Arte


León Ferrari (1920-2013)

Por Juan Terranova

1.

Cuando vi una fotografía de «La civilización occidental y cristiana» de Ferrari por primera vez a mediados de los años noventas leí la obra desde mi propia biografía. Recuerdo esas primeras impresiones con mucha nitidez. Los protestantes –que siempre son protestantes del norte– habían sacado al Cristo de la cruz y ahora alguien, un artista argentino, lo recolocaba ahí pero no sobre los leños ingratos, sobre el símbolo sagrado, a la vez oprobio y emblema, sino sobre una sofisticada arma de guerra. Cristo volvía, una vez más, con toda su carga de ambigüedad, con toda la belleza de su cuerpo ultrajado. No puedo asegurar que la obra me haya gustado, ni siquiera que me haya impactado. Aunque Jesús siempre me conmueve, ese tipo de arte, ese procedimiento, ya era viejo, incluso algo triste, a fines de siglo XX. Los medios de comunicación de ese momento –verbigracia la ubicua TV por cable– podían usar combinaciones similares para fines espurios o mercantiles. Su impacto, entonces, era ligero. Trivializada por el paso del tiempo, la provocación inicial de la obra, fechada en 1965, era casi inexistente. Sin embargo, podía ser leída –y yo la leía así– en diálogo con la larga tradición de artistas que encontraron inspiración y casa en el cristianismo y sus inflexiones. En ese Cristo entraba la figura parroquial, las decisiones del artista o el artesano a la hora del encargo, los jesuitas en América pero también los grandes maestros italianos y flamencos. Insisto: La obra puede, todavía hoy, ser leída en esa línea del tiempo, en esa perspectiva hacia atrás, en esa cronología.

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No mucho más tarde, cuando puse “La civilización occidental y cristiana” en serie con otras obras de Ferrari, descubrí que mi interpretación cerraba mal y no coincidía con cierta emanación general del conjunto. Lo de Ferrari me resultó infantil. Sus procedimientos, sus rústicas adhesiones y yuxtaposiciones efectistas no lograban el golpe buscado. Eran técnicas de trincheras frías que el enemigo había invadido y abandonado hace mucho tiempo. Tomando la propaganda sin originalidad, Ferrari mostraba un añejamiento avinagrado, como si continuara golpeando una puerta enmarcada en un edificio conceptual –¿El Di Tella? ¿Los sesentas?– que ya no existía. En otra obra, mucho menos conocida que «La civilización occidental y cristiana», Jesús no aparece crucificado sino que asoma desde el interior de un tanque junto a su madre María. Esta vez son ellos los que conducen la máquina de guerra. En otra, Jesús maneja una moto policial.

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De forma bastante inequívoca y recurrente, Ferrari adjudica, así, el accionar de ejércitos seculares de todas las épocas a santos, ángeles y prelados. Borrando pliegues y contradicciones, la mayoría de las veces esa adjudicación se realiza con poco ingeniosas sobreimpresiones. Dentro de la muestra Relecturas de la Biblia, hay una lámina en blanco y negro donde una aparición celestial le indica a un soldado una ejecución a sangre fría. En otra, un ángel renacentista pone, con su trompeta, la música de un bombardeo.

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Los trabajos de Ferrari con el personaje Bush me resultaron y me resultan todavía más proselitistas en el peor sentido. Ahora veo en la web una calavera que en sus ojos tiene pequeñas fotos del ex presidente de los Estados Unidos. ¿Bush es la mirada de la muerte? ¿No hay nada más, ningún velo, ninguna mediación?

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Otras obras, debo reconocerlo, me siguen gustando. Si no abandono la idea de que «La civilización occidental y cristiana» puede ser leída como una denuncia cristiana de los valores protestantes, el Papa enfrentado al Gorila –que el artista versionó más de una vez– me atrae y convoca mi reflexión, más allá, o más bien dentro, de ese ridículo. Con su Papa y su Gorila, Ferrari, excepcionalmente, no nos señala qué debemos pensar. Al contrario, nos propone una situación, una unión taxativa que nos detiene. ¿Quién es quién en este diálogo? ¿En qué lengua hablan estas figuras? ¿Son juguetes equivalentes o imágenes sacras?

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Pero Ferrari no es ese feliz y desentumecedor encuentro. Ferrari es, sobre todo, la panfletaria y maniquea superposición de Hitler, la Casa Rosada y Videla, una homologación que años de historiografía intentaron matizar, relativizar, hacer coincidir o encastrar de formas menos sospechosas. Collage automático y pueril, la banalidad del mal en Ferrari se transforma muy rápido en banalidad sin adjetivos.

