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Comprendí, mi cuerpo comprendió,
que nunca perderé todo
y que, si gano,
no ganaré nunca sin perder.
J.D.N
Miro YouTube, a ver qué me sugiere. Scrollear YouTube es un hábito que adquirí con la pandemia y, más precisamente, con la cuarentena.
Me sugiere, entonces, una breve escena de Little Miss Sunshine. La clickeo y miro. Dura solamente veintinueve segundos y muestra a Steve Carell y Paul Dano (que en la película son tío y sobrino, respectivamente) teniendo un breve intercambio. Luego de un intento de suicido, Frank (Steve Carell) se traslada a vivir con la familia de su hermana y le toca compartir cuarto con Dwayne (Paul Dano), un adolescente que no emite ni una sola palabra desde hace meses. Frank, su tío, lo interroga con un poco de incredulidad: ¿no hablás más? ¿Por qué no? Podés hablar, ¿solamente elegís no hacerlo? Dwayne, con la expresión de un adolescente irritado, le responde moviendo apenas el brazo para señalarle una especie de tela colgada en su habitación con un Nietzsche pintado encima. El tío mira y dice, con un poco de incredulidad, ¿no hablás más por Friedrich Nietzsche? Dwayne lo mira y se va.
La escena inicial de Little Miss Sunshine es fundamental, porque condensa la idea de toda la película. Aparecen los miembros de la familia, uno por uno. Primero, Olive –los ojos de Olive– fascinada mirando en un televisor la repetición de la final de un concurso de belleza. Rebobina e imita los gestos de la ganadora, que se suceden siempre de la misma forma: sorpresa, emoción, agradecimiento. A Olive la sigue el padre, Richard, que presenta en una sala casi vacía su programa de nueve pasos para convertirse en un ganador. Dwayne, el que no habla, hace ejercicio en su cuarto. Su ropa y el cuarto son de los mismos colores: blanco, negro y beige. Anota con una cruz en un calendario otro día de silencio exitoso. Su objetivo: no hablar hasta que logre su mayor aspiración, la de ser piloto. El abuelo se encierra en el baño con un primer plano de manos que sacan de una riñonera de cuero un frasquito con un polvo. Lo divide cuidadosamente y lo aspira con un billete enrollado. Finalmente la madre, manejando acelerada, va al hospital a buscar a su hermano, que se está recuperando de un intento de suicidio. Pequeños atisbos de “fracaso”: una sala vacía, un consumo de cocaína a escondidas, un intento de suicidio.
La felicidad en la discursividad de esta familia (encarnado al máximo en el padre) parece ser ese horizonte común que Lacan entiende como la triste expectativa de ser como todo el mundo. La extendidísima idea de que la felicidad tiene pasos, condiciones y estribillos, y que ser felices nos convierte en grandes ganadores (y viceversa). Pero mientras en Little Miss Sunshine aparentan ser felices y ganadores, van descubriendo el patetismo de sus condiciones, lo irrealizable de esas aspiraciones absurdas.
El primer almuerzo juntos se ubica en las antípodas del escenario del cuadro de Acción de gracias de Rockwell. Hay platos descartables, pollo frito en balde y panes en envases de plástico. Los silencios incómodos del principio son seguidos de un barullo donde todos hablan encima del otro. El abuelo insulta mucho (más de lo que todos quisieran que hiciese frente a Olive), grita y se queja de que comen lo mismo todo el tiempo. El padre también hace comentarios desubicados, para provocar al hijo por su deseo de volar aviones, y también al tío recién llegado, al que tampoco considera apto según sus estándares de ganador. Sus axiomas son del tipo “los vencedores nunca se rinden”, “pedir disculpas es un signo de debilidad o el sarcasmo es el refugio de los perdedores”. La eyección, por inadmisible, de todo lo que no está en lo positivo.
Olive, la más chica, consigue de casualidad un lugar para competir en el prestigioso concurso de belleza Little Miss Sunshine. No pueden pagar un avión, no pueden dejar al tío solo (ni al cuidado de Dwayne) y el abuelo insiste con que quiere ir porque es él el que enseña las coreografías a Olive. Por lo tanto, van todos en auto. De esa convivencia forzada surgirán los estallidos que orientan hacia la verdad fracasada de esta familia. Un itinerario que los hará sabedores de toda su perdición.
Leila Guerriero cuenta de una vez que un amigo le dijo que solamente cuando acepta que trajo a su hija al mundo para morir, es cuando logra ser padre de la manera más libre. Cuando logra aceptar la inevitable perdición. Guerriero agrega: “Habituarse a una hermosa risa humana, a un cuerpo vivo, cuesta muy poco. Dejar partir, en cambio –dominar el arte de perder–, cuesta la vida”. Hay algo de esto que se deja traslucir en la película. Dejar partir. Saberse perdedor de todas las cosas tiene, en sí, un potencial liberador.
