Máximo Rodriguez es uno de los grandes instrumentistas de la música popular argentina. Su larga carrera como bajista profesional, sesionista, compositor, arreglador y docente lo hacen un secreto muy comentado entre los músicos porteños. Mientras sigue componiendo, tocando y grabando, se prepara para festejar sus cuarenta años enseñando a leer en clave de fa.
¿Cuándo fue la primera vez que pulsaste una cuerda?
Empecé a tocar la guitarra a los siete años. Vivía acá en San Telmo. Y no sé bien por qué le pedí una guitarra a mis viejos y fuimos a Casa Nuñez donde mi viejo tenía un conocido, un señor Parodi, y un sábado a la mañana me compraron mi primera guitarra. Cuando llegué a casa, me acuerdo que teníamos un Winco y me preparé, puse un disco de folclore que se escuchaba en esa época, y me preparé para tocar, me senté, me acomodé al lado del tocadiscos con la guitarra. Puse el disco y pensé que uno ya arrancaba, pero no. (Risas) Era una guitarra de niños, era más chica que una guitarra común y me duró añares.
¿Y después?
Mi vieja conocía a Zulema Fleury del barrio, que era la hija de un famoso compositor, Abel Fleury, un compositor de música argentina, un tipo muy dotado técnicamente, y ella fue la que me dio mis primeras lecciones y me enseñó las primeras canciones de folclore y música de finales de los años 60.
¿Cuándo supiste que te ibas a dedicar a la música?
Toda mi niñez la transité mediando entre el fútbol y la guitarra. Era hijo único, y me pasaba, muy chico, horas solo tocando y escuchando música. Y eso hizo que muy amablemente me echaran del colegio, del Pueyrredón, donde iba. A lo que mi viejo me dijo: “O estudiás o laburás.” Típico. Y el colegio secundario no era para mí.
¿Por qué no?
No era buen estudiante. No me gustaba el colegio. Me habían maltratado un poco por eso. Y entonces dije, listo, me voy a laburar. Así que hice el corte, pero me puse también a estudiar música más formalmente. Empecé a ir a la academia de Malosetti, que recién empezaba en esa época. Y ahí me di cuenta que el problema no era mi cabeza, sino que nunca había estudiado algo que me gustara. Cuando empecé a estudiar música, me pasaba horas y horas dedicado. Eso fue hacia los dieciocho años.
¿Qué escuchabas en esa época?
Mis amigos escuchaban a Pappo. Y yo, a Weather Report. Y si escuchaba rock, escuchaba el rock progresivo, tipo Génesis. Más elaborado, más trabajado.
¿Y recuerdos de música en vivo?
Lo primero que fui a ver fue a Lito Nebbia, pero mi primer recital grande fue Adiós Sui Generis en septiembre del 75. Todo tenía mucha novedad, el rock era algo de minorías, no como ahora. Y con Sui Generis cambió, era la primera vez en la historia que se juntaban más de, no sé, treinta mil personas a escuchar esa música hecha por un grupo de pibes muy jóvenes.
¿Y de qué trabajabas cuando decidiste trabajar?
Mi primer laburo fue en Molinos Río de La Plata que estaba acá en el Bajo. Ahí trabajé de operario en la imprenta. Y después pasé a ser cadete en Bunge & Born, y para mis adentros pensaba: “Esto no es para mí…” (risas). El trato no me gustaba. Mi viejo me decía: “tenés que pagar un derecho de piso…” y yo decía: “Pero… yo no quiero pagar ningún derecho de nada.” (risas)
¿Y el bajo eléctrico? ¿Cuándo aparece?
Con amigos del secundario teníamos una banda y éramos tres guitarristas. Y en un ensayo salió el tema y me ofrecieron tocar el bajo y dije que sí. ¿Qué podía pasar? Siempre se piensa que si tocás la guitarra, podés tocar el bajo, cosa que no es así, claramente. Y nunca más lo dejé. Pero tampoco dejé la guitarra.
Estudiabas y tocabas los dos.
