I
¿Es posible trasladar la poética y los personajes de Michel Houellebecq a Buenos Aires? ¿Con qué cuestiones se rozarían? ¿Y dónde encontrarían una genuina posibilidad de despliegue? Los catorce cuadernos (Beatriz Viterbo, 2014) de Juan Sklar es una buena representación de las limitaciones de un proyecto de ese estilo. En principio, leer es una técnica, y hay que aprenderla. ¿Pero cómo lee cualquiera en Buenos Aires a Michel Houellebecq? Probablemente de una manera no muy distinta a como se lo lee en el resto del mundo. Para los escritores, en cambio, la lectura siempre es una técnica que admite un paso más. Los escritores más agudos tienden a revelar sus ideas acerca del sentido de su propia obra más en el registro crítico que hacen como lectores de la obra de otros que en lo que efectivamente escriben en sus libros. Y también saben que la angustia de las influencias es una angustia compleja, un tejido de hilos finos al borde permanente del desastre. Abandonando la question littéraire, ¿qué pasa cuando un artista de stand up porteño, por ejemplo, se declara admirador de Louis C. K. y Seinfeld, y después exhibe su propio material? Es habitual que la respuesta esté al final de un oscuro abismo de decepción.
¿Qué pasa cuando un artista de stand up porteño, por ejemplo, se declara admirador de Louis C. K. y Seinfeld, y después exhibe su propio material? La respuesta suele estar al final de un abismo de decepción.
Poeta antes que novelista, Michel Houellebecq ha demostrado ser él mismo un escritor delicadamente lector de H. P. Lovecraft. Un escritor capaz de encontrar a través de los fugaces lirismos y las extensas descripciones de los horrores del cientificismo moderno de H. P. Lovecraft el material útil para imaginar su propia literatura (y, en esa literatura, la literatura de Houellebecq, la sociedad de consumo cae con todo su peso sobre cada uno de los deseos y sobre cada una de las aspiraciones humanas hasta asfixiarlas). A través de H. P. Lovecraft, Houellebecq sintetiza su visión del mundo, su ética del lenguaje e incluso su poética; un arsenal de ideas y recursos listos para la forma más efectiva: la poesía, la ficción, el ensayo. Ese es probablemente el tipo de lectura más inteligente, la “lectura artística” que habilita el salto más allá de la simple imitación (y por eso todos los artistas que también son críticos son, en buena medida, proselitistas encubiertos de su propia obra).
II
Los catorce cuadernos es la historia de un guionista cercano a los treinta años que viaja con unos amigos a una isla en el Tigre durante el verano, se enamora de una chica vegetariana con novio, se seducen, y durante un repentino viaje del novio a otro país se acuestan. Después ella no quiere verlo más y el guionista se entristece. En su puerilidad y en su trascendencia, esa es la tragédie classique houellebecquiana. Durante la historia de Los catorce cuadernos los amigos también fuman mucha marihuana y el protagonista lee Las partículas elementales y El mapa y el territorio. Una parte de esas lecturas de Michel Houellebecq se proyecta sucesivamente sobre las descripciones de los personajes ‒“Una mina que está buena. Muy buena. Cuya belleza siempre sobrepasó a todas sus otras virtudes. Que rayando los treinta ya nota ciertos signos de decadencia corporal y en su intento por mantenerse deseable disfraza su vanidad por vida sana…”‒, y otra, incluso con «la suciedad de las jergas», como escribió Samuel Johnson, de los galicismos de Encarna Castejón y Jaime Zulaika, los traductores de Houellebecq en Anagrama, se proyecta sobre la escritura misma de Los catorce cuadernos. Durante las escenas sexuales, entonces, el protagonista “arremete” contra un “culo pequeño y turgente” y se enamora de una mujer con “una bikini con triangulitos tan pequeños que incluso sus senos…”, pero también se “tumba a leer” o “sorbe el café” mientras la isla “bulle de actividad”, la casa sufre el “embate” del tiempo o él mismo hace su “aseo”. En un momento, incluso, alguien “apercibe” su presencia.
Los escritores más agudos tienden a revelar sus ideas acerca del sentido de su propia obra más en el registro crítico que hacen como lectores de la obra de otros, que en lo que efectivamente escriben en sus libros.
