Política


Las mentiras de García Márquez sobre la guerra de Malvinas

El miércoles 6 de abril de 1983, el diario El País de España publicaba el artículo de opinión “Las Malvinas, un año después”, firmado por Gabriel García Márquez. Existe una edición digital para su consulta. “Las Malvinas, un año después” comienza con una escena más parecida, por su forzado patetismo, a una remanida leyenda urbana que a las palabras de un escritor ocupado en comentar algo tan serio y dramático como una guerra. De entrada, entonces, García Márquez presenta el conflicto bélico del Atlántico Sur como una anécdota dudosa, que pretende ser trágica pero despierta dudas. 

Escribe García Márquez: “Un soldado argentino que regresaba de las islas Malvinas al término de la guerra llamó a su madre por teléfono desde el Regimiento I de Palermo, en Buenos Aires, y le pidió autorización para llevar a casa a un compañero mutilado cuya familia vivía en otro lugar. Se trataba -según dijo- de un recluta de 19 años que había perdido una pierna y un brazo en la guerra y que además estaba ciego. La madre, feliz del retorno de su hijo con vida, contestó horrorizada que no sería capaz de soportar la visión del mutilado y se negó a aceptarlo en su casa. Entonces el hijo cortó la comunicación y se pegó un tiro: el supuesto compañero era él mismo, que se había valido de aquella patraña para averiguar cuál sería el estado de ánimo de su madre al verlo llegar despedazado.”

¿A qué dudas me refiero? Cualquiera que haya tratado a un veterano de Malvinas sabe el rol que cumplieron las madres durante el conflicto y ya iniciada la posguerra. Es difícil creer en esa negativa telefónica. Hubo y existe todavía una solidaridad muy grande entre los veteranos y sus familias. ¿Una madre que le dice que no a un hijo que vuelve de la guerra? ¿Una madre que niega su asistencia, por asco o aprehensión, a un compañero de armas de su hijo que encima está lastimado? Resulta difícil de creer. Por otra parte, la copiosa bibliografía sobre la guerra de Malvinas, sus causas y consecuencias, nunca habla de un suicidio en el Regimiento 1 de Palermo, que entendemos es el Regimiento de infantería 1 Patricios. ¿Un soldado se suicida en un regimiento y no queda asentado en ningún documento, periodístico o historiográfico? De hecho, no hay información al respecto. Tan simple como eso. García Márquez pone una excusa: la dictadura domina la prensa y oculta estos hechos. Pero, entonces, ¿cómo los conoce él? El novelista colombiano asegura que esas historias “andan por el mundo entero en cartas privadas recibidas por los exiliados”. Y luego agrega: “Hace algún tiempo conocí en México una de esas cartas y no había tenido corazón para reproducir algunas de sus informaciones terroríficas”. Pero el “corazón” para hacer pública esa información, oportuno, aparece gracias al festejo del triunfo británico en la prensa inglesa y norteamericana. Luego, el escritor agrega que la guerra fue “absurda”, usando un adjetivo que ya nada dice sobre nada, y mucho meno sobre una guerra. 

Antes de comenzar a examinar el catálogo de idiotismos, mentiras, verdades a medias y burradas que componen el centro de “Las Malvinas, un año después”, me detengo en ese adjetivo porque El País provee también en su plataforma digital otro artículo de García Márquez, esta vez de un año antes, del 14 de abril de 1982, donde Gabo pide por los desaparecidos, señalando que, con la guerra, “el general Galtieri no ha hecho más que poner las cosas en su puesto. Pero lo ha hecho con un acto legítimo cuya finalidad es torcida”. El camino que lleva de las cosas “en su lugar” y el “acto legítimo” al “absurdo” toma un año. También sirve, claro está, saber quién ganó la guerra. 

Lo dicho: el núcleo del artículo expone un catálogo de infamias en el que se mezclan medias verdades y groseras mentiras. Repasar esa lista, punto por punto, no es una actividad ociosa y puede ayudar a entender, ni más ni menos, cómo procesamos y entendimos los argentinos la guerra. Sé que comentar cada una de estas afirmaciones puede percibirse como algo mecánico pero bien vale el esfuerzo.

Dice García Márquez: “Ahora se sabe que numerosos reclutas de 19 años, que fueron enviados contra su voluntad y sin entrenamiento a enfrentarse con los profesionales ingleses en las Malvinas, llevaban zapatos de tenis y muy escasa protección contra el frío, que en algunos momentos era de 30 grados bajo cero”. 