Mirá, en el colegio me daban por bobo, así de fácil. “Al niño no le gusta estudiar, no le da…”. Y cuando me empecé a dedicar a la música, eso cambió. Me pasaba horas tocando. Y no solo tocando. Me la pasaba escuchando música, analizando, escribiendo, pensando y anotando. Tengo las anotaciones de esa época, los cuadernos llenos de escalas, acordes… En el año 81 me pasa que empiezo a dar mis primeras clases y me empiezan a llamar para tocar por plata.
¿Cómo fueron esos primeros trabajos como músico?
Eran cosas bizarras. Yo me sentía bien porque me estaban pagando por un trabajo que yo sabía hacer y no cualquiera sabía hacer. Tocar un instrumento no lo puede hacer cualquiera… Tocar y que te pagaran era gratificante. Me acuerdo que tocaba con un tipo que se llamaba Américo. Era electricista, el flaco. Pero tenía una vida paralela como cantante de música, de una música… No era cumbia. Era una música romántica… No sé cómo llamarla. Y trabajábamos en lo que después fueron las bailantas. Pero en ese momento eran grandes galpones donde los músicos estaban arriba, casi colgados, y abajo la gente bailaba. Y estos galpones quedaban en provincia de Buenos Aires y para mí era como otro mundo. Ir a tocar al Patio del Litoral en Temperley, por ejemplo… De esos galpones me acuerdo que estábamos arriba y que eran muy grandes, entraban dos mil, tres mil personas, y tenían el piso de tierra. Así que nosotros tocábamos arriba, y la gente salía a bailar y lo que yo veía era una nube de polvo que se levantaba y los tapaba.
¿Y cómo era la música?
Era tipo Sandro pero más meloso.
¿Y te resultaba fácil tocarlo?
Sí, desde ya. Yo en esa época ya conocía a Pastorius, tenía mucha información de música erudita.
¿Te la daban escrita esa música?
¡No! Me decían esta canción es Mi y La, y chau. (Risas) En el año 85, el año en que nació Leandro, mi hijo mayor, empezaron a mejorar mis trabajos. Me acuerdo que enganché un laburo con Guillermo Fernández y ahí ya me dieron partituras muy complejas, muy difíciles. Me dieron quince partes y me dijeron: “tomá, mañana nos juntamos a ensayar y el viernes tocamos.” Y para mí fue un salto de calidad muy grande. Él había hecho un disco que se llamaba Manías que era romántico pero de nivel. Con muchos arreglos. Y las partes eran un moño. Así que los más fáciles ni los miré, me dediqué a ver los más difíciles y al otro día ensayamos. Y el arreglador que era Pepe Motta, un pianista famoso, que murió hace poco, me dijo: “bien, pibe, muy bien. La verdad que tocaste muy bien”. Y yo, chocho que ese tipo de ese nivel profesional me diera un aval. Y después en el año 87 vino la Escuela de Música de Avellaneda. Y eso fue un cambio grande para mí.
¿Por qué?
Porque yo me relacionaba con poca gente. Pienso ese momento y lo veo así. Yo, en mi casa, solo, tocando. Y la escuela lo que hizo fue abrirme a una gran cantidad de relaciones sociales, teniendo en cuenta que la escuela en ese momento era muy pequeña. Algunos profesores me empezaron a tirar laburos, con compañeros empezamos a armar grupos para tocar, y ahí me di cuenta la importancia de estar acompañado, de que la música se hace de a varios, no solo en tu casa. Esperaba que el teléfono sonara porque yo tocaba bien… Y no. La escuela me abrió otro mundo. En un momento me ofrecieron, como egresado de la Escuela, tomar la enseñanza del instrumento y agarré y empecé a trabajar con catorce horas cátedra. Una locura. Muchísimo. Armé tres niveles de formación básica, y no me costó porque yo ya venía enseñando. Armé la bibliografía, con unos cuadernillos, y empecé.
Contame cómo fue tu experiencia tocando en comedias musicales.