La cuestión de las palabras (de esas palabras) no es una cuestión significativa menor en ningún libro. “Significativa del pudor, de la desconfianza, de las reticencias argentinas; de la dificultad que tenemos para las confidencias, para la intimidad”, como escribe Borges, que encontró a su propio H. P. Lovecraft en Evaristo Carriego. En tal caso, es una cuestión más significativa que el narrador de Los catorce cuadernos mencione que lee buena parte de Las partículas elementales en el baño (“me tenía tan atrapado que me quedé sentado en el inodoro mucho más tiempo de lo que requirió el cago”). Los catorce cuadernos asume de esa manera su diálogo con la literatura de Houellebecq ‒en algunos momentos con una mejor prosodia que en otros‒ y lo hace en el doble registro de un cierto tipo de lectura y un cierto tipo de escritura. ¿Pero qué tipo de lectura y qué tipo de escritura, y con qué consecuencias? Respecto a la escritura, además de las descripciones de personajes enmarcadas en un remedo apurado de la sociología sauvage y observacional de Houellebecq ‒“ser vegetariano, usar sal marina, hacer yoga, nada nace del deseo de trascender la decadencia corporal, sino de retrasarla”‒, Los catorce cuadernos también se focaliza, sobre todo, en el sexo (“cuando se la sacó de la boca me arrodillé y le quité la bombacha. Le miré la conchita…”). La de transcribir mera “pornografía” es una acusación habitual contra la representación del sexo en las novelas de Houellebecq, pero esa también es una mala lectura o, al menos, una lectura incompleta de la cuestión. En el universo narrativo de Houellebecq lo pornográfico es algo así como un pastiche ‒como el género policial en El mapa y el territorio‒, y casi siempre cumple una función estética concreta: la representación vitalista de un superávit de sexo en un mundo con déficit de amor. Y esto es así porque Houellebecq es, en esencia, un romántico; un escritor de “cuentos de terror materialista”, como le escribe a Bernard-Henri Lévy, y en el mundo houellebecquiano no hay materialidad más incandescente que la de los cuerpos, ni terror más común que el que provoca el enorme vacío sentimental más allá de los cuerpos.
III
En ese diálogo, la voz de Michel Houellebecq es inevitablemente más voraz que la voz de Juan Sklar. Pero en Los catorce cuadernos, sin embargo, no todo el sexo tiene los ripios del pudor o de la llana ridiculez ‒no todo es “pequeño y turgente” y las mujeres tienen “senos”, la ropa interior se “quita” u ocurre que “el propio jadeo me indicó que subiera la frecuencia estimulatoria”‒; también hay momentos en los que lo pálidamente general o lo tan especializado del sexo se vuelve soportable (“tener pija es un trabajo de veinticuatro horas diarias”, piensa en un momento el protagonista, algo con lo que, más allá del ripio, ningún hombre podría estar en desacuerdo). El resto de la escritura es casi siempre cursilería (“el beso como extensión de la mirada, la penetración como apéndice del beso”), pero no una cursilería necesariamente mala en sí misma. De hecho, por debajo de la historia central de Los catorce cuadernos hay otra historia, la historia de la desintegración del matrimonio de los padres del protagonista. Esa sí es una historia mucho más interesante y con muchas más aristas para algo del orden de la verdad (literaria) que todo lo demás: la historia de un hijo que debe enfrentar al padre. Pero, por algún motivo, funciona como una historia casi velada, rápidamente clausurada a pesar de las obviedades edípicas (“todos aman a mi madre”) y una elocuente oración fúnebre para el padre (“porque está viejo, porque está roto”). Es probable que el symptôme de esa novela frustrada adentro de la novela ‒ese paso fugaz por la voz genuina del escritor Juan Sklar y no por la imitación enclenque de Houellebecq‒ explique en algún punto la cesión misma de la voz propia a Houellebecq. En ese sentido, de haber una puerta de lectura general a Los catorce cuadernos, está en lo que el protagonista cuenta que escribe para vivir: “una serie de pequeñas escenas sin mucha conexión entre sí, medio bizarras, en las cuales los niños se burlaban del mundo adulto”.
El protagonista “arremete” contra un “culo pequeño y turgente” y se enamora de una mujer con “una bikini con triangulitos tan pequeños que incluso sus senos…”, pero también se “tumba a leer” o “sorbe el café” mientras la isla “bulle de actividad”, la casa sufre el “embate” del tiempo o él mismo hace su “aseo”. En un momento, incluso, alguien “apercibe” su presencia.
