El once de septiembre del año dos mil uno, a las 8.46 de la mañana, Mohamed Atta estrelló el primer avión de America Airlines contra la Torre Norte del World Trade Center, en el corazón financiero de Manhattan. Pero fue Marwan al-Shehhi quien, un rato después, estrelló contra la Torre Sur el segundo avión, cuyo fulgor fue el fogonazo mundial del futuro que nos aguardaba. Aquella misma mañana, sin embargo, hubo otro vuelo, el número 93 de United Airlines, acerca del cual Martin Amis escribió en junio de 2006 “Lo que quedará de nosotros”, sin duda uno de los mejores artículos publicados hasta la fecha sobre el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York. En tal caso, el vuelo 93 también fue secuestrado por un comando islamista aquel once de septiembre, pero a diferencia de los otros dos vuelos que hicieron colapsar al World Trade Center y el tercero que se estrelló contra el Pentágono, el vuelo 93 cayó a las 10.03 de la mañana en una zona descampada en Shanksville, Pennsylvania, después de que sus pasajeros se amotinaran y anularan su propia transformación en otra arma de destrucción masiva.

A grandes rasgos, lo que le interesa a Amis de todo esto es lo que resta entre el momento en que alguien entiende que va a morir y el momento en que muere. Para los islamistas, está claro que ese trance resulta delirante, torpe, odioso y finalmente (y religiosamente) absurdo. Para sus víctimas, en cambio, el trance se establece a partir de la comunicación con lo que no pueden dejar de amar. Esta diferencia es crucial y marcaría lo que, más adelante, pasaría a llamarse «guerra contra el terror». Pero los pasajeros del vuelo 93 no se amotinaron contra sus secuestradores sólo porque tuvieran el ímpetu necesario, sino también porque habían recibido a través de sus teléfonos celulares algunas de las primeras informaciones sobre el ataque a las Torres Gemelas. Por supuesto, no se trataba de la información neutral que hoy suele circular por las redes sociales, sino de mensajes de texto de sus familiares: esposas, maridos, padres, madres, hijos y amigos preocupados, que les contaban lo que acababa de pasar.

“Quienes en algún momento sienten un miedo mortal experimentan también una fiera adoración por la vida -al preso en el corredor de la muerte le parecen deliciosos el agua y el aire que respira-. Y se dice que el soldado, antes de la batalla, tiene el corazón lleno de amor. Este amor sombrío, final, no suele poder expresarse; su articulación, en los aviones del once de septiembre, se hizo posible gracias a ese ciclópeo auxiliador de nuestra realidad cotidiana: el teléfono celular”, escribe Amis. El hecho es que, luego de aceptar lo que pasaba, rebelarse y arruinar los planes de sus secuestradores (que esperaban estrellarse sobre la Casa Blanca o el Capitolio), los pasajeros del vuelo 93 empezaron a despedirse de la vida con mensajes de amor. Nadie entre ellos sabía aterrizar un avión, y los milagros sólo pasan en las películas. George W. Bush, mientras tanto, “se debatía con The Pet Goat en Sarasota, Florida”.

El registro de todos esos mensajes de amor, además de los cientos que enviaron las personas atrapadas en el World Trade Center mientras se incendiaba y hasta que se derrumbó, está en internet, accesible para los impúdicos. En el vuelo 93, por su parte, Ziad Jarrah, tal vez el más sensato de los terroristas a bordo, tuvo según los investigadores dudas hasta el último momento. Él también amaba a una mujer, y apenas se había despedido de ella por teléfono el día anterior. Ni siquiera sabía cómo aterrizar un avión comercial, ya que eso jamás había sido parte del entrenamiento suicida. Al final, en pleno motín, Jarrah hizo lo que pudo para que el avión cayera en picada en medio de la nada. Amis transcribe lo último que registra la caja negra del vuelo 93, que se dijo en árabe:
-¡Alá es el más grande! ¡Alá es el más grande! ¿Está ya? O sea, ¿lo hacemos bajar?
-Sí, metelo ahí, y tirá hacia abajo…

A propósito de la película United 93, que retrata lo que pudo haber pasado en el único de los cuatro vuelos secuestrados aquel once de septiembre en el que los pasajeros tenían una razonable noción de lo que ya se había desatado en tierra, Amis señala que no aparecen chicos en el avión. Pero, se pregunta, ¿cuál fue la última vez que embarcamos en un avión en el que no viajara ninguno? “Es difícil que la imaginación pueda librarse de este hecho”, agrega Amis, y entonces recrea un diálogo improbable en medio del secuestro:
-¿Qué pasa?
-Bueno, verás, hijo mío, esos hombres de los cuchillos ensangrentados creen que si se matan a sí mismos, y a todos nosotros, dejaremos de intentar destruir el islam e irán directamente a un paraíso de mujeres y vino.
Por supuesto, concluye Amis, nadie le diría esas palabras a su hijo. “Lo único que le dirías es que lo querés, y tu hijo o tu hija te diría que él o ella también te quiere. El amor es un nombre abstracto, algo nebuloso. Y sin embargo el amor resulta ser la única parte de nosotros mismos que es sólida cuando el mundo se pone patas arriba y la pantalla se queda negra. No sabemos si nos sobrevivirá o no. Pero podemos estar seguros de que es lo último que se apaga”//////PACO

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