Historia


Lealtades invisibles nocturnas

¿Qué mitos habitan la noche? ¿Qué murmura el lenguaje primitivo de imágenes y creencias alrededor de nuestros sueños y pesadillas? ¿Y cuáles son los vestigios de los cultos arcaicos que, en conexión secreta con ese lenguaje, aún destellan en la oscuridad del presente? Al otro lado del día en el que hombres y mujeres llevan adelante la mayor parte de su existencia, la noche posee una historia antigua y extraña. Una historia alrededor de la cual existen símbolos todavía misteriosos. Sin ir más lejos, la Noche de San Juan, celebrada en muchos países con la quema de muñecos en homenaje a Juan el Bautista en la víspera de cada 23 de junio (también en la Argentina, donde se prenden hogueras y se queman fantoches), suele considerarse una de las fiestas más tradicionales del cristianismo. Sin embargo, el mismo fuego nocturno que la Iglesia supo convertir en un símbolo de luz espiritual frente a las tinieblas del pecado, antes, fue algo distinto.

En este punto, la historia de la noche abre sus puertas hacia caminos recónditos y épocas remotas. Y será a través de esta “noche que hay dentro de la noche”, como escribe el británico Al Álvarez en su ensayo La noche, que el paganismo, la magia y los sacrificios celebrados durante cientos de años anteriores a la vigencia del calendario cristiano y su santoral harán visibles sus huellas. En primer lugar, para devolvernos a lo que el 23 de junio ha sido desde siempre: la llegada del verano en el hemisferio norte y del invierno en el hemisferio sur. En otras palabras, un evento vinculado con las condiciones más elementales del Sol para la supervivencia humana.

En el caso de lo que el cristianismo adoptaría bajo su propia impronta como la Noche de San Juan, las huellas paganas más perdurables remiten al fuego como vía de purificación para los buenos augurios de la nueva estación. Por supuesto, en aquel mundo arcaico en el que la noche se iluminaba con llamas y efigies, el más urgente de esos augurios se relacionaba con una buena cosecha. Por este motivo, esa noche también entraban en escena los espíritus de los muertos, a los que se creía alejar de las zonas de cultivo con antorchas para garantizar la fertilidad y la alimentación de los vivos. Una variación de la Noche de San Juan, mejor arraigada aún en los viejos ritos precristianos, es la Noche de Walpurgis. Celebrada cada 1 de mayo en el norte de Europa, en la Noche de Walpurgis las antorchas y las hogueras también reaparecen, en esta oportunidad dispuestas a multiplicar su luz en una batalla contra el siniestro aquelarre nocturno en el que las brujas, según el folclore popular, crean sus maleficios.

La lista de festividades cristianas con raíces paganas es extensa y los elementos que muchas de ellas conservan como lealtad invisible con los dioses de antaño no se quedan atrás. Entre quienes exploraron estas creencias y su impacto en lo que Sigmund Freud llamaría en Tótem y tabú “un alma colectiva que se transmite de generación en generación” (denominada “inconsciente colectivo” por Carl Gustav Jung), se encuentra el historiador italiano Carlo Guinzburg. En Historia nocturna, uno de sus ensayos más importantes, Guinzburg analiza testimonios judiciales documentados por la Santa Inquisición durante los siglos XVI y XVII. Por entonces, los inquisidores comenzaban a prestarle atención a la tarea de recodificar a las deidades precristianas bajo el dogma eclesiástico oficial (con figuras punitivas como la idolatría) antes que a purgarlas violentamente. En ese contexto, Guinzburg identifica en los adoradores de espíritus rurales y en los médiums en comunicación con los muertos las huellas del largo cruce cultural y social entre el paganismo y la cristiandad. Al tomar como punto de partida esta suerte de “genosociograma”, como el psiquiatra francés Henri Collomb llamó a la red de vínculos conscientes e inconscientes que unen a una comunidad más allá de la vida de sus miembros, es posible detectar los indicios de supersticiones tan complejas como absolutamente lejanas a la experiencia moderna.

