Negocios


Lecciones de Leonardo Cositorto

Como si se tratara de un proceso colectivo de transición anímica entre el entusiasmo por el aparente ocaso de la pandemia de Covid-19 y el esperado inicio de la invasión rusa a Ucrania, durante los primeros meses argentinos de 2022 las pantallas analógicas de la televisión y las pantallas digitales de las redes sociales se obsesionaron al unísono con Leonardo Cositorto, finalmente atrapado a principios de abril por la Interpol acusado de organizar una estafa financiera masiva que, incluso durante sus últimos seis meses de agónica existencia, fue capaz de recolectar ganancias por 500 millones de pesos argentinos (equivalentes, más o menos, a unos dos millones y medio de dólares). La cifra real de lo estafado es muchísimo mayor, aunque es la naturaleza misma de este tipo de maniobras lo que neutraliza parte de las denuncias. Al fin y al cabo, las víctimas de las grandes estafas “piramidales” suelen pertenecer a eso que los grandes bancos llaman con piedad “pequeños inversores”, es decir, propietarios de cantidades de dinero comparativamente prescindibles y, sobre todo, a la conveniente sombra de cualquier registro impositivo. Por supuesto, seríamos ingenuos si creyéramos que los grandes bancos rehúyen al dinero fuera de registro, así que mejor quedémonos con la idea de que, para los negocios bancarios, este segmento del mercado es irrelevante.

En combinación con una colorida gama de elementos esotéricos y narcisistas a tono con el mito neoliberal del “emprendedor”, lo que la organización de Leonardo Cositorto prometía a sus “pequeños inversores” en Argentina, Perú, Colombia, Paraguay o Bolivia, entre otros países, eran ganancias del 7,5% mensual (en oposición al 0,10% que ofrecen los bancos argentinos) a partir de una inversión inicial mínima de dos mil dólares. Palabras más, palabras menos, un frágil primer paso hacia el sueño de vivir de intereses, libres de la maldición bíblica del trabajo. Pero más atractivo que los detalles técnicos sobre cómo funciona un “esquema Ponzi” —acerca de lo cual la entrada en Wikipedia sobre la vida y la obra del ítalo-estadounidense Carlo Ponzi (1882-1949) es didáctica— es acercarse al verdadero asunto en cuestión, que en los términos de un gran filósofo alemán contemporáneo podría presentarse así: “El hecho primordial de la Edad Moderna no es que la Tierra gire en torno al Sol, sino que el dinero lo haga en torno a la Tierra”.

El dinero, en efecto, gira en torno a la Tierra, pero para recordar sus contundentes polos de atracción entre quienes no son suficientemente pobres como para dejar de comer pero tampoco suficientemente ricos como para controlarlo, nada mejor que la información. Según Forbes, las máximas fortunas mundiales han crecido a ritmos cercanos al 7% anual desde 1987, lo cual significa un crecimiento entre tres y cuatro veces más rápido que el crecimiento del patrimonio medio y unas cinco veces más rápido que en el caso de la renta media. “Por definición”, escribe Thomas Piketty en Capital e ideología, “semejante divergencia no puede prolongarse de manera indefinida, excepto bajo la hipótesis de que el patrimonio mundial correspondiente a los multimillonarios tiende progresivamente al ciento por ciento del patrimonio mundial, algo que no es ni deseable ni realista: es probable que se produzca una reacción política mucho antes de que eso ocurra”.

Se trate de una “reacción política” en un sentido u otro, lo cierto es que, mientras permanecemos a la espera, la pandemia global de Covid-19 profundizó la distribución desigual de la riqueza. Y es con esto en cuenta que adquiere densidad el vértigo de una genealogía renovable de desesperados apostadores de alto riesgo que como Cositorto, sus socios y sus víctimas, nos invitan a lanzarnos a la estimulante aventura del winners take all. En consecuencia, no deberíamos perder tiempo preguntando por qué los estafadores deambulan entre nosotros, sino más bien por qué nosotros necesitamos creer cada vez más en ellos. Una primera respuesta podría ser: en el mundo interior del capital, hecho de ricos cada vez más ricos y pobres cada vez más pobres, la estafa a nuestras expectativas no es la excepción sino la regla.

