A mediados del 2013, Esteban Feune de Colombi me contactó y me comentó su proyecto de fotografiar libros ajenos. En el mismo correo, me preguntaba si le permitía pasar por mi biblioteca con el fin de incorporarme a la larga lista de escritores que le habían mostrado las marcas quedejaban en los libros que leían. Entendí la excentricidad y sus derivaciones. Frente al avance de la cultura digital y la tan vapuleada intangibilidad, aparecía la supervivencia del papel y la tinta o el lápiz. ¿Una arqueología contemporánea en los mundos privados, hacer visible aquello que nos guardamos, la materialidad final del acto de leer, sus restos? No me costaba nada así que acepté y la tarde sol que Feune de Colombi llegó a mi casa, ya le había preparado tres ejemplares que me parecían los más “interesantes” desde ese punto de vista. Él examinó los libros con cierta distancia y extrajo de alguna parte una cámara de fotos que cubría, lo recuerdo muy bien, con una media. Enseguida dictaminó que La izquierda lacaniana de Yannis Stavrakakis no le interesaba –yo había atacado el libro con una estilográfica de tinta negra, sus páginas mostraban una copiosa marginalia–, y se quedó con una antigua traducción de Los criminales de Cesare Lombroso y la primera edición de Literatura de izquierda de Damián Tabarovsky. ¿Vio Feune de Colombi algún tipo de relación que se me escapaba entre esos libros? Enseguida me pidió subir a la terraza, lugar donde lo dejé hacer lo suyo. Llegué a ver que colgaba el libro de Lombroso de unas rejas por las cuales, en verano, se suele estirar un jazmín. Haciendo memoria me acuerdo que me pidió un broche de ropa para sostener la desvencijada edición de Thor. Mientras él, supongo, sacaba sus fotos, yo bajé y me puse a hojear el libro de Stavrakakis. Me resultó irónico que esa obra hubiera quedado afuera del retrato de signos muchas veces herméticos o de imposible decodificación. Después de todo se trataba de un griego analizando las nuevas lecturas que proponían a Lacan como raro insumo de las ciencias sociales y el ensayismo político de alta gama. “Lituraterre una vez más” pensé. También recordé que existía un libro de Jorge Alemán con un título igual o similar al de Stavrakakis. En ese momento me recriminé no haber rastreado ese otro libro para realizar la comparación pertinente. “El pensamiento de Jacques Lacan, única teoría materialista sobre el malestar del siglo XXI” recuerdo ahora. Mi proyecto de retomar esas lecturas, escribir un artículo, o incluso un ensayo extenso, se interrumpieron cuando Feune de Colombi bajó de la terraza, y, siempre amable y atento, me devolvió mis ejemplares. Luego hablamos de Internet, me recomendó unos videos uruguayos de YouTube y me contó que hacía una revista digital a la que jamás pude acceder. Nos despedimos en la puerta, donde él se subió a su Vespa y se fue. Después, ya en este año, recibí un mail donde me contaba que sus fotos se iban a exhibir en la Biblioteca Nacional. Me alegré por él. El mensaje sonaba entusiasmado. Durante todo este tiempo, no recuerdo bien cuando, Luciano Lamberti señaló en una columna para el blog de Eterna Cadencia –sin perspicacia ni inteligencia– que nuestras marcas en los libros son sensuales. ¿Cómo podría ser de otro modo? En la web hay mucha bibliografía. Sin ir más lejos, ahora mismo veo escaneadas algunas páginas de los libros de David Foster Wallace. Previsiblemente resultan llamativas. Se trata, nada menos, que de la escritura manuscrita de un suicida talentoso sobre la escritura impresa de algunos muertos ilustres.

