I
Hace unas semanas, Jonathan Franzen escribió en algún lado que la prosa de John Updike tenía un estilo retentivo-anal. Presté atención porque yo estaba leyendo —otra vez, con mi lápiz, como le gusta a George Steiner— algo de la prosa de Updike. ¿Era un elogio psicoanalítico o una crítica escatológica? Como todo ser humano que se precie, llevé mi pregunta a la red. Y la red me informó. Martin Amis —que apenas elogia a su propio padre Kingsley, a Nabokov y a Bellow— también elogia a Updike. Al hacerlo repite una palabra: master. La red también me informó sobre Franzen —sobre sus novelas no necesito a la red como informante— y sobre su propia pulsión retentivo-anal. No en la prosa —las novelas de Franzen no retienen nada— sino en su relación con la web. Su propia relación con la red. Sobre eso, la red me informó que Franzen tiene los conductos anales bien cerrados: la da mucho miedo la penetración de la cultura digital sobre su romántica fantasía de la elevada y bella cultura letrada (hace unos meses, en la librería Strand, en Nueva York, «18 miles of books», mi novia en aquel momento encontró una edición en tapas duras de Freedom por dos dólares; tal vez Franzen no entiende que lo retentivo alude a lo que inevitablemente será liberado).
La red me siguió informando. Amis dice que Updike llevó la novela a otro plano de la intimidad: «Beyond the bedroom and into the bathroom. It’s as if nothing human seemed closed to his eye». El baño y la imposibilidad de mantener los ojos cerrados. Tal vez Franzen estuviera equivocado. O tal vez lo de Franzen fuera un buen elogio. Psicoanalítico, con lo palpitante de las verdaderas pulsiones freudianas escondidas por detrás. Algo que solo los lectores de Updike pudieran decodificar correctamente. La saga de Henry Bech, por ejemplo, no tiene nada de retentivo-anal. Para el que haya leído A conciencia, la autobiografía de Updike, no habrá dudas sobre la omnipresente ética protestante de su infancia. Pero cualquiera que leyera Adiós a Bech, sin noticias de lo otro, en cambio, podría creer sin sospechas —y algo de brutalidad— que Updike era judío. «Querías credenciales. Los judíos no pueden conseguirlas. No en un mundo dirigido por los gentiles. Israel es una credencial. Y no buena precisamente. Los árabes no la aceptarán», le dice un crítico canónico al que Bech —a los setenta y seis años, vestido con una capa y una pistola con silenciador— visita para ir a matarlo. Un escritor puede imaginar muchas cosas: incluso una identidad. Y en la Nueva York de Updike, imaginarse la identidad judía no era tan complicado: Roth, Mailer, Bellow, the great Jews, como dice Amis, estaban ahí. «Una de esas manías judías, lo de identificarse con la gente que le quiere destruir. Una manera de sentirse superior a la lucha. Eso está bien, Henry. Es adorable. Por eso nos tiene a nosotros, para que peleemos por usted», le dicen los agentes literarios a Bech, cuando se entera de que acaba de ganar el premio Nobel (al que se imagina rechazando en un discurso ante el rey de Suecia porque «uno de cada tres adolescentes suecos no tienen claro que el Holocausto haya ocurrido»).
Lo que Updike, sin embargo, construye con la saga de Bech —el estilo, la libido y el humor, en especial, eso que los escritores judíos argentinos todavía no se permiten, probablemente porque la culpa es una trinchera más fácil— no es la prueba de que Updike, como escritor, puede ver, parodiar o imitar —con la tintura trágica o cómica o intelectual que requiera la escena— algún tipo de dasein judío —como hace Philip Roth— sino la prueba absoluta de algo opuesto. La prueba de que la identidad es apenas una limitación más entre las muchas que operan sobre algo más general, más artístico, más literario, que podría llamarse simplemente representación. That seems to me —en las palabras de Martin Amis— to be an essential Updike trait, never being satisfied with any limitations always demanding far more than his fair share.
II
Un libro de Bech, Bech ha vuelto y Adiós a Bech podría simplificarse como la saga de Updike acerca del asunto de la identidad a través de la representación de una identidad. En ese sentido, también puede leerse la relación de cualquier identidad con los dos grandes sistemas de representación ideológica del siglo XX. El Capitalismo, del que Bech es casi un refugiado, a duras penas sobreviviendo de las migas del copyright por su obra y de las invitaciones a universidades y revistas, y el Comunismo, del que Bech es un invitado estelar constante —»¿acaso la luna solo brilla en el capitalismo?», se pregunta cuando visita Praga— y donde aprende que la persecución, la represión y la vigilancia, el clima gris soviético, con sus espionajes de rutina, sus traductoras sensuales para toda disposición y sus fiestas privadas para artistas demanda una dosis de necesaria imaginación para sobrevivir un agobio que, en el libre y relajado Occidente, no tiene sentido ante la mera demanda de consumo. «¿Podría resistir él, se preguntó a sí mismo el escritor norteamericano, que le arrancaran las uñas? No se le ocurrió nada de lo que había escrito en toda su vida de lo que no se retractaría de buenas a primeras».
