Hubo un tiempo en que internet ‒resistente a despojarse de su “i” mayúscula divinizadora‒ experimentó una etapa dorada, un momento pastoril. Una era inocente que, a poco de iniciada la última década del siglo XX, define en retrospectiva una gestión que, en las manos privilegiadas de gobiernos y universidades, mantenía una relativa distancia de los deseos del capital privado. En cierta forma, para Evgeny Morozov (Bielorrusia, 1984) la caída empezó con la emergencia de corporaciones como Google y Amazon, que a comienzos del siglo XXI transformaron una prometedora era de la información en una prosaica era del control, y se consolidó con la llegada de redes sociales epidémicas como Facebook, después de la cual los usuarios fueron absorbidos por un omnipotente mercado de producción y distribución de contenidos digitales. Aún así, lo que Morozov propone con su largo análisis de la web, tal como funciona hoy entre 3400 millones de personas conectadas en el mundo, es la posibilidad de un retorno. No a la etapa pastoril de internet ni a la idealización de sus medios y sus fines, sino a un instante de lucidez capaz de resolver lo que otro crítico cultural, el británico Mark Fisher, llama “impotencia reflexiva”, y que la filosofía tradicional de izquierda llama “falsa conciencia”. La pregunta clave es la siguiente: ¿y si internet no fuera únicamente lo que sus propietarios y promotores dicen que es?
Para Morozov, la caída empezó con Google y Amazon, que transformaron una prometedora era de la información en una prosaica era del control, y se consolidó con la llegada de Facebook y su omnipotente mercado de producción y distribución de contenidos.
En tal caso, la ilusión de que internet solo es (o puede ser) lo que sus dueños afirman que es, se sostiene sobre una arquitectura ideológica que Morozov describe con términos como “solucionismo” ‒la aspiración a resolver conflictos de cualquier naturaleza a través de la tecnología‒ y “epocalismo” ‒la falacia de creer que vivimos una era histórica excepcional‒, columnas del falso universalismo y el poderoso reduccionismo del “internet-centrismo”. Con cautela, y por momentos con pudor, Morozov señala cómo esa ‒en sus palabras‒ “superideología de nuestros días” es la esencia de problemas (y falsas soluciones) relacionados con la experiencia cultural, económica y, sobre todo, política del presente. En especial cuando se acepta, en una escala cada vez más amplia, que la gestión de lo público debe dejarse en manos de especialistas formateados únicamente por la lógica privada de la “eficacia” y la “transparencia”. Sin embargo, convencido de que internet ha “secuestrado nuestra imaginación” y que “no existe ninguna razón contundente para aceptar su filosofía totalizadora”, Morozov evita mencionar ‒y uno lo espera de alguien formado en Europa del Este y Alemania antes de llegar a los Estados Unidos‒ precisamente el nudo más conciso e histórico alrededor de su crítica a las contradicciones de la tecnología digital: el capitalismo. Es ahí donde otros, como el coreano-alemán Byung-Chul Han, desde la filosofía, o el inglés David Runciman, desde la teoría política, por mencionar dos nombres en sintonía, terminan por dirigir una mirada que, Morozov, limitado por una voz más periodística que ensayística, agota en “la miopía de los geeks respecto al poder”.
Limitado por una voz más periodística que ensayística, se agota en “la miopía de los geeks respecto al poder”.
Demasiado ubicuo a la hora de dar un peso específico a la fuerza de su escepticismo, y más pendiente de afianzar sus opiniones sobre una enorme lista bibliográfica antes que sobre su propio juicio ‒de ahí el incesante name-dropping que mezcla a Nietzsche y Heidegger con “estudios”, “informes” y “artículos” escritos por Jennifer Lerner, Philip Tetlock, Michael Schudson o Kashmir Hill, entre más de medio centenar de otros nombres irrelevantes‒, La locura del solucionismo tecnológico cumple su misión como diagnóstico. Y es ahí donde, a diferencia de un típico autor estadounidense, Morozov, que demuestra conocer las fibras sensibles de Silicon Valley, exonera con astucia a su libro de la necesidad de aportar una solución y lo consagra a la fuerza casi extinguida pero necesaria de la negatividad//////PACO