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Ayer, domingo 29 de junio, me levanté pendiente del partido que iban a jugar México y Holanda y no menos de un resfrío que me tiene a mal traer desde el viernes. Lo que me distrajo, sin embargo, fue una publicación de Andrés Di Tella en su muro de Facebook. El cineasta me taggeaba y titulaba en mayúsculas “ROBO EN LA BIBLIOTECA NACIONAL.” Luego acusaba de plagio, sin mucha puntería ni criterio, a la Biblioteca Nacional, al diario La Nación y a todos los implicados en el asunto. Lo plagiado era el ciclo “Libro Marcado” de Cecilia Szperling. Copio el principio, respetando el feroz uso de mayúsculas y la puntuación:

“Con incredulidad -y dolor- descubro un MOCO en la impecable gestión de Horacio González de la Biblioteca Nacional de la República Argentina. La nación de hoy titula en tapa «LIbros marcados», anunciando una próxima muestra en la Biblioteca de libros de escritores con marcas de sus lecturas, curada por Esteban Feune de Colombi. Pregunto: ¿El curador no conocía el ciclo LIBRO MARCADO de Cecilia Szperling que transita desde hace años (2008 fue el primero, con María Moreno y Daniel Link) por bibliotecas de la ciudad y, en los últimos años, en el Malba – Fundación Costantini? ¿Por qué se repiten muchos de los mismos autores que pasaron por ese ciclo? ¿No lo conocían las autoridades de la Biblioteca, que se prestan así a un robo de autoría intelectual flagrante? Decime algo, por favor, Ezequiel Grimson, Director de Cultura de la Biblioteca, que no lo puedo creer… ¿Qué van a hacer al respecto?”

Consciente de lo que hacía, le puse que no era para tanto. De inmediato, Di Tella me enfrentó. Denigró mi postura. Insistió de forma caprichosa en la suya. Me pidió, casi me ordenó, que no fuera “canchero.” Estaba dolido. Defendía el trabajo de su mujer. Lo entendí. Tampoco le faltaban pruebas. Desde luego me sedujo producir la escenita de un italiano plebeyo del sur, literato de los arrabales, bajándole la térmica a la indignación a un Di Tella tan reconocido. Facebook facilita esas miserias. Luego se sumaron Marc Caellas, funcionarios de la Biblioteca Nacional, María Pia Lopez, la misma Cecilia Szperling, el siempre atento Daniel Gigena, el coro de las redes sociales. Todos con mayor o menor criterio trataron de ver qué ocurría mientras tomaban parte a favor o en contra. Nadie parecía soportar esa serie de coincidencias. La disputa parecía ser –¡en estos días!– por la originalidad y un vago sentido del derecho de propiedad. Entendí que la nota de La Nación, bastante pésima, firmada por una tal Constanza Bertolini, había crispado los ánimos. Una vez más el periodismo especializado en manos de gente bruta y desinformada metía ruido. No había novedad ahí. Luego pasaron un par de comentarios cruzados más y seguramente, como suele suceder, la cosa seguirá en Facebook hasta que se la abandone. Yo decidí retomar el tema acá para evitar la mencionada lituraterre y el proliferar despiadado del significante, versiones de las “publicagaciones”, una vez más. (Actualización: ya no es posible ver la denuncia ni el intercambio posterior. Lo último que llegué a leer fue que un tal “Libedinsky”, cito el nombre de memoria, politizaba la discusión, aprovechando para atacar la gestión de Gonzalez. Supongo que Di Tella comprendió que escribir enojado y controlar las repercusiones implica un saber del que carece y decidió cortar por lo sano sacando de circulación el exabrupto.)

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Bien. Libro marcado, libro leído, entonces. Subrayados, notas manuscritas. Moco, robo, denuncias, dolor. Dudas y olvidos. La voz del margen, la voz central. La indignación. La burocracia. ¿Y si leyéramos más allá preguntándonos qué buscan estas dos intervenciones, el conocido ciclo de Cecilia Szperling y la nueva muestra de Feune de Colombi? Lejos de mí está desmerecer estos trabajos, donde es evidente que se vuelca tiempo, creatividad, ideas y esfuerzo. Sin embargo, debo decir que estamos aquí frente a dos intentos de objetivizar la lectura, de encontrarle una materialidad al acto, siempre vaporoso, de leer. ¿Siempre? No me importa tanto, debo decir, la acusación de plagio o la fortuna de las coincidencias, el trazo grueso o fino de una caligrafía privada. Sí me interesa el fracaso de estas búsquedas. Digo: la lectura siempre se revela en otra lectura. No hay posibilidad de escapar de ese espiral, de esta duplicación, de este pliegue. No se puede lidiar con lecturas sin leer. Solo con una lectura puedo mostrar la lectura del otro. Apreciar si un narrador prestigioso o un poeta homosexual hace o deja de hacer muñequitos, florcitas, genitales o asteriscos en las páginas de los libros que atesora, me dice muy poco, casi nada. Mucho más me dice una reseña perdida sobre su obra en un blog ya abandonado, una comentario oral en una radio o en un pasillo. El tercero necesario que excluyen Cecilia Sperling y Feune de Colombi, esa figura que se pierde en sus intervenciones, es la figura del crítico. El crítico como aquel que escribe en una segundidad apabullante, aquel que descifra, modifica y escribe, a conciencia, sobre lo que escribieron otros. Los medios que usan Szperling y Feune de Colombi son afines –la fotografía, la entrevista–, géneros del periodismo gráfico que también disimulan la subjetividad de la lectura ofreciendo objetos sobre los que parece decirse que “hablan por sí solos.”