Al reconstruir un pasado plagado de conjuros e invocaciones nocturnas, otra de las particularidades del método de Guinzburg es su confianza en la intuición como recurso válido para proponer una serie coherente de hechos. En consecuencia, para esclarecer historias que se remontan a lo profundo de la memoria de la especie, a veces será necesario recurrir “al gesto más antiguo de la historia intelectual del género humano: el del cazador hincado en el barro, que indaga las huellas de su presa”, como Guinzburg escribe en Mitos, emblemas e indicios.

Tal como Historia nocturna lo moldea, aquel “barro” en el que la nocturnidad pagana convivía sin tantas inhibiciones con el mundo cristiano estaba signado por la brujería, las voces de ultratumba y la creencia de que, bajo ciertas circunstancias, algunas personas podían separarse de su cuerpo para practicar misiones espirituales. Este último era el caso de los “benandanti”, un conjunto de hombres y mujeres que sin relación directa entre sí a lo largo de la Europa del siglo XVI, aseguraban ser brujas y hechiceros dispuestos a proteger a los chicos y a las provisiones de alimento en sus hogares del ataque de los espectros, en especial, en las noches que la Iglesia denominaría “de ayuno y abstinencia”. Para esto, los “benandanti” afirmaban tener la capacidad de abandonar sus cuerpos en el lecho nocturno mientras sus almas se reubicaban en animales que, a las órdenes de un ángel blanco, peleaban contra espíritus oscuros dispuestos a destruir las cosechas.

El motivo por el cual alguien llegaba a convertirse en “benandanti” nunca fue claro para la Inquisición, aunque un rasgo singular compartido por muchos era el haber nacido con restos del amnios (una cualidad excepcional que en la actualidad es llamada en ciertos países “nacer con el manto de la Virgen”). De una u otra manera, lo que estas creencias encarnaban para los jueces inquisidores era un problema teológico: si Dios no enviaba a sus ángeles para liderar batallas nocturnas fuera del cuerpo, ¿eran los “benandanti” víctimas de Satanás? Mientras tanto, hacia esa misma época, la Iglesia declaraba herejía al acto de dejar a la vista comida y bebida como tributos nocturnos a los dioses de la abundancia, y al acto de ver o hablar con los muertos. Para dar una idea aproximada del peso y la extensión de este tipo de folclore, Guinzburg anota que a comienzos del siglo XVI, en la ciudad italiana de Verona, el obispo Gian Matteo Giberti también prohibió la costumbre de “sacar los techos de las casas donde alguien acababa de morir para que su alma pudiera ascender al cielo”.

Cinco siglos después, sin embargo, las guerras nocturnas ya no se relacionan con el control del alma ni se iluminan con rituales de fuego. El nuevo objetivo es la expansión total del consumo, incluso, sobre las horas del sueño. Y el instrumento luminoso para lograrlo es la pantalla digital. “Los cambios en las configuraciones del sueño y la vigilia o la iluminación y la oscuridad son algunas de las paradojas de la vida incesante en el mundo capitalista del siglo XXI”, escribe el crítico canadiense Jonathan Crary en 24/7. El capitalismo tardío y el fin del sueño.

En este caso, el punto en discusión es que tanto la disminución del tiempo para dormir como el incremento de los problemas para descansar obedecerían a un plan de amplificación del consumo en plena marcha. Con esta premisa, la hipótesis de Crary alude a quienes ya no abandonan sus cuerpos en la noche para luchar espiritualmente por el futuro de la próxima cosecha, sino a quienes se someten a largos períodos de ingravidez psíquica durante maratones nocturnas de series en Netflix, posteos en Twitter e imágenes y videos en Instagram. ¿Acaso el tiempo mismo del sueño humano podría mercantilizarse por completo? ¿Y si la noche como zona de secretos y sosiego pudiera simplemente desaparecer? ¿No es este el insumo clave para la actual “economía de la atención”, como el ex CEO de Google, Eric Schmidt, llamó al mercado en pugna entre las grandes corporaciones de Silicon Valley?////////PACO