Lo primero que habría que decir aquí es que si un recluta está bajo bandera poco importa su voluntad. Como sucede en todas las guerras, hubo muchos soldados que no querían ir. Pero también es un hecho que el nivel de deserción en relación a Malvinas fue mínimo o incluso nulo. Los soldados clase 63 que habían sido dados de baja y vueltos a llamar al servicio acudieron con orgullo y sin dudar a la movilización. Por no contar la gran cantidad de voluntarios que hubo dentro y fuera de las distintas armas. Cuando García Márquez dice que estos soldados no tenían entrenamiento se refiere a los de la clase 62, muchos de los cuales, es cierto, no habían terminado su formación militar básica. Pero en ningún caso se trataba de la totalidad de la tropa llevada a las islas. La cita también opone jóvenes conscriptos argentinos a militares profesionales ingleses instalando una idea que tiene sus matices. Muchos de los paracaidistas británicos que murieron en Longdon y Tumbledown, por poner dos ejemplos, eran tanto o más jóvenes que los conscriptos argentinos. 

Sobre los “zapatos de tenis”, figura que se instaló de manera contundente en el imaginario popular argentino, hay que decir que ningún soldado peleó en zapatillas. Si los conscriptos argentinos las llevaron fue porque se trataba de una tropa de ocupación. Y las zapatillas eran muy útiles a la hora de secar los borceguíes, de los cuales algunos soldados incluso tenían dos pares. Los borceguíes argentinos resultaron de tal calidad, con suela cosida y caña alta, que existen pruebas de que muchos británicos se los sacaban a los prisioneros como botín de guerra. Con respecto al abrigo es posible que fuera deficitario, aunque no en todos los casos, y hay que señalar que jamás hizo en Malvinas 30 grados bajo cero ni durante la guerra ni antes ni después. La amplitud térmica en las islas va de 24°, como máximo en verano, y -5° en invierno, con una media de que oscila entre 3 °C en invierno y 8 °C en verano. Solo como referencia vale consignar que en la Antártida la temperatura promedio es de -20 °C  a 0 °C. 

Sigue García Márquez: “A muchos tuvieron que arrancarles la piel gangrenada junto con los zapatos y 92 tuvieron que ser castrados por congelamiento de los testículos, después de que fueron obligados a permanecer sentados en las trincheras. Sólo en el sitio de Santa Lucía, 500 muchachos se quedaron ciegos por falta de anteojos protectores contra el deslumbramiento de la nieve”. Las muy citadas gangrenas o pie de trinchera de Malvinas fueron un hecho cierto y lamentable de la guerra. Los oficiales y suboficiales argentinos muchas veces no supieron cómo proteger a sus soldados del frío y la humedad. Y muchas veces no quisieron hacerlo, demostrado un gran de crueldad y falta de criterio castrense. Sin embargo, los británicos también sufrieron esos problemas que les causaron bajas y dificultades a la hora de marchar hacia Puerto Argentino. Con respecto a los “92 castramientos” no hay fuente que hable de ese número, ni encontré referencia alguna a esa patología. ¿Tenemos que suponer que García Márquez inventa? ¿O que esas cartas de los exiliados a las que tuvo acceso mienten? 

En Malvinas se dieron muchísimos abusos lamentables dentro de las Fuerzas Armadas que hablan de una formación militar deficiente y una soberbia criminal. Muchos de ellos fueron denunciados por los centros de veteranos y organismos de Derechos Humanos. Las presentaciones que se hicieron fueron esmeradamente prolijas y siempre con responsabilidad y compromiso de parte de los denunciantes. Pero la pregunta por la fuente, por esos noventa y dos castrados, sigue en pie: ¿de dónde saca esa información y ese número García Márquez? Lo mismo ocurre con los “500 ciegos del sitio de Santa Lucía”. Aunque es verdad que los soldados argentinos fueron equipados con anteojeras contra el viento que rápidamente se estropearon, no existe registro de casos de cegueras masivas durante la guerra. Amén de que “el sitio de Santa Lucía” no refiere a ningún hecho que haya ocurrido durante la recuperación y los combates.  

Enseguida, a los castrados, García Márquez les agrega los violados: “Con motivo de la visita del Papa a Argentina, los ingleses devolvieron 1.000 prisioneros. Cincuenta de ellos tuvieron que ser operados de las desgarraduras anales que les causaron las violaciones de los ingleses que los capturaron en la localidad de Darwin”. Las batallas de Darwin y Goose Green, así como el cautiverio de los combatientes argentinos de esas batallas, están ampliamente documentadas. Véase, para empezar, la exhaustiva entrada que Wikipedia le dedica. Tanto conscriptos como oficiales y suboficiales, así como oficiales de alto rango, dejaron su testimonio sobre ese momento de la guerra. Muchos de ellos siguen malvinizando hoy en día al contar su historia. Nadie jamás habló de esos hombres ultrajados. 

