I
Las teorías personales de Oberdán Rocamora sobre el interior psíquico y el exterior físico del gineceo se rigen a través del calendario de los ciclos de la vida en la Tierra. Pero hay otra teoría de moda: una que se despega ligeramente de la Tierra y se coloca en posición astral sobre el Universo. Y lo hace solamente para hablar más profundamente al oído del presente, que necesita una escala más vasta que nunca de narcisismo. ¿Qué es la astrología? La consagración del universo homocéntrico. La astrología no afirma que las estrellas lo digan todo sobre nosotros. Va más allá. La astrología afirma —es una idea del inglés Martin Amis— que las estrellas lo dicen todo sobre mí. Y es por eso que las mujeres entre los 27 y los 30 años interesadas en la voz de los astros conocen muy bien qué es el saturnazo. Qué es el retorno de Saturno.
Aquel prolapso psíquico que, por motivos astrológicos, sacude en particular la vida femenina durante el paso último hacia la madurez de la que no habrá retorno. El ocaso de la adolescencia tardía, la urgencia de la maternidad, la desesperación por resolver el conflicto amoroso: todo es revuelto y arrastrado durante el saturnazo, de manera que los viejos noviazgos agotados se acaban, las tradicionales relaciones se reformulan y las ocupaciones y los trabajos y los vínculos familiares, tal como eran hasta entonces, se transforman. Tal como formaliza el asunto la revista Ohlala: «Los astros tienen ciclos de movimientos: Plutón se toma 248 años para dar una vuelta, la Tierra lo hace en 24 horas y Saturno tarda 28 años en volver a su punto de partida (el grado matemático en el que estaba cuando naciste). Durante el trayecto, Saturno tiene movimientos que actúan como estaciones de un tren en tu vida, que son los múltiplos de 7, pero su rol estelar lo juega a los 28 años (cuando da la vuelta completa), y no lo hace en silencio, sino que trae a tu vida una etapa de crisis en la que se mezclan la madurez que te dio la experiencia con el desafío del cambio. En su retorno de Saturno, muchas personas se separan, se casan, cambian de profesión, de grupo de amigos y hasta de ciudad».
El saturnazo tiene, al fin, una segunda instancia. Un segundo prolapso en la mitad de la vida: el último retorno de Saturno hacia los cincuenta años. En esa franja de su vida psíquica y mental, en la plenitud del segundo saturnazo, se ubican las damas de Dulces otoñales, Nathalie, Odile, Dominique, Elyane, Josciane. En palabras de Jorge Asís: «En cualquier ciudad menos idiota del planeta suelen amontonarse las damas cuarentonas, encantadoramente nostálgicas. Atraviesan el período del otoño y se encuentran lejos de aquellos efluvios iniciales de la primavera. Y de los recientes festejos del verano. Con chequeras y tarjetas propias, extraordinariamente altivas. Divorciadas con suerte. Abandonadoras y abandonadas. Con graves colecciones de frustraciones encima. Predispuestas —con énfasis— a enredarse en nuevas historias. Como si no quisieran desperdiciar, en adelante, con todo su derecho, un solo día. Antes que les llegue, un poco más allá de los sesenta, la pasiva serenidad del invierno. Con sus cuotas tibias de maduro placer». En este punto puede ser importante pensar que una novela erótica no es necesariamente una novela plagada de prosa sexual. En un sentido más clásico, también tratarse de un sumario estetizado de experiencias. Un ars amandi en el que el factor erótico se desprende de la pulsión superficial de la pornografía para profundizar con más cuidado la infinita complejidad del deseo injertado en la partícula eros.
II
Como muchas de las damas retratadas en distintas novelas de Michel Houellebecq, Philip Roth, Martin Amis, John Updike, John Coetzee, Jeffrey Eugenides o David Lodge, entre no tantos otros, las dulces otoñales de Jorge Asís también deambulan desorientadas por el anverso contemporáneo de la realización personal. Habiendo cumplido los mandatos sociales privados y públicos, habiendo reproducido a la especie y al capital, habiendo completado una vida útil con manifiestas emancipaciones personales al ritmo de los idearios más efervescentes del feminismo de la primera, la segunda y la tercera ola, e incluso habiéndose permitido castigar, desde sus respectivas historias, al oscuro espectro de aquel patriarcado asegurando cinco millones de años de dominación, Nathalie, Odile, Dominique, Elyane y Josciane enfrentan, en su Francia natal, el precio de la imprevista insatisfacción. En algún punto, su conquista de una igualdad a la hora de la demanda y la oferta ordenadas y racionales de placer carnal ante el sexo opuesto se ha transformado en un solipsismo al borde constante de la paradoja y la desesperación. «Ya Odile había pulverizado tres maridos con cama adentro. Y le había despojado el orgullo a varios «mecs». Amantes sin convivencia a los que envió, sin escalas, al psicoanalista».
