En su Borges, Bioy dice que a ninguna mujer le gusta el Martín Fierro. La afirmación -provocadora- desencadena una réplica del mismo Borges. La copio: “De Martín Fierro Macedonio me dijo: «Salí de ay con ese calabrés vengativo.» Cuando refiero esta frase en las conferencias, la gente se molesta. No ve que la frase puede ser ingeniosa aunque injusta. Aunque realmente Martín Fierro corresponde a la idea popular de un calabrés.” El uso de la doble conjunción subraya un desborde. La ocurrencia se cristaliza, el chiste se corrobora en una aseveración. Y sin embargo, citas de citas, los recodos de la anécdota y sus atribuciones deberían ser desplegados con cuidado. ¿Quién es finalmente el que habla, el que afirma, el que dice? ¿Bioy citando a Borges citando a Macedonio Fernández? No me interesa tanto discutir aquí el Martín Fierro, ni a Martín Fierro personaje, ya tan discutidos ambos, ni tampoco la idea que Borges tenía de lo calabrés, sino lo calabrés mismo. ¿La idea popular del calabrés? Me interesa eso porque, más allá de algunas marcas geográficas o gastronómicas, una pertenencia final de pasaporte y algunos linajes subalternos, lo calabrés, sangre diluida en sangre, no existe en la Argentina. Aunque quizás sí en Buenos Aires.
Roberto Raschella nació en esa ciudad en 1930. Escribió su obra a lo largo de toda la mitad del siglo XX. En el 2012, dentro de su colección Poetas contemporáneos argentinos, el Fondo Nacional de la Artes publicó una antología de sus poemas. El pequeño volumen no esconde el reconocimiento a más de cincuenta años de trabajo. En el prólogo, Luis Chitarroni invierte los tantos y señala que “es una felicidad y una conquista del Fondo Nacional de las Artes tener a Roberto Raschella.” Al texto de Chitarroni, eficiente y amable, no tengo objeciones para hacerle. Pero algo llama la atención. Chitarroni consigna que Raschella es “hijo de inmigrantes”, que en su poesía hay “harapos cercenados del parlar materno”, que sus versos conservan una “música.” Y dice algo más. Lo cito: “Es obvia -mejor dicho, ha sido bien observada- la relación de Raschella con la poesía italiana.” La música, la poesía italiana, el habla materna, la obviedad. Bien. Pero es “hijo de inmigrantes” dice Chitarroni. ¿Por qué no dice “hijo de calabreses”? Sospecho que podría haber “hijo de napolitanos” o “hijo de sicilianos” si hubiera sido el caso. Insisto: ¿por qué no dice “hijo de calabreses”? Mi respuesta primaria, simple y al mismo tiempo grosera: nadie es calabrés. Es así. Lo calabrés puede ser napolitano, siciliano, italiano, inmigrante, argentino, incluso gaucho, alemán o africano. Pero nadie puede ser calabrés. Mucho menos los calabreses. Y menos aun se puede ser calabrés profesional, como Lorca, que a decir de la chicana, era un “gitano profesional”, o como Roberto Saviano es un napolitano altruista, con culpa, un napolitano arrepentido. Ni siquiera los mafiosos de las películas pueden ser solo calabreses. Mucho más fácil, o al menos más factible, resulta ser hijo de inmigrantes.