Detengo el análisis punto por punto para anticipar una pregunta: ¿cómo podía llegar a sentirse un soldado que había vuelto de la guerra al leer estas mentiras? García Márquez nunca se hizo esa pregunta. Lo que sí hace es agregar sobre los prisioneros que su “peso promedio era de 40 o 50 kilos, muchos padecían de anemia, otros tenían brazos y piernas cuyo único remedio era la amputación y un grupo se quedó interno con trastornos psíquicos graves”. 

Esto es rotundamente cierto. Si García Márquez se hubiera centrado en esta información no habría forma de desmentirlo o rebatirlo. El hambre durante la guerra de Malvinas fue y es un hecho central del conflicto. También, como en todas las guerras, las patologías que se señalan. Pero en vez de dar precisiones sobre la falta de alimento para la tropa, que no fue un hecho regular y uniforme, el colombiano prefiere especular sobre el uso de las drogas en combate de una manera tan ingenua como contradictoria. Drogas en las guerras hubo siempre, desde el hachís de los guerreros turcos hasta la investigación de Norman Ohler con el uso de la pervitina durante la Segunda Guerra en el ejército alemán. En Los pichiciegos, Enrique Fogwill imagina cómo la administraban los británicos en Malvinas. Hay un poco de mojigatería en esa denuncia de uso de fármacos, pero sobre todo mucha fantasía. No existen registros de que los soldados argentinos fueran inyectados ni se les proporcionará ningún tipo de estupefaciente. 

El párrafo dedicado a las pésima logística argentina también tiene una base de verdad. Causa directa de los problemas de nutrición, culpa real del Ejército y del Estado Mayor Conjunto, los errores logísticos en Malvinas fueron muchos y determinantes para que la guerra se perdiera. El Ejército no planificó, se desentendió de ese asunto central y expuso a sus hombres al frío y al hambre. Pero eso no ocurrió con la Armada y la Fuerza Aérea. Y hubo también muchas excepciones dentro del mismo Ejército. Sin embargo, aquí García Márquez acierta y su conclusión fue luego apoyada por el Informe Rattenbach. Las diferentes armas no coordinaron sus esfuerzos ni colaboraron antes ni durante la guerra, sino que incluso a veces rivalizaron en cuestiones tan importantes como la cadena de abastecimiento que unía las islas al continente. Pero, en vez de ahondar en ese tema, central para entender la derrota, García Márquez vuelve rápidamente a fabular. Copio el párrafo que sigue:

“Frente a condiciones tan deplorables e inhumanas, el enemigo inglés disponía de toda clase de recursos modernos para la guerra en el círculo polar. Mientras las armas de los argentinos se estropeaban por el frío, los ingleses llevaban un fusil tan sofisticado que podía alcanzar un blanco móvil a 200 metros de distancia y disponía de una mira infrarroja de la más alta precisión. Tenían además trajes térmicos y algunos usaban chalecos antibalas que debieron de ocasionarles trastornos mentales a los pobres reclutas argentinos, pues los veían caer fulminados por el impacto de una ráfaga de metralleta y, poco después, los veían levantarse sanos y salvos y listos para proseguir el combate”. 

Hablar de “círculo polar” es un error grosero similar al de decir que en Malvinas hacían 30 grados bajo cero. Con solo mirar un planisferio uno comprende que las islas no están ni cerca del Círculo Polar. Por su parte, la diferencia de armamento es un tema delicado. Existió. Pero no necesariamente en las unidades de infantería que combatieron en las islas. Los dos bandos armaban a sus soldados de a pie con el FAL de munición NATO 7,62. Algunos argentinos tenían la nueva versión con culata calada y rebatible, más fáciles de transportar que los fusiles de culata de madera, y por eso algunos británicos los robaban como botín de guerra. Sin embargo, la gran diferencia se dio en el combate aéreo con los muy modernos misiles Sidewinder con los que Estados Unidos proveyó a los británicos. La descripción de esos supuestos “chalecos antibalas” a prueba de ráfagas de ametralladoras es una estupidez que no merece el mínimo análisis. Que los ingleses tuvieran “trajes térmicos”, menos delirante, también es falso. Por otra parte, lo de “trastornos mentales”, escrito al pasar por el colombiano, sería uno de los problemas más específicos de la posguerra. ¿Se puede hablar de “trastornos mentales” en relación a una guerra con tanta ligereza? Esos problemas llegaron y, cuando no se hicieron presentes, su sospecha condicionó la vida de los soldados que volvieron, más allá de esas armas de ciencia- ficción.