¿Qué añoran las damas realizadas a fuerza del hábito mental y físico de la realización feminista? ¿Qué es aquello que las une alrededor de Rodolfo, el escritor argentino radicado temporalmente en París, cuyo músculo desarrollado de la apatheia está listo para mantenerlas, incluso al costo del desaire colectivo, en la brecha de la distancia mínima vital y móvil de los disturbios de la pasión? En los términos del propio protagonista: «La verga. El eficaz instrumento de penetración social», utilizado aún «durante semanas sin acabar», para «mantener la fibra, el deseo y la actitud para cumplir y ponérsela, en días intensos, a dos otoñales por día». Y todo eso, incluso, a pesar de «las escasas ventajas que podía proporcionar la utilización del preservativo».
Para quienes la experiencia o el buen oído los mantenga al tanto de los rigores discursivos del primer y el segundo saturnazo —cuyos ecos y similitudes resultan siniestros—, la siguiente atmósfera de ambigua insatisfacción y temor puede sonar conocida. «Los romances solían arrancar con el programado desdén de la proclamada independencia recíproca. Con los principios democráticos del liberalismo individual y con el compromiso tácito de no avasallar nunca el espacio del otro. Mentiras». En tal caso, lo interesante de la buena literatura no es la capacidad de desnudar en sorna los clichés —en este caso eróticos— con los que se construyen los sentidos más íntimos de la vida cotidiana, y por lo tanto las fórmulas remanidas del lenguaje a través de las cuales estos deseos remanidos cristalizan en ideas y experiencias remanidas —para terminar, al final, en simples vidas remanidas— sino hasta qué punto estos clichés pueden desmoronarse mediante la narración de una experiencia que los marchite. «A partir del décimo orgasmo unilateral, la programación solía modificarse. Se les desmoronaban sistemáticamente los principios democráticos y de pronto las otoñales de la escudería trataban de establecer fronteras estrictas de acotación. Para mostrarse irascibles. Y hasta, incluso, autoritarias. Para presentar, como Odile, la previsible colección de exigencias, con frecuencia anticipatorias del próximo declive. Del irremediable final que se extendía hasta la próxima previsible reaparición. Con la olímpica reinstalación de los orgasmos interpretados y así sucesivamente».
III
Dulces otoñales no se pregunta necesariamente por el lugar o las condiciones de existencia del amor, esa presencia espiritual legada por los románticos alemanes, a lo largo del periplo pragmático de un ars amandi contemporáneo. Pero sí se pregunta por algo más urgente: el papel de la masculinidad ante las amenazas social, política y económicamente organizadas del estrógeno en su batalla simbólica y cultural contra el patriarcado. La pregunta, en esencia, es una pregunta acerca del poder. El poder del deseo y, por lo tanto, el deseo del poder. Una batalla por el poder que puede no prescindir de una voluntad de castración simbólica. «En su teoría —proclamaba Elayne—, los varoncitos últimamente habían decidido recibir también el énfasis masculino por la puertita del fondo. Y suministrarles el sexo, para cerrar el circuito, a otros varoncitos. Elyane lo juzgaba como una competencia desleal. A los 42 años, aparte de competir con adolescentes frontales como sus hijas, debían competir también con el encanto extendido de otros varoncitos que calentaban a los hombres mucho más que ella».