Un profe de la escuela me ofreció una día: “che, ¿no me querés hacer cambios en una comedia musical que tengo? Vos leés bien de primera, vas a andar bárbaro”. Visto desde hoy fue un delirio. Tuve una experiencia… Siempre cuento esta anécdota. Llegué a Drácula, la famosa obra de la calle Corrientes. No, esperá. Fue así. Un día me llama Cheche Alara, que ahora es un exitoso productor en Estados Unidos, y me dice: “Acaban de echar al bajista de Drácula y Pablo me contó que vos leés bien de primera. ¿Te interesaría reemplazarlo?”. Pablo era un amigo en común que teníamos. Yo le respondí: “Mirá, hay cosas que se pueden leer de primera, y hay cosas que no… Si es un moño…”. Me dijo que no había problema. Y me pasó el teléfono de Ángel. Bueno, llamé. Me atiende y me entero que ese era el día del estreno. “¿Vos leés de primera?”. Otra vez la misma charla. Me dice: “Listo, a las cinco nos encontramos en el Luna Park, llevate equipo y andate de negro. Nos vemos”. Imaginate que el día del estreno de una obra de ese tipo la gente está re loca. Y el reemplazo no era de un cuarto violín, era del bajo, que si está bien amplificado, suena en todos lados. A las cinco lo encuentro, nos presentamos, y me dice: “Bueno, no vamos a charlar, vamos a tocar”. ¡Y me da un libro de trescientas páginas! En esa época los sistemas de reproducción de partituras computarizados no eran como los de ahora, que son perfectos. Antes eran más chicos, más erráticos, si la impresora no imprimía bien… Así que cuando dabas vuelta la página no sabías que podía venir atrás. Pero tocamos y al cuarto o quinto tema, el flaco se dio cuenta que iba más o menos bien y chau, me dijo “quedate mirando vos, que yo me voy a atender otras cosas”. Así que me quedé ahí, solo, y las partes que veía que venían fácil las pasaba y donde había mucha hormiguita, me ponía a mirar. Esto empezó a las cinco de la tarde y a las ocho de la noche era el estreno. Empiezan a llegar los músicos. Eran como cincuenta músicos. Creo que la orquesta más importante que hubo en comedia musical acá fue esa. Y yo, obviamente, no conocía a nadie. En un momento entra Antonio Agri, primer violín. Y yo pensaba: “¿Yo voy a tocar con Antonio Agri así de primera?”. Nos saludó a todos, muy afable. Y yo, mirando las partes pensaba: “¿Voy a tocar con Agri?”. No tenía ni idea. Siguen llegando músicos, violinistas, percusionistas, trombonistas… Ahí lo conocí a Saldívar, un pianista que terminó siendo pianista de mi grupo después. No quedaba otra que poner primera y salir. ¡Yo jamás había escuchado la música! Y estaba acostumbrado a leer en una orquesta de jazz donde el tema empieza y termina al mismo pulso. Y acá ¡era todo diferente! Así que miraba la partitura y lo miraba a Ángel, a ver qué marcaba. Empezó y cuando venía cuadrada la cosa, iba, cuando no, sudaba sangre. Y encima la obra duraba tres horas.
¿Te relajaste en algún momento?
No, no podía. Era como manejar una Ferrari a 250 kilómetros por hora, sin frenos y sin conocer la ruta. Me agarré del bajo y pensé que lo que podía tocar, lo iba a tocar. Así fui conociendo la letra y la música en el mismo momento en que la estaba tocando. A veces pensaba: “uy, qué bueno lo de los violines”, pero no, no me podía distraer. Esa noche terminé… Nunca termine tan quemado de la cabeza y del cuerpo. El cuerpo me quedó lleno de adrenalina. Y cuando terminamos Ángel me dice: “Bárbaro, loco, buenísimo”. Y yo “gracias”. Así empecé en la comedia musical. Un debut importante. (Risas) También toqué en Broadway donde también toqué “al toro”, que es tocar sin ensayo.
¿Cómo fue tocar con Alchurrón?
Él escribía todo. Cosas muy complejas, recuerdo. Alchurrón en esa mezcla de la música académica con la música popular fue uno de los tipos más importantes. Yo lo pongo con Ginastera, con Piazzolla, con Manolo Juarez, con Mederos, tipos que fueron fundantes en ese intercambio entre músicas… Y Alchurrón tuvo algo muy bueno: nunca se quedó. Quizás en su generación no se vio tanto eso. El tipo tocó tango, jazz, música contemporánea, folclore… Siempre componiendo. Él veía que su generación se había quedado tocando el chín chín chinchi chín de hace cincuenta años. Y como era un gallego medio calentón con muchos tipos de su generación se terminó peleando. Yo toqué en dos grupos con él, en Talismán y en Tango a destiempo, y aprendí mucho de eso con él. Los seis años con él fueron muy formativos.