Hitler + Casa Rosada + Videla (perteneciente a la serie Nunca más)

Ya en los años 90, la crítica, desde el periodismo pero también en lugares de reflexión más acabada, y en base a estas obras, apoyaba esta lectura de conjunto y celebraba a Ferrari como un artista que ejercía “la denuncia”. Los Derechos Humanos, actual palangana de agua sucia, resplandecían un poco más hace unos años y mantenían centralidad en su discurso artístico. ¿Pero cuál era “la denuncia”? Vuelvo a «La civilización occidental y cristiana». Desde mi biografía, la veía como un nuevo avatar, una nueva inflexión de arte sagrado. Los aviones mataban. Y el Cristo moría por nosotros, una vez más. Pero no eran lo mismo. No se fundían, no había, no podía haber identificación. Más bien eran opuestos. La cruz romana, instrumento de tortura, se reemplazaba por una herramienta moderna de la tecnológica militar. Los exégetas laicos de Ferrari, sin embargo, señalaban que se mataba en nombre de Dios. ¿La cruz era el arma moderna? ¿El Cristo era responsable? ¿No había otra elaboración, algo que faltaba en esa rápida homologación? En esta lectura, Jesús –cuya importancia en la historia de la piedad no puede ser relativizada– aparecía aplazado por una metáfora no sólo fácil sino adocenada y tendenciosa. Se reducía así la imagen de Jesús, su peso doctrinario, su palabra y su prédica, a las instituciones que lo veneraban y a su relación, no necesariamente directa, con las fuerzas armadas estadounidenses. ¿Podía ser un arte, cualquier arte, tan previsible, tan frívolo, ilustración tan paupérrima de un prejuicio? Me resistí a pensar eso. Y pese a las otras obras que traccionan «La civilización occidental y cristiana» a esa zona vulgar, aun me resisto.

2.

Voy al sitio oficial de León Ferrari y corroboro mis impresiones. Sus relecturas de la Biblia emergen hoy como inocuas, complacientes, poco jugadas, llenas de gestos provincianos. Al mismo tiempo que aceptan trabajar con un material, rechazan todo su potencial ecuménico, toda su capacidad de disenso. ¿Cuál fue el talento de Ferrari, entonces? Personero de una ideología vaporosa, optó por bajar línea progresista, nunca –hasta donde sé– por tematirzarla. Fue un obsecuente parásito del discurso del “bien pensar” y respetó la ética parcelada, los andariveles de la izquierda suave. ¿Cultivó el odio? De ninguna manera. Pero cuando tuvo problemas con la institución eclesiástica –que, burda, le hizo el juego– su operación triunfó. Ferrari, sinécdoque del pensamiento UBA-CONICET-FREPASO, buscaba en democracia el lugar de víctima, de agredido, porque desde ahí podía desplegar su reclamo, su identidad, su razón y su existencia.

De todas las lecturas pobres que hubo de León Ferrari, la más precaria, ingenua, siempre lindante con la parálisis mogólica, es la de Rep. Por ejemplo, en un texto que escribió para la muestra “Juguetes”, del año 2010, el historietista se muestra incluso más pajuerano que en sus anodinas tiras semanales. Rep dice de Ferrari: “Obras de arte a granel, en cantidades industriales, embelleciendo rincones de hogares argentinos. Juguetes inocentemente subversivos. Arte popular: el verdadero triunfo de nuestro amado artista y su pensamiento”. Artistas comprometidos, entonces, alineados, rentados y al mismo tiempo ofrecidos con garantía de librepensadores, Rep y Ferrari forman parte de la peor zona del kirchnerismo, la que llegó tarde, la farandulesca, la inútil. Esa zona, siempre dispuesta a la transa y a la mordida presupuestaria, los arropó y los protegió. Así, el artista ya viejo y semi-consagrado mutó en el artista oficial y Rep continúa manchando con sus cacas líquidas Tecnópolis y todo otro lienzo estatal que se le ofrezca.

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Vi una vez a Ferrari en una galería. Caminaba con un bastón, y, agasajado como maestro, ofrecía su cara de sapito y su melenita pop a los anfitriones. También usaba una sonrisa afable y una mirada bonachona. Ahora leo en Wikipedia que “Gran parte de su obra está orientada a denunciar los abusos de poder y la intolerancia en la sociedad”. Esto es falso. Ferrari nunca denunció nada. En la web de Página/12, el 25 de julio se dice, sin firma, que “Uno de los más importantes y provocadores artista plásticos de los últimos años, cuya extensa obra se centró en la religión, las guerras y la intolerancia, falleció hoy en la ciudad de Buenos Aires”. Es posible que haya sido “importante” pero jamás fue “provocador”. Su producción emerge con tanta precisión como emblema de la corrección política que ni siquiera puede ser sindicado como hereje. Arribista, adulador, Ferrari quedará para la historia como un relacionista público, un ilustrador poco conflictivo de ideas remanidas. Es verdad que supo tomarle el pulso a la pequeña burguesía con pretensiones intelectuales y venderle, primero, que la transgresión era buena para el arte y, segundo, que él era transgresor. Ahí hay un talento. Pero ahora que la muerte lo tocó, sus deudos lo canonizan y piden respeto por la figura del artista de la provocación, sellando un espiral de neurosis muy solidario con el medio pelo argentino y revelando un corto calado identitario. Así la cosas, me apuro a decir que esta descuidada necrológica es apenas un parecer, las impresiones erráticas de un hermeneuta de arrabal que siempre vio la obra de Ferrari con un poco de piedad por su evidente falta de potencia. Es probable que, en un loop irónico inconsciente, alguien pida, otra vez, silencio mientras se vela al pretendido estridente. Desacatado, llevo mi ruido, apenas un murmullo, hasta el frío de un cajón cerrado -que será antes que nada madera conservadora- porque allí la magra carne de quien fuera León Ferrari recibirá a los gusanos, sus últimos críticos. Con ellos tampoco habrá diálogo sino previsible sordera, olvido y lugar común.///PACO