Empezando por los nombres (Bebota, Palito, Torito, Bruja… etcétera), toda la red de conflictos que sostienen la relación entre los personajes de Los catorce cuadernos es groseramente infantil. Como en cualquier colonia de vacaciones, las chicas se odian porque una “no le prestó la licuadora para hacer un licuado de banana con leche porque no quería lácteos en sus electrodomésticos”, o por “el acento medio concheto”, o porque “histeriqueás a mi novio adelante mío”, mientras que el protagonista, “en un estado general de tristeza y depresión”, se tira en la cama y no sale “hasta que me llamaron para comer”. De hecho, ni siquiera la razón por la cual la chica con novio accede finalmente a acostarse con el protagonista ‒al que evidentemente no lo afecta en ningún momento una “depresión”‒ puede quedar sin una explicación infantil: “una mujer que ama a un hombre, no importa cuánto lo ame, siempre guarda un poco de lugar, en la realidad o en la fantasía, para otro hombre que es o representa su opuesto absoluto”. (El registro infantil del sexo es una sección casi aparte, con descubrimientos como que a una chica “le gustaba mucho que le tocaran las tetas, lo disfrutaba a pleno, se las amasé con cariño”. Y el registro del amor, por su lado, se dibuja en momentos en los que “te sorprendés a vos mismo diciendo cosas que nunca dijiste y emocionándote con lo que dice el otro como si fueran tus ideas saliendo de una boca ajena”).
IV
Si en el plano de la escritura Michel Houellebecq es un espectro que para bien y para mal lo devora todo, respecto al plano de la lectura, en cambio, el protagonista de Los catorce cuadernos tiende a transformar a Houellebecq en un interlocutor omnipotente, majestuosamente erguido sobre una serie de argumentos como bloques algo accidentados de mármol a los que, sin embargo, hace falta pulir. El elemento más angustiante para el protagonista de Los catorce cuadernos es que Houellebecq ‒hay detalles in extenso en Ampliación del campo de batalla‒ considera que “la sexualidad es un sistema de jerarquía social”, lo cual significa que el valor de los cuerpos y sus posibilidades de acceso al goce se distribuyen bajo la misma arquitectura de oferta y demanda que las mercancías, y con las mismas tasas de riqueza y las mismas tazas de marginalidad del capitalismo moderno. Esta es una angustia que, en cierto punto, es inevitable dejar de medir en relación directa con la misma clase de estupor que al protagonista le provoca descubrir que las mujeres “disfrutan a pleno que les toquen las tetas”. Pero eso no impide que el protagonista de Los catorce cuadernos intente rebatir uno de los núcleos narrativos de la obra de Houellebecq mediante la mención del caso de su amigo Palito, “la clase de hombre que toma la máxima houellebecquiana y se la pasa por las bolas”. Entonces llega la argumentación. Palito, explica el narrador, “no se enamora de la mujer que otros querrían tener, sino de la mujer con la que simplemente está bien”. “Existen infinitas mujeres más lindas con las que Palito puede garchar, chonguear, sufrir o casarse. Pero él está con ella. Y eso alcanza”. El problema, otra vez, es que leer es una técnica, y hay que aprenderla. No se trata de identificación, denuncia, ni rastrillaje de ideas. Con un poco de imaginación, memoria, un diccionario y ‒como escribió un crítico‒ “cierta dosis de sentido artístico”, es suficiente. Leer es un arte y, en ese sentido, exige un esfuerzo, el desarrollo de una habilidad que se opone drásticamente al mero disfrute de un lugar como el Tigre, la clase de espacio donde, como dice el protagonista, “no hay que tener ninguna habilidad para disfrutar en el río”.
¿Qué es leer mal? ¿Un acto a través del cual la voz del escritor se superpone nada más que en forma de equívocos sobre la voz del lector? ¿Existe un vínculo entre mala lectura y mala escritura? ¿Cuál es la diferencia entre leer a alguien y leer con alguien?