Y después empezás a tener tus grupos para tocar tu música.
En el 97 armé un grupo, un cuarteto. Lo hablé con Alchurrón. Le pregunté si le parecía que yo estaba en condiciones de liderar un grupo… Con cierta timidez. Poner mi nombre, no sé. Y Alchurrón me dice: “Pero ¿vos sos boludo? ¿Cómo no vas a poder?” (Risas). Y me dijo: “Yo te voy a ayudar”. Ya le había mostrado algunas cosas mías a él. Me acuerdo que me dijo: “hacete una lista de músicos con los cuales te gustaría tocar, y empezá a llamar, yo te voy a dar una mano”. Y ahí empiezo a tocar mi música. Llamo a Daniel Miguez, a quién conocía de hace tiempo, hablo con Marcelo Kitay, con el que ya había tocado a fines de los ochentas, y empiezo a buscar saxofonista. A Natalio me lo recomienda Gustavo Cámara, un saxofonista de mi generación, que me dice: “este pibe va a andar bien”. Y yo le digo: “pero mirá que no quiero tocar jazz”. Y fui. Le toqué el timbre de la casa. Hoy, algo impensado. Pero en ese momento no tenía teléfono y me presento: “Hola, soy Máximo, ¿no querés tocar conmigo?”. Natalio tendría veinte años en ese momento. “Y bueno, toquemos” me dice (Risas). Hoy vive en Holanda y es uno de los capos del free jazz de allá. Después entró Saldivar a tocar el piano. Con ese grupo grabamos el disco ¿Quién dijo que veinte años no es nada? Después entró Mario Serra, que ahora está en Boston…
¿Y qué implica componer y salir a tocar tu música con otros?
Siempre me interesó escribir música desde el lugar en el cual nací. Yo veía muchos colegas que hacen jazz y tocan a la manera americana. Y me da la impresión de que no representa quién sos. No sé. Después de un tiempo también incluso me resulta aburrido. Muchas veces el eje está puesto en cuán buenos son los músicos… Y llega un momento en que decís: “Bueno, tocan bárbaro, sí, pero a mí no se me mueve un pelo”. Hay algo snob que… No sé si el músico que lo toca eso la pasa bien tampoco. En cambio otros músicos más ligados al tango o al folclore me llaman mucho más la atención. Gente que toma esos géneros populares y le buscan una vuelta, como Alejandro Manzoni. De un germen popular o tradicional, hacen una música nuestra, y no sé si llamarla nacionalista, no sé si el término es correcto, pero me representa más. En ese sentido, me interesa mucho más el jazz europeo que el jazz americano. Me parece que los tipos de treinta y pico están en una búsqueda entre el jazz, la música académica, la música libre y se produce algo mucho más interesante, con una improvisación rítmica y libre, que va más allá. Me interesa esa búsqueda timbrica, esa mezcla de músicas folclóricas de países muy distintos entre sí.
Cumplís en el 2020 treinta y nueve años de docencia.
Sí, empecé en 1981 así que voy rumbo a los cuarenta.
Formaste mucha gente.
Formé muchos músicos que hoy viven de la música y los formé desde cero. Y eso es lo más interesante. Trabajar con alumnos que ya tocan es fácil. El tema es agarrar a alguien que no sabe nada y hacer de él un músico profesional. Eso es un desafío muy lindo, el verdadero desafío.
Tenés una obra como sesionista, una como compositor, otra como docente. ¿Qué te queda por hacer?
Voy a seguir tocando y grabando porque me gusta y todavía tengo mucha música para explorar y crear. Como músico, siento que me formé solo. No había muchos incentivos en mi casa, por ejemplo, para pensar y hacer música. Así que tomé algunas decisiones que hoy veo como erradas porque no tenía referencias. Por eso disfruto mucho hoy tocar con mis hijos. Ellos desde muy chicos hacen música conmigo.////PACO