¿Cuántas palabras se necesitan para describir una vida? Podría imaginarse, por ejemplo, una historia sobre una mujer de vida itinerante y accidentada: nace en Alaska en los años de entreguerras y pasa su infancia en estados mayormente rurales como Idaho y Montana, sujeta al trabajo de su padre en campos mineros. Luego, el padre va a la guerra en Europa y la niña se muda con la familia materna cerca de la frontera con México. Tras la vuelta del padre, la familia reunida viaja a Chile, donde son acogidos por una clase alta ingenua y exuberante: el primer cigarrillo de la niña lo enciende un príncipe árabe. La niña, o más bien la joven, regresa a estudiar en Albuquerque, Nuevo México. Se casa y tiene dos hijos. Se divorcia. Se vuelve a casar y a divorciar otra vez. Finalmente, se casa en una tercera ocasión y tiene otros dos hijos. Vive en Nueva York y comienza a escribir. Luego, desde los años setenta hasta los noventa, la joven, ahora una mujer madura, vive en California, desde donde parte a Ciudad de México para acompañar los últimos días de su hermana enferma de cáncer. Años más tarde, da clases en la Universidad de Colorado. Se jubila. En 2004, a pesar de haberle ganado al cáncer, muere en Los Angeles debilitada por una escoliosis persistente y el alcoholismo de su juventud.

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En 2004, a pesar de haberle ganado al cáncer, muere en Los Angeles debilitada por una escoliosis persistente y el alcoholismo de su juventud.

La descripción corresponde a la vida de Lucia Berlin, una autora poco conocida que escribió setenta y seis relatos, casi todos rastreos y variaciones en torno a ese argumento principal, su vida. Cuarenta y tres de estos textos están reunidos en Manual para mujeres de la limpieza, un volumen magistralmente prologado por Lydia Davis. Pero, ¿qué es lo realmente fundamental en ella, la obra o la vida? O, con más precisión: ¿cuál es la diferencia entre la vida y la escritura que cuenta esa vida? Para empezar, lo que hace Berlin es lo opuesto a llevar un diario; lo suyo es una variante de lo que los franceses llaman autoficción: narrar la propia vida, recortada y vuelta a armar con ingenio y propósito. Al final, la historia es lo único que importa. Uno de sus narradores explica mejor este procedimiento: «Exagero un montón y mezclo la realidad con la ficción, pero de hecho nunca miento». Y si realmente todo lo que cuenta Berlin fuera mentira, ¿qué significado tendría para el lector más que como mera nota biográfica? ¿Qué diferencia hace si Berlin vivió de tal o cual manera? Su escritura como filtro para experimentar lo real es algo más común y necesario de lo que se podría pensar; como bien apuntó Oliver Sacks en Habla, memoria, uno de sus ensayos más brillantes: ya que es imposible grabar en nuestros cerebros los eventos del mundo tal como suceden, puesto que los experimentamos y construimos muy subjetivamente, nuestra única verdad es la verdad narrativa, las historias que nos contamos unos a otros y a nosotros mismos, historias que perfeccionamos continuamente.

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«Exagero un montón y mezclo la realidad con la ficción, pero de hecho nunca miento». Y si realmente todo lo que cuenta Berlin fuera mentira, ¿qué significado tendría para el lector más que como mera nota biográfica?

Pero no son los personajes ni las acciones por sí solos los que avivan los cuentos de Lucia Berlin, sino el estilo, la honestidad de contarlos tal como piden ser contados. Es una mezcla del tono, el ritmo y el alcohol —un «camino de conocimiento» lo llamó el poeta boliviano Jaime Sáenz— lo que vuelve literariamente relevantes a un jefe apache que lava la ropa de su tribu entera, a una profesora gringa y comunista en el Chile de los años cincuenta, o a un dentista que se saca sus propios dientes con su nieta como única asistente. Y las imágenes, por supuesto: persianas tan viejas como Herman Melville, galletas que se expanden en la boca como flores japonesas, hedores que funcionan como las magdalenas de Proust, jinetes que parecen dioses aztecas en miniatura, empleadas descritas como sibilas negras. Las palabras necesarias para describir una vida pueden ser infinitas; las veces que hacerlo resulte exitoso, no. Estos cuentos, poblados de perdedores y marginales, son conmovedores no porque el lector se identifique con las situaciones narradas, sino porque reconoce la verdad subyacente en ellos. Lucia Berlin podía balancear con exactitud una sensibilidad romántica para la observación —los pobres siempre están observando, escribió— con una dedicación flaubertiana por el detalle y la palabra justa. Después de acompañar por cuatrocientas páginas esta otra vida, el lector se siente redimido, despierto. Ahí está la literatura, en la consagración por dejar testimonio de que uno ha vivido////PACO