Entre el momento en que un zombie muerde a alguien y ese alguien se transforma en un nuevo zombie y un tercero (completamente sano) aparece para destruir a los dos zombies, no suele haber más de unos segundos de previsible terror recreativo antes de un baño de sangre. El resto de una película de zombies consiste en graduar más o menos la repetición de esa secuencia, una y otra vez, y nada más que por eso las películas sobre zombies son un poco menos estúpidas que las películas de terror. Con ese procedimiento, las películas de zombies tematizan un trato algo más verdadero con lo siniestro, un encuentro con lo habitual repentinamente extrañado por el fatum no tanto de la muerte como de sus peores rasgos, incluso aquellos que para los pesimistas podrían prometer alguna liberación. En los zombies no hay memoria ni inteligencia, la decadencia física es inocultable y la sociabilidad ya no puede esconderse en ninguna de las hipocresías del cálculo ni la conveniencia. El cuerpo del zombie cede al puro impulso estático de la manada, a la multiplicación y al hambre, y ese es un hambre voraz, un hambre que también funciona como versión asexuada y repulsiva del Eros. Por su lado, los críticos de cine ‒si algo así existe‒ suelen identificar la relevancia del género zombie con los períodos bélicos (una denuncia a la inconciencia de la violencia) y con el capitalismo exacerbado (una denuncia a la inconciencia fetichizadora), aunque los más sutiles suelen relacionar a los zombies con problemas menos coyunturales ‒y más profundos‒ como la eutanasia (¿cómo se decreta la muerte de alguien cuyo cerebro todavía vive? ¿qué tipo de existencia es esa en el umbral de lo viviente?)
“Arnold Schwarzenegger sucks life out of a zombie movie”, dice un titular del New York Post sobre Maggie. No está mal para una estrella a la que le han dicho que era el mejor actor capaz de hacer de robot.
Creando su propio espacio entre las rapsodias fundacionales de George A. Romero y las parodias gastadas de esas mismas rapsodias, Maggie (Henry Hobson, 2015) ralentiza el lapso entre la mordida libidinal y la transformación, y permite la entrada en escena de la tragedia. Y eso solo es novedad suficiente, al menos en el cine. ¿Lloran los parientes de los zombies a sus zombies? ¿Asimilan su transformación como asimilarían su muerte? ¿Qué mirada ven ‒o necesitan creer que ven‒ en sus ojos mientras esquivan las mordidas? Que el actor que interpreta en cada gesto esas preguntas (y que la víctima de la mordida sea su propia hija) resulte ser Arnold Schwarzenegger obliga, un poco más que si fuera otro, a pensar en la profundidad de ese trance entre lo humano y lo zombie, entre la potencia y el acto, entre la víctima y el monstruo, entre la vida y la muerte. En esas circunstancias, ¿en qué se transforma exactamente el amor de un padre por su hija?
Entre los lazos familiares, los deberes ciudadanos y el amor no hay nada radicalmente novedoso dicho al respecto desde que Sófocles escribió Antígona hace 2457 años. El amor, por supuesto, ‒incluso bajo distintas formas de la idiotez y la desobediencia‒ prevalece sobre las obligaciones del Estado, y la Ley ‒sobre esto agregaría algunas notas al pie el psicoanálisis‒ no es garante de concordia racional ante las necesidades del amor. Ver a Arnold Schwarzenegger llorar durante toda una película, sin embargo, no es tan impactante como verlo asimilar el vacío de lo que queda después de la tragedia (el mismo Arnold Schwarzenegger que en Predator dice “si tiene sangre podemos matarlo”, y que ahora duda antes de cortarle la cabeza a una zombie de cuatro años). “Arnold Schwarzenegger sucks life out of a zombie movie”, dice un titular del New York Post sobre Maggie. No está mal para una estrella a la que le han dicho que era el mejor actor capaz de hacer de robot. En el papel de un redneck que necesita esconderle a su hija el lenguaje fatídico de las verdades científicas y un padre de familia que necesita proteger al resto de sus descendientes, Schwarzenegger se eleva humanamente más allá de lo que hasta ahora Hollywood o su propio coraje le habían permitido. Y en la construcción de esa humanidad, el paso fundacional del personaje de Schwarzenegger se ilumina a través de la conciencia. En parte, una vida más conciente consiste en comprender cuáles son la relaciones reales que uno tiene con otras personas. Y eso implica, por un lado, tener cierta apreciación de la plenitud de la vida que llevan esas otras personas y cierta apreciación realista del lugar que uno ocupa en sus vidas.
Si todos los muertos en las películas de zombies justifican la humanización como actor de Schwarzenegger, esos muertos han quedado justificados para siempre.
En el riesgo de representar sentimientos donde no hay espacios convenidos para mostrarlos hay una genialidad que Clint Eastwood conoce desde hace años. Como hija, Abigail Breslin experimenta el amor del padre hasta donde la infección zombie se lo permite; el desafío es sentir y pensar por sí misma hasta que los nuevos impulsos de la carne terminen por dominarla y transformarla. Tal vez hoy lo coyuntural de esa lucha sentimental deba rastrearse más allá de las guerras, e incluso más allá de los dramas cristalinos del capitalismo. ¿Dónde más la individualidad cede a la manada? ¿En qué otros ámbitos lo libidinal se difumina y se transforma en pura mordida después? ¿Y en qué otras circunstancias hace falta la mirada atenta de un padre que reconozca el verdadero momento de actuar? «Es la película zombie más humana que jamás hayas visto y el papel más humano que protagonizaré», dijo Schwarzenegger. También es la película más indie en la que haya estado, y aunque probablemente no la mejor ‒la trama, dirían los críticos de cine, tiene algunos pliegues peligrosamente huecos‒ es una película donde la muerte cede su objeto magro a las complicaciones mundanas de la vida, y eso es un problema severo en manos de un héroe de acción cuyas matanzas en el cine sumarían más de treinta minutos ininterrumpidos de destrucción. En alguna lápida hecha de celuloide y bytes alguien tendrá que escribir que si todos los muertos en las películas de zombies y todos los muertos en las películas de acción justifican la humanización como actor de Schwarzenegger en Maggie, esos muertos han quedado justificados para siempre, su sacrificio no ha sido en vano/////PACO