When I was 18, the vision was to make music that didn’t exist,
because everything else was so unsatisfactory 
Mark E. Smith

¿Habrá muerto el rock? Al menos sí lo hizo su condición original e intrínseca de rebeldía y oposición a ciertas reglas establecidas. Pero esos valores, que conforman su espíritu identitario, también se han ido transformando a través del tiempo, hasta convertirse en poco más que una expresión casi morfológica que responde a una estética sonora. A los ojos de ese cuerpo evangelizador, irascible y militante que conforman los Conservadores del Rock, si se empuña una guitarra (o cualquier otro instrumento), si se adopta la actitud correcta (casi siempre la del malito sexualizado), y si sobre todo se ejecuta el instrumento de determinada forma (siguiendo estructuras y formas musicales harto explotadas), se cumplirá con los requisitos para convertirse en un fiel exponente del género rock. Ya no son suficientes las ganas y la pasión, también hay que seguir normas. Algo así como un manual de estilo, pero disimulado. ¿Esto significa que el único rock posible es uno conservador? El debate está instalado desde hace años, y se convirtió en una especie de cruzada entre quienes defienden un estilo que no debe “venderse” y los que, al contrario, pensamos en que, como parte de una ética del arte, el rock debe responder al compromiso con el entorno y a romper expectativas.

Hace unos años, en un olvidable programa de televisión, se generó una polémica entre Pappo (excelso guitarrista y defensor acérrimo de la tradición del blues y el rock) y DJ Deró, estrella de las bandejas durante los años noventa. Lo que importa no es tanto el ida y vuelta de chicanas por la palabra tocar (uno alababa la música ejecutada por personas; el otro remarcaba que pasar discos también era una forma de tocar), sino por el veredicto con el que Pappo decidió zanjar diferencias: “Conseguite un empleo honesto”. Ahora bien, ¿qué lectura podemos hacer de esta honestidad? ¿Pappo se refería a aprender a ejecutar un instrumento tradicional y hacer música con él? ¿O su sentencia atraviesa también los géneros, y entonces la música electrónica sería algo poco creíble y deshonesto? Para volver este asunto aún más delicado, la pregunta sobre la honestidad podría ir incluso un poco más allá. En tal caso, si hacer (o tocar) música con sonidos a veces prefigurados, sintetizados y procesados previamente por dispositivos electrónicos es un territorio de la deshonestidad, ¿no lo es también repetir una y otra vez una fórmula que tiene setenta años de vida? Fans de The Rolling Stones y AC/DC, abstenerse.

Pocos han sido los artistas y las bandas que irrumpieron en la escena con claras intenciones innovadoras. Comprometidos con el arte en general, y con el propio en particular, estos artistas no sólo reflejaron el espíritu constitutivo de su presente, sino que cometieron un necesario parricidio con quienes los precedieron y fueron objeto de su admiración. Entre los ejemplos más representativos encontramos el de The Beatles con Elvis, Kraftwerk con el academicismo y la tradición compositiva, los punks divorciándose de todo el virtuosismo del pasado, Sumo cantando en inglés en plena Guerra de Malvinas y despegándose definitivamente de la escena tradicional vernácula, My Bloody Valentine en los noventa transformando la distorsión en armonía, Happy Mondays borrando los límites demarcatorios entre el rock y la música dance… Pero esto ha sido más una excepción que una regla, y en algún momento (ninguno en particular), se dio el cambio. El pasado se convirtió, casi y sin quererlo, en un archivo de consulta permanente.

En Retromanía, la adicción de la cultura pop a su propio pasado, el crítico inglés Simon Reynolds reflexiona que, de no cambiar este fenómeno, la cultura y el rock actuales podrían estar ante una posible sentencia de muerte. La fetichización casi pornográfica del pasado, y la nostalgia conmemorativa que dispara son tan visibles y recurrentes que algunos músicos, en vez de buscar la innovación, transmutan en curadores voluntarios de una biblioteca sonora al alcance de la mano. La obsesión por el abanico cultural del pasado es tal, sentencia el autor, que la proyección de la creatividad hacia el futuro se vuelve una utopía.