En el 2016, la profesora Nora Mazziotti publicó la novela Amores calabreses. Ese título, que encierra una pregunta, es muy bueno. ¿Cómo son esos amores, nos preguntamos, nosotros, los argentinos? ¿Que idea popular existe sobre esos amores? La novela transcurre en Buenos Aires, dede ya. Luis Chitarroni vuelve a aparecer aquí como lector garante, esta vez desde la contratapa. Ahí realiza una enumeración antiborgeana. Las “voces argentinas” de la novela, dice Chitarroni, “indagan ciertas fuentes comunes, nuestras también: la ópera, el sainete, el folletín, el melodrama.” La novela tiene sus méritos. De la ópera marcada por Chitarroni tomaría el registro coral, que va más bien hacia una zarzuela. Ópera, quizás, en ese sentido. Ópera de cámara, podríamos decir. Y un sainete, también, pero sin el resto de grotesco. Todo funcionando un poco en sordina, con muchos nombres propios, sin héroes únicos, con el lector un poco perdido entre las Biancas, las Aidas, Amneris, y los Robertinos, Gaetanos y Ginos. Y sin embargo, salvo por la muy buena escena de cortejo entre Bianca y Gino Scattolini durante una visita a La Ideal, la novela no llega a ser entretenida. Para empezar, estos amores calabreses se apoyan demasiado en la idea popular que se tiene en la Argentina de la inmigración italiana, que no es, desde ya, la del hombre vengativo. Sino esos lugares comunes donde los inmigrantes italianos son bonachones, trabajadores, locuaces, panzones, devotos de la familia. Ascensos y descensos sociales, entonces, deudas, amores, traiciones, viajes, y sin embargo, estos Amores calabreses pierden un poco su perspectiva, sus bordes se esmerilan, su prolijidad se vuelve tediosa. Personajes y autora aparecen así demasiado disciplinados por la existencia. Y el que debería ser el héroe principal de la novela, Gaetano, se vuelve a Italia en la primera página, más bien en la primera línea. Pese a que luego se cuentan muchas de sus vivencias, esa ausencia marca la novela, señala algo. Lo calabrés no puede desprenderse de la sustracción como gestualidad inicial.
Como la mayoría de los calabreses emigrados a la Argentina, Antonio Porchia estaba tan lejos de la ‘Ndrangheta como lo podía estar Alejandra Pizarnik, que fue, lo sabemos, su lectora. Las primeras líneas que le dedica Wikipedia merecen un breve comentario. Leemos: “Antonio Porchia (Conflenti, Catanzaro, Calabria, 13 de noviembre de 1885 – Vicente López, Buenos Aires, 9 de noviembre de 1968) fue un poeta ítalo-argentino. Su única obra que ha salido a la luz es un libro de aforismos titulado Voces, que es considerado por muchos como una de las obras maestras de la literatura argentina.” De la Catanzaro del siglo XIX al Vicente López de 1968, ¿cuántas exageraciones percibimos en ese breve párrafo? El piadoso y poco usado “italo-argentino” se agradece. Pero ¿alcanzan los aforismos para ser poeta? No creo que Voces sea “una de las obras maestras de la literatura argentina.” ¿Cuáles serían las otras si esto fuese verdad? ¿Quienes son los “muchos” que la consideran así? Wikipedia informa luego que que en 1906 Porchia viajó a Buenos Aires y poco tiempo después compró una imprenta. Esos datos me parecen más útiles y precisos. Tanto en Wikipedia, como en otros artículos de la web, el perfil del aforista se dibuja con claridad. De hecho, Porchia fue todo lo que el siglo XX le pedía a un escritor obrero: exiliado, carpintero, comunista, bohemio, anarquista, austero. Se sabe que frecuentó las bibliotecas populares y creó tertulias. (No sabemos si Roberto Arlt, que andaba por ahí, muy cerca, lo leyó. Lo cual, para Porchia, quizás fue una suerte.) Otra dato importante, es que, en varias ocasiones, las diferentes ediciones de Voces fueron reconocidas, recomendadas y hasta editadas por intelectuales prestigiosos, locales y extranjeros. En Internet, encuentro “Antonio Porchia: la brevedad del extranjero”, un paper de Fabio Morabito fechado en 2008. Morabito dice: “Recluido en su modesta casa, ahorrativo y solitario, rodeado de pocos libros y sin más distracciones que las visitas que le hacían unos cuantos amigos y admiradores, Porchia debía de escribir mucho, pues no necesitaba sentarse a una mesa para hacerlo y podía trabajar cada aforismo de memoria. Apuntaba sus frases en pequeñas hojas de papel, que luego corregía y volvía a corregir, obedeciendo a un afán de perfeccionismo que probablemente se debía al hecho de que, habiendo nacido en Italia, aprendió español hasta los dieciséis años, edad a la que llegó a Argentina con su familia.” Ese es el tono del artículo de Morabito, que sirve de lectura introductoria. Luego se le suma un análisis de adverbios y conjunciones en Voces que no resulta carente de interés, aunque por momentos quiera hacer pasar los defectos sensibleros de Prochia, que los tiene, por un intento de literatura experimental o una consciente experimentación con la lengua.