Luego García Márquez dice citar a “un testigo de aquella carnicería despiadada” y escribe sobre la participación de los gurkas: “La velocidad con que decapitaban a nuestros pobres chicos con sus cimitarras de asesinos era de uno cada siete segundos. Por una rara costumbre, la cabeza cortada la sostenían por los pelos y le cortaban las orejas”. ¿Decapitaciones? No hay un solo testimonio de que haya habido decapitaciones durante la guerra, más allá de que los soldados nepaleses no usaban cimitarras, un arma blanca de Oriente Medio que nada tiene que ver con Nepal ni con Malvinas. 

Lo que sí hubo, al parecer, fue un suboficial inglés que se dedicó a cortar orejas de soldados argentinos. La historia se cuenta en el libro Green-Eyed Boys: 3 Para and the Battle for Mount Longdon publicado en 1996 y escrito por Adrian Weale, ex oficial de inteligencia militar, hoy historiador, y Christian Jennings, ex miembro del Regimiento de Paracaidistas Territoriales, hoy periodista de tv. Según una reseña del libro en La Nación, el corporal Stewart McLaughlin peleó con valentía en Malvinas y cayó en combate pero “fue privado de honores póstumos por la grosera colección de orejas que había arrancado del enemigo. Weale y Jennings dicen que al menos uno de estos infames trofeos fue removido de un soldado argentino todavía vivo. El nombre de McLaughlin no figura en la lista de héroes”. Como puede verse, no se trata de decapitados. Ni tampoco de un soldado de Nepal. Las demás cosas que dice García Márquez sobre los gurkas tampoco tiene ningún respaldo historiográfico. 

Después de tanta invención, García Márquez dice, en el final del artículo: “Confío, sin embargo, en que el recuerdo de los hechos inconcebibles de aquella guerra chapucera nos ayude a entendernos mejor”. La guerra, entonces, ya no es “absurda” sino “chapucera”. ¿Qué significa “chapucera”? El diccionario de Google ofrece dos definiciones: “1. Persona. Que trabaja o hace las cosas con poco cuidado, sin técnica o con un acabado deficiente. 2. Adjetivo. Que está mal hecho o está hecho con poco cuidado, sin técnica o con un acabado deficiente”. Es posible, no lo niego, caracterizar una guerra de esa manera. Pero solo cuando termina. Difícilmente una guerra que se gana es “chapucera”. Son los perdedores los que reciben ese adjetivo cuando la confusión, el humo y los bombardeos terminan. Con los artículos de opinión no hay que esperar tanto. En el momento o con el diario del lunes, el lector puede estimar hasta donde el autor sabe de lo que habla, si su escritura presenta un “acabado deficiente”, y mucho más si insiste con mentiras o trata de engañar. 

Leyendo “Las Malvinas, un año después” se comprende que García Márquez tenía la suficiente información para escribir un artículo serio y de bases firmes. Pero eligió hacer otra cosa. Optó por dejarse llevar por una copiosa imaginación bélica, llena de exageraciones y datos falsos. La guerra de Malvinas no fue como la describe el bueno de Gabo. Y si tuvo un saldo obsceno, y lo tuvo, no es el que se lee en ese artículo. Algo principal: García Márquez olvida el desempeño de las otras fuerzas. Solo habla de los conscriptos que pelearon en las trincheras de las islas. Olvida la Fuerza Aérea, olvida a la Armada, a la Prefectura, a la Gendarmería. Olvida o desconoce a los marineros mercantes, a los pilotos del Escuadrón Fénix y otros civiles que participaron del conflicto. Su mirada resulta así tan sesgada como atolondrada y obtusa.  

¿Qué mejor fuente que el enemigo para conocer la verdad? Ellos no pueden estar atravesados por una mirada de reivindicación argentina o ser acusados de promotores de la dictadura. En Internet es posible encontrar elogios del teniente coronel David Chaundler, que asumió de comandante del 2º Batallón de Paracaidista tras la muerte del teniente coronel Herbert Jones, al Regimiento de Infantería Mecanizado número 7 de La Plata que peleó en el Monte Longdon. Jeremy Moore, el mismo que fue del campo de batalla a firmar la rendición de Menéndez el 14 de junio, habló de la determinación de los soldados argentinos que pelearon muchas veces hasta agotar las municiones desde posiciones que no abandonaban y que tuvieron que ser voladas por el aire con misiles Milan antitanque. Moore señaló que los soldados argentinos tuvieron que ser “prácticamente arrancados de sus puestos, a los que se aferraban como un caracol a su caparazón”. 

