Al poco tiempo del estreno del documental The Beatles: Get Back, el recorte del video en el que Paul McCartney compone Get Back en los estudios Twickenham ya se había compartido con asombro en las redes. En la escena se ve a Paul McCartney, George Harrison y Ringo Starr esperando a John Lennon, que está llegando tarde al ensayo. Paul tiene un bajo sobre las rodillas, y usándolo como si fuera una guitarra improvisa algunas palabras incomprensibles mientras busca una melodía. George y Ringo están sentados sobre una tarima, un poco dormidos, pero a medida que Paul avanza pasan de la indiferencia al interés, y su actitud, que parecía más bien de aburrimiento, se transforma en alerta. Por unos segundos no sabemos si la búsqueda de McCartney lo llevará a algo. Sin embargo, algo aparece. Pero ¿qué es exactamente lo que vemos y escuchamos en esos quince segundos?

En Fedro, Platón cuenta a través de Sócrates que cuando las Musas llegaron por primera vez al mundo enloquecieron a los hombres. Aquellos que se rindieron a su influencia no hicieron más que cantar y olvidaron alimentarse, y los que no murieron de hambre y de sed se convirtieron en cícadas, esos insectos que, según la creencia popular, pueden pasar la vida entera sin comer ni tomar, emitiendo un sonido estridente que algunos, como Sócrates, llaman canto. A las artes de las Musas ―la danza, la música y la poesía― en Grecia se las llamaba mousikês. Son ellas, entonces, el origen de la locura y de las canciones tanto como de la palabra música.  En algunos momentos de la historia, sin embargo, las Musas fueron vistas con sospecha.

El mismo Platón expulsó de su República a los poetas, esos seres “livianos, alados y sagrados” que carecían de técnica y, por lo tanto, eran indignos de confianza. En el diálogo Ion, también negó que los poetas y los rapsodas tuvieran una tekné. Los poetas, dice Sócrates en Ión, son como Proteo: cambian de forma para no dejarse atrapar, no saben por qué ni cómo hacen lo que hacen. Actúan como si estuvieran poseídos. Si hablan de medicina o de navegación son incapaces de hablar como lo haría un technikós, aquel que puede dominar un saber y transmitirlo. El rapsoda es intérprete y espectador a la vez y, por lo tanto, está escindido: se conmueve por sus propias palabras y es tan ajeno a su arte como el público. Así, se vuelve un misterio para sí mismo. 

La inspiración, aunque tuvo un breve período de prestigio durante el Romanticismo, volvió a caer en el descrédito hacia el final del siglo XIX. “La inspiración no es más que la recompensa del trabajo cotidiano”, decía Charles Baudelaire. Algunos años después, Thomas Edison dijo otra frase famosa: “El genio es 1% de inspiración y 99% de esfuerzo”. Con ese 1%, la inspiración pareció quedar condenada a la extinción. En la época de las locomotoras a motor, el fonógrafo y las lámparas incandescentes, los espectros y la fe en los sueños de los Románticos resultaban pueriles. De ahí que en sus Elementos fundamentales para la crítica de la Economía Política, publicado en 1857 –el año que Walter Benjamin señaló como el final de la poesía lírica con la aparición de Las flores del mal–, Karl Marx escribió: “Los cantos y las leyendas, las Musas, ¿no desaparecen necesariamente ante la regleta del tipógrafo y no se desvanecen de igual modo las condiciones necesarias para la poesía épica?”

En uno de los textos musicales más influyentes del siglo XX, la Poética musical, resultado de una serie de lecturas que Igor Stravinsky dictó en Harvard en mayo de 1940, se dice que la inspiración “no es en modo alguno condición previa del arte musical, sino una manifestación secundaria en el orden del tiempo”. Schoenberg, otro compositor tan importante e influyente como Stravinsky, se esforzó toda su vida por encontrar los parámetros de la coherencia musical: el material presentado al comienzo de una obra debía desarrollarse con una lógica convincente, sin adornos ni agregados innecesarios. Sin embargo, ese material inicial, decía Schoenberg, la primera idea de una composición, es inmotivada: no podemos saber de dónde viene, ni cómo o por qué.