El fallido ingreso de Porchia en las páginas de la Revista Sur se puede contar rápido. Resumida, la anécdota dice que Porchia presentó sus textos, fueron mirados con curiosidad y luego de algunas vueltas, se puso como condición una revisión de orden estilístico y sintáctico (¿quién puso? ¿Bianco? ¿Murena?). Porchia se negó, con el consecuente cierre del episodio. Sin embargo, en septiembre de 1978, diez años después de su muerte, Borges prologó las Voces para una edición francesa. Él tampoco lo reconoce como italiano, mucho menos como vengativo. Borges es generoso y algo displicente, como solía serlo con Xul Solar o Silvina Ocampo: “Felizmente —y también para nuestro pesar—, los fantasmas no nos faltan. Creemos ser argentinos, chilenos, franceses, devotos de tal o cual fe, afiliados a tal o cual partido, herederos de una tradición, portadores de un nombre, habitantes de una casa o de un siglo, poseedores de un rostro entre otros. Estos fantasmas son incesantes, pero no es imposible que nos dejen solos, atrozmente solos, en el instante de la muerte.”
En su número 48, publicado en el 2008, la revista de la Universidad de México publicó un artículo de Daniel González Dueñas titulado “Borges y Porchia: el aquí y el ahora.” Como a Morabito, a González Dueñas, que no lee mal, Porchia lo convence demasiado y lo lleva a cometer algunos exabruptos. Por ejemplo, se pregunta por qué Borges no premió a Porchia en un concurso de La Nación y por qué no compiló en algún libro el prólogo a las Voces, sin registrar que se trata de un texto ocasional, hecho por compromiso. (Aunque uno podría preguntarse ¿compromiso con quién?)
Antonio Porchia fue un escritor de lo que no hay, de la sustracción, un escritor que es escritor pero que casi no es escritor, y eso lo convierte en una potencial héroe contemporáneo, fácilmente mitologizable. La administración silenciosa de un economía vital humilde, el cambio de lengua, la orfandad, facilitan metáforas afectadas que hacen al paladar de los estéticos corredores por izquierda del fin del siglo XX. La lista es larga, va de Kafka y Robert Walser hasta Vila Matas, César Aira y Osvaldo Lamborghini pasando por el mismo Borges y Gombrowicz, por solo nombrar algunos. La idea se repite: no saber implica saber más. La pobreza es virtud. La mala literatura, buena literatura. El destierro, la mejor patria. La impotencia, potencia. Y Porchia cumple los requisitos para ser objeto de todas esas amenas contradicciones de salón. Esto me importa mucho menos que el hecho de que fuera calabrés. ¿Hay relación posible entre ese escritor espectral y ese puntual espacio geográfico de Italia? Ninguno de sus muchos lectores parece haber reparado en que Porchia había nacido en Calabria, tampoco pudieron o quisieron descubrir en su escritura a esa influencia. Sin embargo, está. ¿Dónde la leo? Podría empezar a citar aquí los fragmentos de Porchia, señalando en ellos esas marcas. Pero prefiero delimitar campos semánticos, que no por su simpleza deben ser desmerecidos. Los pies, las manos, una visión siempre artesanal del mundo, el trabajo manual -por ejemplo, la jardinería- como el lugar de la verdad, la duda, el fatalismo, el relativismo, la resignación risueña, la falta de ambición, la dialéctica como el bien y los fundamentalismos como el mal, se ven todos con claridad en las líneas de Voces. ¿Alcanza con eso para ser “literatura calabresa”? Creo que el problema debería plantearse al revés. Si Porchia es calabrés, ¿no tenemos derecho a buscar, en ese castellano que usa, las marcas de su paese? La ironía, suave, recorre Voces como máquina lectora de un mundo donde siempre sobran cosas, un mundo que rebalsa hacia afuera y eso genera incomodidad. Por lo tanto, es necesario recortar, podar, silenciar o amortiguar ese ruido. En ese sentido, lejos del Martín Fierro de Macedonio, Borges y Bioy, tanto Porchia como también Raschella y Mazziotti coinciden en percibir el mundo y en expresarlo en su forma más melancólica.