En el viaje se suceden una serie de eventos tragicómicos. A lo largo del camino todos los personajes se encuentran una y otra vez con formas –más o menos grandes– del fracaso. Se les rompe la camioneta (dos veces); Frank se encuentra con el ex que incluye dentro de las razones de su depresión; su editor le dice a Richard que el programa de nueve pasos es inviable a nivel comercial, porque él es un total desconocido que a nadie le importa. La gran tragicomedia; momentos terriblemente absurdos, hilarantes en ese sentido, pero entristecedores y melancólicos.
La apoteosis se da cuando, habiendo parado en un motel, la familia se despierta y descubre que el abuelo estaba muerto, posiblemente por una sobredosis. No se trata de un evento que se muestre desgarrador, sino casi sarcástico. En el hospital, ya retrasados para llegar a tiempo a inscribirse al concurso, una encargada les dice que les va a ser imposible llegar. No pueden dejar el cuerpo abandonado y tendrán que esperar a hacer los arreglos. La burocracia así lo demanda. Richard decide, para incredulidad del resto, que a California van a ir a igual y que se llevan en el baúl del auto al abuelo, hasta que termine el concurso y puedan hacer los arreglos. Otra escena que da cuenta de lo bizarro.
De camino a California, ya en la camioneta, Olive juega mostrándole a su hermano diferentes folletos de prevención de la salud que agarró del hospital. Uno de ellos es un test de daltonismo: un círculo rojo con una “a” verde manzana en el centro. Dwayne no lo ve. Incrédulo, cruza una mirada desesperada con su tío. Escribe frenético en su libretita de comunicaciones, “¿QUÉ?”. El tío lo mira, suspira desalentado, “sos daltónico… no podés ser piloto”. La escena en que Dwayne estalla es muy particular. El esfuerzo grandioso por comprimir su voz no da más abasto y sale del auto con un alarido. Insulta a sus padres, insulta a su tío, los tilda de fracasados (“you are fucking losers”). Los padres se quedan al borde, sin saber qué hacer. Entonces es Olive la que se acerca al hermano, sin decirle nada, solamente le da un abrazo. Dwayne se levanta y vuelve al auto. Nadie más dice nada.
Es por Olive que todos se suben al auto, van a California, corren, se apuran. Por Olive se apretujan en una camioneta vieja, duermen en un motel sucio. Siempre es Olive quien, en todas las tragedias y desmadres, aporta y devuelve algo de la ternura. Olive, en su ingenuidad infantil y sus evidentes incompatibilidades con los criterios de los concursos de belleza.
Cuando llegan a California, todos se terminan de convencer de que Olive no debe seguir con el concurso. Están horrorizados por la normativa, el olor a spray y la frivolidad de los trajes de baño en nenas de no más de diez años. Pero Olive insiste. Le falta el último acto, el más importante porque se trata de bailar la coreografía que le enseñó su abuelo.
Entonces: la mejor escena de la película.
El baile de Olive es la coronación final de lo bizarra que es esta familia. El público lo recibe claramente escandalizado. Una performance desprovista de cualquier tipo de atavíos, de falsedad. Una coreografía hiper sexualizada que Olive baila con una ingenuidad total. La abuchean, la quieren sacar del escenario. Y entonces la familia sale a hacerle el aguante, haciendo que la irreverencia ante el concurso de belleza y su público sea redonda y total. Todos los miembros de la familia se suben al escenario y bailan –muy mal, claro– con Olive. En ese momento, se consagran definitivamente como una familia de perdedores.
¿Qué es ser un ganador? ¿Qué pasaría si Olive ganara el concurso, si Dwayne se convirtiese en piloto, el padre en best-seller y el tío en el académico expertísimo en Proust? Por lo pronto, no habría película. Y, además, no habría nada. En La promesa de la felicidad, Sara Ahmed cuestiona el obligado pasaje a “ser felices”, “ser mejores”. Desde su perspectiva, la narrativa de la felicidad es la expresión inmaculada de una refinadísima técnica de opresión y disciplina. “Ser feliz” es un formula científica cerrada y rígida, una tendencia que opta por silenciar o corregir los desvíos, una ciencia que se cierne sobre el desborde de lo positivo. Pero, además, es una técnica que mata la ambivalencia. La corta, la sofoca. Porque, en definitiva, lo que se esconde detrás del “camino correcto” no es otra cosa que un vacío apabullante. Una frivolidad insensata, corrupta y cruel.
Little Miss Sunshine se guía por el rechazo a esa economía insustancial que es la orientación de la felicidad vacua. Y la mejor forma que tiene de hacerlo, de demostrar lo absurdo de esa doctrina, es contrastándolo con lo inevitable (y terriblemente real, brutal) de la perdición. Esa familia de perdedores que no sabe tampoco puede amoldarse a ese camino prefabricado. La escena final, la del baile, es, aparte de ese estallido bizarro, una suerte de alivio; un mandar a muerte a toda la idiotez. Emanciparse de eso, acercarse un poco más al manejo del arte de perder////PACO
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