En definitiva, para las vanguardias de la primera mitad del siglo XX, así fuese una ilusión retrospectiva, como creía Stravinsky, o apenas un punto de partida para la composición, como creía Schoenberg, la inspiración ocupaba un rol secundario. Pero a partir de la segunda mitad del siglo XX, al ser interrogados acerca de sus procesos creativos, los compositores solían responder que la composición era solo una cuestión de técnica. Para ellos ya no existía un más allá de la técnica, por lo cual la inspiración, convertida en una palabra indeseable, fue desterrada. Si la inspiración es un mito del Romanticismo, el privilegio de la técnica y el esfuerzo son mitos del Modernismo.  Tal vez esta sea la causa por la cual creemos, ya en nuestro siglo, que ocultas bajo la máscara de lo cotidiano las Musas ya no poseen ni enloquecen. Sin embargo, el éxodo de las Musas fue solo aparente.

Alguna vez le preguntaron a George Harrison si estudiaba composición y respondió que no, porque lo que él hacía era algo muy simple, que apenas implicaba agarrar una guitarra y tocar un par de acordes. Harrison, como los demás integrantes de los Beatles, no era un technikós en el sentido que Platón daba a esa palabra (aún si es cierto el mito de que Lennon aceptó la sugerencia de McCartney de sumar a Harrison al grupo simplemente porque era el único capaz de afinar una guitarra). En la canción popular del siglo XX, la poesía y la música –podríamos agregar a la danza si pensamos en el rock como un fenómeno escénico o visual–, las artes de las Musas, las mousikês, volvieron a reunirse. La canción atrajo, como aquella piedra magnética que unía al poeta, al rapsoda y al espectador de la que se hablaba en el diálogo platónico, lo que a través del tiempo había tendido hacia la dispersión. Entonces, si su medio primordial era el agua, las ninfas que engañaron a Apolo reaparecieron en el siglo XX a través de los amplificadores y los sinuosos caminos de silicio –un componente de la arcilla, el más viejo soporte de escritura– de los microchips. La Musa acuática se transformó en la Musa mecánica y en la Musa digital. 

De hecho, hasta el momento en que Paul compone Get Back, la dinámica entre los integrantes del grupo había sido conflictiva (y lo seguiría siendo hasta mudarse a Abbey Road), en gran parte gracias a la pésima acústica del estudio Twickenham. La impaciencia que siente Paul en ese momento no es un detalle secundario. Así como la inspiración produce en el oyente una alteración del tiempo, las condiciones para la irrupción del acto inspirado están sujetas a un tiempo fuera del tiempo. Esta alteración temporal es el momento fuera del ensayo en que Paul, esperando a Lennon, se dedica a improvisar. Faltan unos pocos días para la presentación que tenían planeada hasta ese momento (finalmente cancelada y aplazada hasta el día del concierto en la terraza de Savile Row) y McCartney, que se nota que asumió la dirección del grupo, está impaciente. Por un lado es un momento de espera; por otro, de impaciencia. Pero lo importante es que Paul no está en el tiempo del ensayo propiamente dicho. Está en un intervalo, en un momento de transición, en el tiempo desarticulado de Hamlet. Esa mezcla de concentración y distracción, de enfoque y de abandono, conecta a Paul con la Musa.

Durante la espera, el tiempo pierde su dirección. No corre hacia adelante sino en todas direcciones. Estamos en sincronía con nuestro propio ritmo interno, no con el ritmo del mundo. La distracción de la espera orienta nuestra atención hacia la naturaleza repetitiva y monótona del tiempo. El tiempo, en nuestro estado natural del entretenimiento, avanza a un paso exaltado. En cambio, en la espera, adquiere una nueva dimensión. Según Heidegger, el aburrimiento profundo nos enfrenta con el Ser. Y es por eso por lo que, ante la posibilidad de ese encuentro terrible, huimos de inmediato hacia cualquier forma de entretenimiento. El miedo a la espera es un miedo al vacío, un miedo a la muerte. Pero también es un miedo a la creatividad. Hasta en las formas más superficiales de aburrimiento, según Heidegger, encontramos una forma de apertura. En la espera, la condición natural de la inspiración y la creatividad, estamos abandonados, transfigurados, y ese es el estado que abre el canal para comunicarnos con las Musas.