Las universidades y los programas de estudios son generosos hoy con eso que llaman “literaturas menores”, sin embargo, por lo general, esa minoridad no pasa de una afectación para renombrar mayorías. Los comentaristas que le tocaron a Porchia hablan de la escritura en una lengua segunda, en una lengua aprendida en la adolescencia. Pero creo legítimo preguntar, ¿cuál era la primera? No era, no podía serlo, el italiano perfecto de la academia. Porchia nace solo cinco años después de la unificación. La Italia moderna estaba en construcción. El italiano se hablaba desde hacía siglos pero los dialectos todavía fragmentaban la península. Y en las zonas rurales, la escolaridad era pobre o inexistente. ¿Cuál fue la primera lengua de Porchia? ¿El dialecto calabrés, tan cerrado, cargado de vocales cerradas, presionado por un latín todavía opaco, telúrico, que lo presiona?
Los aforismos, fragmentos y epigramas de Voces van de una metafísica lúdica, a veces infantil, transparente, hasta recaer a veces en la forma pringosa de las greguerías de Ramón Gómez de la Serna. Aunque es mucho menos oscuro, se lo suele asociar a Emil Cioran. Pero cualquier lector comprende que son diferentes. A veces incluso opuestos. Como si el rumano bajara siempre, incluso cuando intenta subir, como si Porchia siempre estuviese abajo, incluso cuando se muestra diáfano y certero. Así, las Voces se dejan leer y releer con curiosidad, por momentos hasta con interés. No obstante, a veces especulo con lo que podría haber escrito Porchia, lo que esta potencial en sus líneas y en su biografía, y eso me genera, para decirlo en su estilo, cierta esperanza desafiante. ¿Un Porchia más prolífico habría llenado los estantes vacíos de las relaciones entre Buenos Aires y Calabria? ¿Habría dado un Leónidas Barletta menos arrebatado, más sensible? Como diarista seguro no le faltaron ideas, ni material, ni inspiración. De haber intentado narrar lo asocio menos a Pavese y a Calvino que a Elio Vittorini, al Luigi Malerba de La scoperta dell’alfabeto, y al Gadda de La cognizione del dolore. Si hubiese escrito poesía, habría anticipado a Alejandro Schmidt. Termino con una obviedad. El rostro de Antonio Porchia no es un texto, pero puede ser leído. ¿Qué veo ahí en esas arrugas, en esas proporciones? ¿Qué veo en el retrato que le hizo Sameer Makarius? La frente ancha, la nariz grande, las cejas raleadas, los ojos cansados pero brillando, la boca seria sin ingenuidad, sin soberbia, el mentón de base fragmentada, la complexión sólida, que transmite calma. Siempre hay algo antiguo, ajado pero resistente, en los rasgos de la clase trabajadora del siglo XX. Siempre hay un poco de verdad en la cara de un viejo. Se suele decir que a los calabreses les gusta comer porque siempre pasaron hambre y que les gusta bailar porque conocen la tristeza. El rostro de Porchia es un semblante argentino, que, más allá de los libros y toda especulación, me contiene. Encuentro una felicidad simple y familiar en corroborar esa coincidencia que conlleva también la forma de un destino.////PACO