Esta hipótesis adquiere más brillo si consideramos lo que Piketty sugiere pero su colega Yanis Varoufakis[1] explica: la extrema desigualdad, hoy, es perfectamente compatible con los grandes negocios, ya que una economía cada vez más atada a las finanzas y la especulación, esto es, desvinculada de la realidad, no requiere de los productores ni de los consumidores para crecer. Contra los escépticos o los desinformados, Varoufakis presenta un ejemplo: en los primeros siete meses de 2020, la economía de Reino Unido había sufrido su mayor contracción en la historia (una caída del ingreso nacional superior al 20%), aunque la Bolsa de Londres reaccionó con un alza en el FTSE 100 (su principal índice bursátil) de más del 2%. El mismo día, cuando los Estados Unidos empezaban a parecerse a un estado fallido y no solamente a una economía en problemas, el índice S&P 500 alcanzó un pico sin precedentes. Desde ya, sería un error creer que estas noticias halagan los oídos de mis amigos de izquierda cuando, en realidad, son mis amigos libertarios de derecha los verdaderos beneficiarios de una decepción sostenida ante el futuro que, con justa razón, lleva a muchos a creer que tendrán su auténtica oportunidad cuando el capitalismo cargue con menos restricciones que las que ya se ha sacado de encima. Como sea, si volvemos por un instante a Cositorto, que también reclutaba a buena parte de sus víctimas entre los más jóvenes y crédulos, veremos que no es casualidad que Fortuna haya sido desde los tiempos de la Roma imperial la diosa preferencial de los esclavos y de la plebe sin trabajo.

Mi hipótesis preferida, en cambio, requiere una brevísima clase de historia. En diciembre de 2001, cuando el sistema financiero local colapsó y la representatividad política parecía disolverse, fueron los bancos de primera línea los que incautaron los depósitos en dólares de sus clientes, y ni entonces ni después hubo algún castigo, puesto que lo que a todas luces era una estafa se presentó como un designio inescrutable de la voluntad supraterrenal de los mercados. Es más: fusionados o rebautizados, esos mismos bancos siguen operando en Argentina, y quienes fueron estafados por ellos en 2001 son también quienes, a pesar de todo, volvieron a depositar sus ahorros en ellos. De esto, en principio, se puede llegar a una conclusión que muchísimos estadounidenses descubrieron a partir de la crisis de 2008, cuando perdían sus casas mientras el Estado rescataba a las élites potentadas del sistema financiero: para el ahorrista promedio, al menos, no existe tal cosa como el “miedo” a ser estafado por las periferias turbias del sistema financiero, ya que a pesar de sus nobles apariencias de formalidad jurídica, el centro del sistema financiero también es una estafa. ¿Por qué? Porque a ambos sistemas les es inherente una tendencia al derrumbe en cuya manipulación consiste la dinámica del sistema en sí mismo.

A la hipótesis inicial acerca de lanzarnos a los bolsillos de los estafadores tras el sueño de vivir de intereses y sin trabajar se le puede añadir, ahora, un ingrediente clave: en el peor caso, ¿qué podríamos perder que ya no estuviera de una manera u otra perdido? Quien haya pisado un casino sabe que la ambición aguda suele verse acompañada por regla general de la sensación de que merecemos más suerte de la que hasta ese momento hemos conocido. De lo que se trata, en tal caso, no es de ser o no ser estafados, sino de la ilusión proactiva de convertirnos, también nosotros, en estafadores. Podría decirse: de ser individualmente capaces de lanzarnos a la aventura de hackear al sistema, como si eso todavía estuviera a nuestro alcance en el desigual juego del libre mercado. Y algo más: esta maniobra de autodefensa no tiene nada que ver con algún proceso reactivo referido al “ello” freudiano. No, no se trata de caer de rodillas ante ninguna pseudosofisticada elaboración psicoanalítica sobre la frustración y la persecución del “deseo” en el “capitalismo”, sino que, por el contrario, la fantasía de ser estafadores en lugar de estafados es lo que nos mantiene de pie frente a la esencia consciente e informada de la pura y dura realidad económica, cuyo clamor reza que debemos evitar el riesgo certero de perder por la vía de volver perdedores a los demás.