Para evitar excesos inútiles de estupidez —feminista pero también machista—, conviene leer, al menos en el plano de lo literario, todo registro misógino como lo que realmente es: una voz masculina al tanto de la amenaza palpable, hecha por el imaginario femenino, al poder masculino. Y, aún así, como una voz capaz de imaginar al mismo tiempo el despliegue absoluto de los fantasmas de la homogeneización absoluta del deseo (asunto que, por otro lado, interesa efectivamente como objetivo a los sectores más radicalizados de los estudios de género). Hay una serie de preguntas latentes a lo largo de la experiencia amatoria de Rodolfo en París. Algunas de esas preguntas serían: ¿qué establece jerarquías y diferencias sino el dominio del poder? ¿Y cuál es la discusión concreta del feminismo sino la distribución del poder? Pero, ¿en qué se convertiría ontológicamente la masculinidad si se la equiparara en términos de poder con la feminidad? ¿Y en qué se convertiría, por lo tanto, la feminidad? ¿Cuáles serían —cómo las imaginan los hombres, cómo las imaginan las mujeres— las posibilidades del deseo erótico en un contexto de plenas igualdades? Y, por último, ¿acaso la diferencia es algo malo? Si no hubiera diferencia —como se pregunta J. M. Coetzee en Elizabeth Costello—, ¿qué pasaría con el deseo?
Dulces otoñales retrata, por su parte, un horizonte erótico en el que la realización plena de la reivindicación femenina al goce individual, la independencia afectiva y la predisposición inicial a una existencia al margen de lo que han de padecer las mujeres en manos de los hombres puede derivar en la experiencia compartida —como a veces proponen ciertas voces feministas— de una cama sin hombres. «Nathalie —me lo confesaría después— planificaba consolidar con Melanie una madura relación homosexual. Resignada, casi tranquila. Entre buenas amigas que se conocían demasiado. Se tenían recíproca confianza y, sobre todo, se necesitaban. Terminaron con las tiernas caricias. Se besaron. Se registró, incluso, el alivio litigioso del orgasmo. Pero la alternativa derivó en un desastre banal. Juraron no verse más. Pero siguieron en la misma cama. El hotel estaba pago y ninguna tenía francos disponibles para trasladarse». (En otra novela, Desgracia, Coetzee imagina una escena parecida: «Se pregunta, y no es la primera vez, si las mujeres no serían más felices viviendo en comunidades exclusivamente femeninas, en las que admitiesen tan solo las visitas de los hombres que ellas mismas quisieran recibir. Tal vez se equivoque al pensar que Lucy es homosexual. Tal vez sea que tan solo prefiere la compañía de las mujeres. Tal vez es eso lo que son las lesbianas: mujeres que no tienen necesidad de los hombres»).
¿En qué se transforma una mujer sin necesidad de un hombre? En Dulces otoñales, como en la vida, algunas se dedican a correr —»La Pied Noire aseguró que energéticamente un acto sexual bien ejecutado correspondía al equivalente de veinte kilómetros de marcha atlética. Como desde hacía dos años carecía del partenaire que mereciera la confirmación de su teoría, la dulce otoñal no tenía otra alternativa que largarse a correr cotidianamente y sin destino. Hasta agotarse»— y otras se dedican a hacer planes —»Odile tenía calculado desde el viernes a la tarde hasta la mañana del lunes, y por las dudas también para el fin de semana siguiente. Entre las posibilidades de excursiones, las visitas guiadas hacia los museos inútiles, y las exposiciones clásicas que consideraba imperdibles»—.
Pero Dulces otoñales se pregunta también acerca de los miedos de los hombres desgastados por la retórica femenina de la liviandad y, en simultáneo, la dependencia emocional. ¿En qué se convierte ese hombre? En principio, en un sobreviviente obligado a la improvisación y al arte de la fuga y la aparición. Un merodeador calculado cuyo territorio propio parece siempre al borde de la expoliación: un palestino del amor. Un hombre con miedo a ser vulnerado por fieras, incluso, tan imaginarias como el tigre a los pies de la cama de Odile. «Debía aceptar Rodolfo que la escultura del tigre feroz perturbaba la estadía en Vanves. Lo sentía detrás y parecía que, en cualquier momento, aquel tigre de porquería podría montarlo. Con la bestia a mis espaldas, que amenazaba con hacerme suyo, me costaba asumir el trajinante oficio de arrancarle los laboriosos orgasmos a Odile. Finalmente, Rodolfo atenuó la ferocidad de piedra, de manera o de plástico, con el recurso trivial. Cubrió el rostro del tigre implacable con su calzoncillo bordó» ////PACO