¿Qué es exactamente lo que se lee el narrador de Los catorce cuadernos en la “máxima houellebecquiana” de manera tal que Palito se la pueda “pasar por las bolas”? ¿Cuál sería la oposición entre las reglas del sistema de jerarquía social de la sexualidad y el confort de Palito con esas reglas y las “infinitas mujeres más lindas con las que puede garchar, chonguear, sufrir o casarse”? Incluso pasando por alto esa construcción de felicidad en la que se resuelve infantilmente la sexualidad humana en general y la masculina en particular (“y eso alcanza”), ¿dónde está el conflicto entre un sistema de reglas generales sobre los cuerpos y la plena satisfacción individual de Palito a través de esas reglas? Que la sexualidad funcione como “un sistema de jerarquía social” no significa que las personas feas y viejas no puedan desear a las personas hermosas y jóvenes ‒como todos están destinados a saber‒, sino que cada cual debe amoldarse a la sexualidad bajo las posibilidades y bajo la fuerza inevitable de su propio lugar en la “jerarquía”. Palito, satisfecho con lo que tiene, no es precisamente ningún “espermatozoide nadando contracorriente”, como diría Houellebecq, sino un cliente satisfecho. ¿Pero se trata de una mala lectura de “la máxima” o, para “pasársela por las bolas”, se trata de un mal argumento en su contra? Las lecturas equívocas, en principio, parecen encadenarse más rápido que los malos argumentos. “El amor de Bruja y Palito hace mierda el sistema de ranking sexual que rige el mundo”, ¿pero, otra vez, qué tienen que ver entre sí ‒excepto en un mundo de equivalencias infantiles‒ las categorías del amor y las categorías del sexo? “El amor destroza el libre mercado sexual”, ¿pero no es exactamente al revés? Cualquiera que haya leído con atención a Houellebecq sabe que es el “libre mercado sexual” lo que “destroza al amor”. Y por eso podría leerse también en sentido inverso el argumento de que “Palito, con su sola existencia, aniquilaba la literatura de Houellebecq” (y para ir más lejos, ¿no es Juan Sklar el que dejó que Houellebecq, con su sola existencia, aniquilara Los catorce cuadernos?). El argumento final es que “al libre mercado houellebecquiano se le opone la democracia del amor” ‒no importa ahora descubrir en qué lugar del mundo el libre mercado “se opone” a la democracia, o si más bien pasa exactamente lo contrario‒, porque “todo el mundo puede estar enamorado. Siempre hay un roto para un descosido y, si todavía no encontraste a tu roto, es porque no sabés cuán descosido estás”. Estas ya no son más malas lecturas de Houellebecq hechas durante “mucho más tiempo de lo que requirió el cago”, sino más ideas abiertamente infantiles, útiles en un mundo dominado por la pasividad y la ausencia de conflictos, y donde el estilo de las frases de sobrecitos de azúcar se toma en serio (así y todo, la novela misma termina por desarmar en algún punto ese credo candoroso).
¿Qué es leer mal? ¿Un acto a través del cual la voz del escritor se superpone nada más que en forma de equívocos sobre la voz del lector? ¿Existe un vínculo entre mala lectura y mala escritura? ¿Cuál es la diferencia entre leer a alguien y leer con alguien? ¿No es que uno lee ‒como escriben Bloom, Bacon, Johnson y Emerson‒ para fortalecer el sí-mismo y averiguar cuáles son sus intereses auténticos? ¿Qué posibilidades de lectura creativa restan cuando las lecturas resultan tan atropelladas? Es verdad que las lecturas de baño suelen ser lecturas ligeras, y tal vez Las partículas elementales o El mapa y el territorio no sean los mejores acompañantes durante ese trance a través del cual los cuerpos se deshacen de lo inútil después de absorber aquello que los nutre. Al final de Los catorce cuadernos no se puede dejar de pensar que ante Michel Houellebecq ‒como ante todo autor con una obra y una voz absorbentes‒ un buen lector debería despojarse de la materia fecal y usar lo que nutre. Sobre todo si está en sus planes darle forma a una voz propia. El riesgo de no hacerlo está en el vaho sospechoso de las lecturas apuradas sobre el inodoro y en los movimientos peristálticos de una escritura acumulativa marcada por la simple imitación. Houellebecq tiene versos útiles sobre el sexo que también podrían leerse respecto al arte de leer: “Sin sentir ningún apego ni, desde luego, piedad, / uno juega, y después destroza”/////PACO