La canción es una forma arquitectónica basada en el contraste, una síntesis entre el carácter narrativo de la estrofa y la naturaleza lírica del estribillo, dos partes opuestas o al menos diferenciadas. Su arte consiste en descifrar el delicado equilibrio de esa dialéctica, y tal ingeniería suele llevar tiempo y esfuerzo. Pero en el caso del fragmento del documental sobre los Beatles, vemos y escuchamos a Paul plantear y resolver ese enigma en el acto. Pasando de una parte a la otra, de la estrofa al estribillo, parece un escultor que con una sola mirada fuera capaz de imaginar la obra desde todos sus ángulos. Al crear un recipiente vacío, la canción surge a partir del planteo de su propia necesidad: quince segundos en los que Get Back se transmuta desde lo indescifrable hacia lo inteligible como por un pase mágico.

Ver y escuchar a un músico escribir una canción en quince segundos parece alterar nuestra percepción del tiempo. Creación y análisis, técnica y espíritu, entran en contradicción. En esa escisión, en ese desajuste temporal y ontológico de la creación, existe el espacio por el que irrumpe la inspiración. Pero más inquietante que el problema del tiempo es que, ante el fragmento, vemos y a la vez no vemos lo que pasa. Paul, como el rapsoda de la antigua Grecia, es intérprete y espectador a la vez. Está escindido: convertido en un misterio para sí mismo, es tan ajeno a su arte como George, Ringo y los técnicos que lo rodean. Es tan ajeno como nosotros ante lo que vemos y escuchamos. Y lo que vemos y escuchamos es la naturaleza fugitiva e inasible de lo que, en esos pocos segundos, se conjura alrededor de Paul: el reino invisible del sonido y el misterio de la mente. 

Ahora bien, componer una canción en pocos minutos no es imposible. Sobre todo si es una canción hecha con melodías y armonías más o menos preestablecidas. De hecho, para cualquier método de enseñanza todo aquello que se puede analizar y medir se puede imitar. Pero la utilidad racional del análisis puede convertirse, a veces, en una obsesión y el efecto disolvente de la disección transforma todo aquello que nos produce placer en algo muerto que solo sirve para regodearse con los fragmentos, la información y los datos. Así, el método analítico se transforma en un medio para obtener fórmulas y moldes preestablecidos. Por eso toda técnica tiene sus límites. Porque cuando hay creación, siempre hay algo más que técnica. El solo hecho de que analizar Get Back, hasta en su contorno más básico, pueda llevar más tiempo que crearla es difícil de asimilar. Y por eso, incluso cuando resulta inevitable que el documental, subido a la plataforma Disney Plus, caiga en la lógica del cálculo y su círculo vicioso pensado para alimentar el narcisismo de las redes sociales, el fragmento de Paul se sustrae a esta lógica. 

Esa es la razón por la que en Ión Sócrates fracasa en definir el estatus social de los poetas y los rapsodas. La inspiración es un parámetro inestable para la razón, un enigma que amenaza la idea del cálculo y la previsión de la conducta. Contra lo que podamos pensar, las Musas todavía pueden comunicarse con nosotros, no solo desde una lejana playa de Tebas, sino a través de la electricidad de los amplificadores y de las plataformas virtuales. Hoy existe un tutorial de YouTube para cada cosa y para cada saber, pero no hay tutorial para comunicarse con las Musas. Por eso, cuando vemos a Paul componer Get Back, acostumbrados a aceptar lo prosaico, lo milagroso nos fascina y pone en crisis nuestro escepticismo. Nos damos cuenta de que hay algo en la inspiración que no se puede contar ni analizar. Y recordamos que, aunque hayamos dejado de creer en ellas, aún podríamos entrar al templo a oír a las Musas y cantar las canciones que nos dictan/////PACO