Así que volvamos al trauma de nuestra época, el verdadero combustible espiritual detrás de toda apuesta: el riesgo. En el ámbito de los negocios, el riesgo es una herida palpitante suturada con palabras como “productividad”, “competitividad” y “optimización” —tres lunas de ese gran planeta transparente llamado “tecnología”—, cuyo efecto es que las empresas se administren cada vez más en beneficio exclusivo de sus accionistas antes que de sus trabajadores, clientes o cualquier otra cosa. “Financiarización” significa eso: convertir a las empresas en sirvientes de sus propios dueños y en detrimento de cualquier otra consideración. Y es este shareholder-value mind-set, para usar las palabras del politólogo Anand Giridharadas, lo que finalmente nos llega como régimen gerenciador y emocional para entender nuestra situación. Por lo tanto, ¿qué tal si dejásemos de considerarnos meros empleados y nos pensáramos, nos moviéramos y nos imagináramos como accionistas? Tanto Leonardo Cositorto como Bernie Madoff, por mencionar a dos jugadores de alto riesgo caídos en desgracia, captaron en el aire de la época el perfume ontológico de esta avidez (¿por qué “ontológico”? Porque como dice el mismo gran filósofo alemán contemporáneo citado antes, “ser”, en este ámbito, significa “la suma de las transacciones que aseguran el equilibrio entre lo prestado y lo devuelto”). El detalle es que, mientras que estos lobos solitarios de las finanzas hacen y nos invitan a su juego bajo el auténtico estímulo del riesgo, los verdaderos players financieros, aquellos involucrados en estafas de calado profundo como las de 2001 o 2008, cuentan con el beneficio real de la impunidad. Para ellos, la prerrogativa es que no hay riesgo. Y así es como retornamos a la regla esencial de nuestro mundo interior del capital: la desigualdad.

En el ámbito social, y por fuerza de una desigualdad en expansión, lo curioso es que el mandato, para nosotros, sigue siendo el de evitar el riesgo a pesar de que, tal como se nos plantean las cosas, habitamos nada menos que la cuna del riesgo. El conflicto es evidente: tenemos que evitar el riesgo aunque lo único que podría salvarnos es arriesgarnos, por lo que, tarde o temprano, caemos en el campo de las técnicas del alma, ya que al riesgo latente de la caída económica se le suma el riesgo de decepcionar, el riesgo de la soledad o el riesgo del desamor, sobre los cuales se multiplican como hongos otro tipo de estafadores, los gurúes de la autoayuda (ataviados a veces con un diván y otras veces con una túnica, pero siempre dispuestos a vendernos acciones anímicas con cotización exclusiva en el banco íntimo de nuestra voluntad individual). Al igual que con los famosos “esquemas Ponzi”, la huida constante hacia delante es crónica y generalizada. Para la vida económica, apuesta y riesgo; para la vida anímica, previsión y judicialización de los vínculos.

Hay que reconocer la destreza de Leonardo Cositorto[2] para reunir en su persona muchos de estos rasgos. Coach ontológico, empresario, motivador de grupos, inversor, fabricante de líderes, trader de criptomonedas y ampuloso sibarita, su aspecto mismo, entre lo grotesco y lo lombrosiano, podría compararse con lo que gira en nuestra mente cuando tratamos de pensar qué es el dinero. Al final, lo decisivo es esto: su apuesta a convertirnos en estafadores para dejar de sentirnos estafados no podrá ser olvidada. En Argentina, por lo menos, Cositorto tuvo su momentum poco después de que Enrique Blaksley, “el Madoff argentino”, fuera a la cárcel por hacer lo mismo mediante otra aventura financiera llamada HopeFunds, y poco después de que Cositorto cayera, ya empezaba a hablarse del “engaño de VayoCoin”, una criptomoneda inventada por un tal Leandro Usín, al momento del punto final, con 44 millones de pesos argentinos en cheques sin fondo. En las páginas internacionales, en simultáneo, la noticia era el derrumbe de Bitcoin. En principio, para aquellos muchos inversores que no fueran millonarios/////////PACO


[1] En “¿El poscapitalismo ya está aquí?”, que puede consultarse acá: https://nuso.org/articulo/el-poscapitalismo-ya-esta-aqui/

[2] Los interesados en la biografía pueden consultar este artículo de Victoria De Masi: https://www.eldiarioar.com/sociedad/busca-timbre-libros-ejercito-vendedores-callejeros-auge-caida-cositorto_1_8762440.html

Una versión de este texto se publicó en la revista Casapaís