mavrakis

J. G. Ballard menciona al paso, en una entrevista de 1982, algo que Simon Reynolds llamaría algunas décadas más tarde retromanía. El comentario se cierra con una mención a un libro (menor, según el propio autor) del joven Martin Amis -«el hijo de Kingsley Amis», dice Ballard- sobre su adicción adolescente al juego -hoy tendría sentido llamarlo arcade, para la categoría precisa del museo tecnológico- Space Invaders. «Una especie de kitsch más allá de la nostalgia kitsch», dice Ballard, rozando una idea de lo camp. Pero lo que le preocupa no es oponerse a la nueva camada de novelistas ingleses sino la idea rectora de que lo que comienza a emerger es «una nueva clase de ejecutivos cuya idea de una experiencia intelectual interesante será jugar a los videojuegos desde los quince años».

Treinta y un años después de aquella entrevista, lo que Ballard intuye en apenas un comentario al paso podría sintetizar el ethos de toda una época. Ese mérito borra a la distancia, también, la evidencia del ánimo de desprecio. Donde Ballard creía ver mera estupidez -aunque la paráfrasis puede ser excesiva y poco british-, la tecnología, en cambio, sí lograría construir una «experiencia intelectual interesante». Y tal vez, más que interesante, la «idea rectora» de una generación vinculada a una estética y una sentimentalidad que todavía hoy oscila entre la melancolía hipster de las últimas generaciones analógicas y la experiencia social de los Millennial, los auténticos nativos digitales.

Más allá del estímulo colaborativo, didáctico e informativo del gaming y sus contribuciones a la lógica de la inteligencia colectiva y el diseño de la información, los temores de Ballard son hoy también la clave de una literatura con objetos propios. Apenas dos ejemplos internacionales: Masters of Doom: How Two Guys Created an Empire and Transformed Pop Culture, de David Kushner, cuenta al estilo con el que Emmanuel Carrère contó a Limónov -y probablemente mejor, porque lo hizo antes- la historia personal de John Carmack y John Romero y el trabajo metódico y persistente que los llevaría a convertirse en los creadores del Wolfenstein 3D y el DoomErnest Cline, por otro lado, escribió Ready Player One, una novela en la que la gaming culture concreta en la realidad el objetivo del noventa por ciento de todos los juegos: acumular las destrezas que permitan salvar al mundo de una catástrofe.

Hasta qué punto las intuiciones de Ballard en Para una autopsia de la vida cotidiana son un acto de reflexión literaria y cultural o el repliegue conservador y pesimista de un hombre de otra época ante los anhelos de un futuro que insiste en teñir con una ominosa fuerza expulsiva, marcan también la pulsión de una obra. «Hace poco, conversaba sobre el tema con mis hijos y algunos de sus amigos, y les comentaba que si yo, como escritor de ciencia ficción, tuviera que hacer una predicción sobre el futuro, podría resumir mi temor en una sola palabra: aburrimiento. He aquí mi gran temor, que todo haya ocurrido; ninguna cosa que sea excitante, novedosa o interesante va a suceder de nuevo; el futuro será un enorme y resignado suburbio del alma, nada nuevo va a surgir, ninguna evasión tendrá lugar otra vez», dice Ballard. Y si bien lo que se deja leer ahí es un clásico esquema de negación no del futuro -que el propio Ballard conocería hasta 2009- sino de las posibilidades de imaginar el futuro (en definitiva, el escritor de ciencia ficción está necesariamente obligado a reclamar para sí todo ese capital universal, y sin dudas Ballard había hecho mérito para eso en 1982), la voz escéptica de Para una autopsia de la vida cotidiana se salva con una única, permanente y peligrosamente contemporánea frase -como para los lectores más agudos en Buenos Aires podrá resultar una novela casi marginal como Millennium People– que cualquier candidato a escritor de ciencia ficción debería llevar tatuada en ambos brazos: «Quisiera un rendimiento mucho más alto de la información que el que puedo adquirir por mi propia cuenta».