En su libro No picnic, ya desde el título, el general de división Julian Thompson dejó por escrito uno de los testimonios más elocuentes en este sentido. Comandante de la 3º Brigada de Comandos de Infantería de la Marina Británica, Thompson se desempeñó como la máxima autoridad en tierra durante el desembarco y la primera parte del conflicto. En ningún momento de la posguerra dejó de señalar el coraje con el que habían peleado los argentinos y que, en sus palabras, “hubo momentos en que podría haber pasado lo contrario de lo que pasó».

¿García Márquez no poseía esa información cuando escribió sus opiniones? Bien. Pero ¿por qué mentir? ¿Por qué redactar una especie de delirio bélico de la humillación? Hay una razón. Esta vez no se trata solamente de un narrador arrobado en el vértigo de la exageración literaria. El objetivo primero de García Márquez era desacreditar a la dictadura argentina. Es muy probable que haya leído alguna carta, y haya hablado con alguien, pero resulta seguro que la mayor parte de su artículo son piruetas para empujar ese ataque. Como hizo el alfonsismo que amplió y consolidó estos idiotismos, los que pelearon fueron el fusible de esa puja política. Ellos, su historia, su verdad, su memoria, no importaban. Se los podía difamar y tildar de inútiles, castrados, violados y cobardes sin ningún tipo de vergüenza o pudor. Ni García Márquez ni el alfonsinismo pensaron en aquellos que fueron a Malvinas. ¿Cómo podían repercutir esas palabras en el ánimo y en la vida de esos mismo colimbas que decían describir? Mucho menos les importó el valor y el coraje, sobradamente probado de conscriptos, oficiales y suboficiales del Ejército, de marinos y aviadores. El fin último de sus operaciones políticas era desestimar, denunciar y comprometer a la dictadura. La guerra no les importaba. Por eso mismo García Márquez no duda en inventar datos o hechos que solo pueden haber salido de su poderosa imaginación. 

Ahora bien, esta operación política en base al fraude tuvo una consecuencia directa. Instaló una serie de equívocos que aún hoy persisten en la sociedad argentina. Son íconos contemporáneos de los que cuesta mucho volver, a los que cuesta mucho desacreditar y que alimentan la muy conocida autodenigración local.

Todos los lugares comunes, repetidos incansablemente por miles y miles de personas desinformadas ya están ahí, en esas Malvinas humillantes de García Márquez: las zapatillas, los gurkas, los ingleses como invencibles, la trinchera como sinécdoque de la guerra, el combatiente como pusilánime. Otras especulaciones de García Márquez, por desgracia, son ciertas. Pero del conjunto destila un profundo sentimiento de denigración al soldado argentino que luego se expandió.

Recién a partir de la presidencia de Néstor Kirchner y gracias al trabajo diario y constante de los centros de veteranos y ex combatientes, que durante una muy larga posguerra militaron la causa Malvinas, tomó forma institucional un reclamo de respeto y consideración que la sociedad en su conjunto, acicateada por artículos como el de García Márquez, tardó en madurar. Hoy los veteranos de Malvinas ya no son “los locos de la guerra” y tiene el reconocimiento que merecen y que supieron ganar. 

Gabriel García Márquez había dado a conocer la mejor parte de su obra cuando El País publicó “Las Malvinas, un año después”. Para 1983, el buen Gabo ya era una novelista y periodista reconocido por obras como Cien años de soledad, El otoño del patriarca, Crónica de una muerte anunciada y Relato de un náufrago. En 1981 había sido uno de los invitados de honor a la asunción de François Mitterrand. En 1982, el mismo año de la guerra, le otorgaron, nada menos, que el premio Nobel.  Esto quiere decir que cuando escribió “Las Malvinas, un año después” todo el mundo, no solo los salones literarios, las universidades y el periodismo interesado, lo estaba leyendo. Su voz era poderosa. Por su parte los que pelearon la guerra habían sido acallados. A veces por sus mismos superiores, a veces por la sociedad que les dio la espalda, a veces porque sus voces, desanimadas, no podían competir con la verborragia política y un periodismo por lo general confuso y confundido. Los protagonistas de Malvinas tuvieron que esperar mucho tiempo para empezar a contar sus verdades, que es la verdad de Malvinas. Hasta donde sé, Gabriel García Márquez nunca pidió disculpas por ese artículo. No por sus opiniones pero sí por sus mentiras. A la luz de las investigaciones que precedieron “Las Malvinas, un año después” habría sido lo correcto.////PACO

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