(Esto, que para Bech tiene sentido, y que para Updike, ya durante la glasnost, aunque escribió buena parte de la trilogía durante la existencia de la URSS, probablemente también, se desquebraja cuando Updike, como crítico, analiza la obra de Michel Houellebecq y no puede o se niega a entenderla más allá de lo aparente. El capitalismo también arranca las uñas, sin dudas, pero a su manera, una manera más amable que la comunista).
Falta el asunto del sexo. El sexo, más allá de la habitación y hasta el baño, o la sexualidad —y el amor, como figura que se las arregla para incluirlo todo durante un rato— está en Bech tanto como en el resto de Updike (es cierto: los cuentos de My father´s tears, el último publicado en vida, es puramente sobre el amor) hilado a través de la literatura —incluyendo a la industria literaria— como asunto y como sensibilidad. «La muerte de Mishner añadió un par de centímetros a su pija», se dice sobre Bech cuando lee en el diario la necrológica de uno de los críticos que había destruido su obra décadas antes. Las traductoras, las agentes literarias, las acompañantes capitalistas y comunistas, todas esas piezas menores de la industria, se pasean una y otra vez sobre la cama de Bech. En Un libro de Bech, el primero de la saga, el rastro de lo sensual se perfila bastante bien: desde las gotas de semen que gotea la vagina de aquella madre que se levanta para atender a sus hijos después de acostarse con Bech, hasta las impresiones de viaje del bloque soviético: «Los hombres que viajan solos desarrollan un vértigo romántico. Bech ya se había enamorado de la pecosa esposa de un embajador en Praga, de una cantante dentuda en Rumania y de una impasible escultora mongola en Kazajistán. En la galería Tretyakov se había enamorado de una estatua yacente, y en la Escuela de Ballet de Moscú de una sala entera de mujercitas». Lo más conmovedor de Bech —lo más conmovedor de Updike—, sin embargo, se revela cuando, así como se ocupa de desnudar las mentiras literarias de la identidad, religiosa o ideológica, hasta reducirlas a simples limitaciones para la imaginación, se ocupa de ese otro elemento terrible que también delimita identidades: el tiempo.
Adiós a Bech se publicó por primera vez en 1998 —cuando Updike tenía 66 años y una infinidad de ensayos, novelas, cuentos y poesías publicados— y sin embargo uno puede leer frases como «tal vez, el mejor material se encuentre todo en internet y no sepamos cómo acceder a él todavía» (y como crítico argentino, en 2013, sé que algunos todavía viven en un estado anterior al del imaginario Bech de 1998; es bastante desolador imaginar las consecuencias mentales de ese gap ante el que Franzen intuye, para ponerlo en términos accesibles, que le van a romper simbólicamente el culo).
Pensando el tiempo, contra el tiempo, Bech, que acaba de recibir para la sorpresa infinita de todos sus contemporáneos, amigos y enemigos, el premio Nobel, viaja a Suecia y se ocupa de preparar su discurso para la ceremonia. Y es así como Adiós a Bech termina con una reflexión sobre el tiempo que es también —o se puede leer como— una despedida del propio Updike. Bech, que acaba de tener una hija con una mujer que por la edad podría ser su nieta, le da muchas vueltas al tema del discurso. Al final, prepara un tema: La naturaleza de la existencia humana. Entonces se acerca al estrado con su hija de diez meses en los brazos y dice: «Le he pedido a mi hija que hable por mí. Ella pertenece al futuro. Bech se pasó el bebé al otro brazo, de manera que su boquita dolorida por los nuevos dientes quedaba más cerca del micrófono, un aparato de lo más moderno, un juguetito de filigrana sobre un pie ajustable. Ella extendió el brazo con los dedos ondulados y llenos de babas de una mano, como si quisiera arrancar el grueso capullo metálico. Bech sintió el calor del cráneo de su hija a un par de centímetros de su ávida nariz; inhaló el aroma a polvos del cuero cabelludo. En la forma suave, arrugada y blanda de su oreja, él susurró:
—Di hola.
—¡Hola! —dijo con una deslumbrante nitidez que se amplificó instantáneamente hasta las profundidades del hermoso e infinito salón. Entonces él, para que todos pudieran verla, levantó la mano derecha de la pequeña, que hizo que el gesto de abrirse y cerrarse que significa adiós» /////PACO