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La causa Malvinas no puede ser reducida a la guerra de 1982, como tampoco la guerra puede ser acotada a un efecto colateral de la última dictadura o a un mero incidente bélico comprendido en su totalidad desde la violación de los Derechos Humanos. Malvinas excede la guerra y la guerra, cualquier guerra, es mucho más que una transgresión a los derechos del hombre. Sin embargo, los reclamos que las asociaciones de ex combatientes llevan adelante resultan una parte fundamental de cómo nos relacionamos hoy con esa parte de la historia argentina.

Un capítulo reciente de esa historia se dio el año pasado con la desclasificación de documentos oficiales que exhibían un plan para ocultar los abusos producidos durante el conflicto del Atlántico Sur. Cristina Fernández de Kirchner dio la orden de abrir los documentos sellados y lo que emergió demuestra un detallado sistema de contención y ocultamiento. Implementado por la inteligencia del ejército, dirigida en ese momento por el Teniente General Cristino Nicolaides, nombrado tras la derrota comandante en jefe, este trazado burocrático intentaba evitar que se conocieran las distintas y frecuentes torturas que los soldados conscriptos sufrían a manos de la oficialidad, haciéndolos pasar por meras faltas disciplinarias.

Gran parte de esos testimonios relatan congelamientos y cuadros de desnutrición evitables, pero también enterramientos parciales, “submarinos” en aguas heladas y otras agresiones muchas veces recibidas de forma gratuita o por abandonar la posición en busca de comida. Esta vez, no obstante, ya no se trata de denuncias hechas por los damnificados sino de documentos producidos por el mismo ejército.

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La guerra es un momento de desestabilización de la razón. Las situaciones, extremas, muchas veces son comprendidas cuando se las examina por afuera de los usos del sentido común civil. Por eso la disciplina militar parece monstruosa y cruel en tiempos de paz. Así, un soldado que se duerme mientras hace una guardia merece un castigo porque pone en peligro a sus compañeros. Ahora bien, no se le puede pedir a ningún soldado que mantenga su posición, su sangre fría y su salud mental después de haber sido estaqueado en arena helada durante horas, práctica común en la conquista del desierto, cuando el ejército imponía suplicios de corte medieval.

Fuera de toda ética, estas violaciones a los derechos humanos deben ser entendidas también como violaciones al código militar más básico y al arte primario de la guerra. Un ejército que tortura a sus propios soldados es una entidad contradictoria y kafkiana que se regodea en el oprobio y se pone muy cerca de la autodestrucción. Así, los responsables de estas agresiones deben ser juzgados con la mayor precisión posible. Cuando esto ocurra los primero beneficiados serán los héroes de Malvinas que, más allá de toda demagogia, podrán recibir los honores que se merecen.

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En otra línea, pero dentro de este marco conceptual, asociaciones de ex combatientes argentinos piden la identificación de 123 cuerpos de los 237 que están enterrados en el Cementerio de Darwin. Ubicado a ochenta y ocho kilómetros al sudoeste de Puerto Argentino, y a dos de Puerto Darwin, en el centro de la Isla Soledad y en una zona descampada que los isleños no frecuentan, este cementerio se creó después de la batalla de Goose Green y una vez terminada la guerra recibió restos de otras partes de las islas. Pese a su imponente apariencia de orden y a su belleza trágica, se cree que en muchas tumbas de Darwin hay más de un cuerpo.

Los británicos se llevaron gran parte de sus muertos a sus lugares de origen. El 16 de noviembre de 1982, 64 caídos británicos (52 soldados, 11 marines, y un solitario “laundryman” de Hong Kong) fueron devueltos a Inglaterra por expreso pedido de sus familiares. En la actualidad, solo quedan 14 británicos en el cementerio de Blue Beach en San Carlos.

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En el caso de los soldados argentinos, los isleños ofrecieron más de una vez facilitar la repatriación de los restos de Darwin pero los familiares de los ex-combatientes se negaron con un argumento irrefutable: no hay repatriación posible desde el momento en que esos soldados argentinos yacen en suelo argentino. La respuesta tiene más valor aun si se entiende que de todas partes de nuestro país, no solo de Buenos Aires, si no de lugares tan lejanos de Malvinas como Salta, La Rioja o Tucumán, los deudos viajan a ver a un hermano, un hijo o un padre.

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La tradición del soldado desconocido es una tradición noble que debe ser respetada de la misma manera que el derecho a la identidad constituye un derecho inalienable en la vida y en la muerte. Hoy el Cementerio de Darwin es Lugar Histórico Nacional y de una manera triste y dramática se presenta como un punto geográfico donde los argentinos ejercemos nuestra soberanía en las islas.

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Enraizada de mil maneras diferentes en la historia nacional, la guerra de Malvinas está llena de mitos, de trascendidos, de ignorancia, muchos de los cuales, a más de treinta años, recién comienzan a disiparse o a esclarecerse. Mientras tanto, amparados una vez más en el uso de la fuerza, los isleños prohibieron y prohiben banderas argentinas en el cementerio. Pero, así y todo, no pudieron impedir que se colocara, a la derecha de la cruz central, una pequeña Virgen de Luján, patrona de la Argentina. En su manto vemos nuestra bandera y más allá de religiones y creencias ella nos representa a todos en un lugar donde los símbolos tiene un valor que supera nuestras miserias, nuestras pobres ambiciones y nuestras siempre triviales disputas mundanas.///PACO