“No, Simon, eso no es tan así”, diría por su lado la crítica cultural y filósofa alemana Mercedes Bunz, para quien la relación entre originalidad, identidad y autenticidad está disuelta en la dinámica repetición de lo existente. Y esto no tiene por qué significar una desventaja, asegura Bunz, sino más bien un factor (a veces central, a veces lateral) en la creación de lo nuevo. Si nos remitimos a los hechos, es abrumadora la cantidad de bandas cuya decisión estilística y musical es una copia de otras que, a su vez, fueron clones de algunos de sus antecesores. ¿Será esa dinastía de ovejas Dolly lo que terminó dañando al rock y aún lo hace con sus propuestas rayanas con la mediocridad? ¿Es la aparente licuación del principio de identidad lo que volvió al rock algo aburrido, carente de rebeldía y, sobre todo, predecible y vetusto? Alguna vez, el líder de White Stripes acusó a varios de sus contemporáneos de copiarle el estilo, como si su banda fuera la gran cosa nueva y no un refrito del rock guitarrero de la década del setenta.

Artista es aquel que traiciona a su público. Así lo entendió David Bowie (“el rock se está fosilizando”, dijo), quien, después de diez discos, decidió dar por terminada una de sus tantas etapas y se mudó a Berlín, seducido por la incipiente escena tecno underground. Su trilogía berlinesa (Low, Heroes y Lodger) da cuenta de los tiempos grises que corrían y abre, de alguna manera, uno de los caminos que, junto al punk, desembocará en uno de los períodos más fructíferos e interesantes del rock y su historia. De esta manera, el Postpunk (inicialmente llamado así en Reino Unido, y New Wave en los Estados Unidos) rompió con las estrechas tradiciones del buen rockero. Alzando y agitando la bandera del do it yourself y la experimentación como leit motiv, el postpunk experimentó con estilos lejanos como la música disco, el dub, el krautrock y diferentes técnicas de grabación, pariendo lo que bien podríamos llamar no-estilo. Con grupos como Joy Division, Throbbing Gristle, The Fall, PIL (de John Lydon, cantante de Sex Pistols), Gang of Four, Scritti Politti y algunos más, el rock vería su panorama cambiado para siempre.

Bowie’s Thin White Duke persona, smoking a Gitanes cigarette, 1976.

En el plano local, la cómoda condescendencia de muchísimas bandas (y sus discográficas) para con sus seguidores estuvo siempre a la orden del día. Legiones clonadas de rock clásico y rhythm and blues asolaron, y aún lo hacen, las radios y los escenarios. Sin embargo, también hubo grupos y artistas que saltearon esta regla que parece intrínseca al rock nacional: a Sumo, la banda más disruptiva de nuestra escena, podemos sumar los geniales e inclasificables Reynols, una agrupación de música experimental y conceptual que cuenta con más de 35 discos; también Daniel Melero, siempre timoneando contra viento y marea en pos de la distinción y el buen gusto, o la banda Dios, pioneros a nivel local de la erradicación de la guitarra para aún así sostener un formato rockero. Tampoco podemos dejar de mencionar a Gustavo Cerati, que a pesar de su revisionismo del rock argentino pre Malvinas, fue un artista inquieto cuyo eclecticismo lo llevó a navegar por diferentes aguas y siempre salir airoso.

Retomando a Simon Reynolds, si la fiebre por reflotar lo retro se ha convertido en una manía y si la adicción a estilos musicales pasados es la gran rueda de hámster en la que se encuentra la escena actual, entonces podemos entender (y más que entender, afirmar) que el rock no estará muerto, pero sí al borde del knock out. La falta total de toma de posición respecto a la demanda de un mercado que exige mucha cantidad a cambio de poca calidad hace que se pierda su principal atributo, la rebeldía, mutando así, casi, en una parodia. “No se trata de escribir rock sino de producir acontecimientos” es una frase del periodista Pablo Schanton que encaja a la perfección para describir la problemática. El arte es un ente vivo, y como tal, debe nutrirse del cambio para no caer en un abismo caníbal. Si tomamos lo que sucede con el rock como un síntoma, la pregunta que subyace a toda esta cuestión ya la hizo el gran Mark Fisher, escritor, crítico y filósofo inglés: ¿por qué la cultura no se sacude estigmas y logra una posmodernidad digna?////PACO

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