Podemos inventar mecanismos y máquinas y soportes de todo tipo, recurrir a la performance, al periodismo, a las imágenes, a la música, a las hojas de un libro viejo, a fotocopias, a scribd.com, podemos usar archivos de word, odt, pdf, epub, mobi, las paredes de un baño: pero el acto de leer solo se lo encuentra en la producción misma de una lectura. Ningún soporte, por más alterado que esté, por más intervenido o retratado que se proponga, produce en soledad o exhibición intercambio alguno con el Logos. En este plano, para existir, la cosa debe ser interpretada. No hay asepsia o arte que valga contra esto. La lengua es el sistema de signos privilegiado donde se dirimen estas confrontaciones y, como dijo Henry Meschonnic, ahí siempre es la guerra. Así las cosas, tanto las intervenciones de Feune de Colombi como de las de Szperling me resultan insatisfactorias. Queribles, entusiastas, cálidas, curiosas, pero insatisfactorias. Intensas, pasatistas, afectadas, bien intencionadas, sí, pero, insisto, irremediablemente insatisfactorias. Lo digo una vez más: No es en los subrayados donde aparece la lectura de un autor sino en su propia obra que a su vez debe ser leída.

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Déjenme insistir, ser redundante: tanto el ciclo “Libro Marcado” como la muestra “Leídos” surgen con un ánimo que, desde mi perspectiva, es fetichismo ingenuo o incluso perezoso. Se presentan como atajos, no necesariamente desviaciones, a veces simpáticos, casi siempre estériles: si vemos lo que subrayan estos creadores ¿sabremos más de sus obras…? ¡Cuánta fragilidad! Lo dije, estoy lejos de impugnar estas actividades. Al contrario las aliento y las respeto. Pero sé que el proceso de ostranenie funciona de otra manera. Podría convalidar, con algo de esfuerzo, que el trabajo Feune de Colombi y el de Szperling lleva a un proceso de anagnórisis por el cual recuperaremos la figura del lector. Pero no se me escapa que al final del túnel, más allá de esos accidentes sígnicos escritos a mano, lo que termina brillando es la función ninguneada del crítico, la función del que dice que no, la función final del lector profesional, la función de la impugnación y la legalidad, detestable, parasitaria, imprescindible.

Todavía no vi la muestra de Feune de Colombi. Hace mucho tiempo que la Biblioteca Nacional me queda lejos. No soy ni fui su habitué. Aunque leo con esmero a los autores que ahora la ocupan, me siento un tanto apartado de esa zona de la ciudad. Luego, los tan mentados subrayados, como le decía a Andrés Di Tella, no me parecen importantes. ¿Y si lo fuera? ¿Y si venciera mi inercia? ¿En qué habrá terminado el retrato de mi librito de Lombroso? ¿Se lo habrá incluido en la muestra? No la subestimo. Siento curiosidad. Quizás haga el esfuerzo y me acerque a la calle Austria. Termino diciendo que ilustro esta nota con imágenes de mi ejemplar de La izquierda lacaniana, el libro de Stravakakis que Feune de Colombi no fotografió. Creo que es un libro con lecturas complejas y sofisticadas, sin más, un libro excelente.///PACO