La penúltima novela de Jeffrey Eugenides, Middlesex, se publicó en 2003. Su asunto era el transgénero o, como se ocupan de construir las ramas más conservadoras del antipatriarcalismo norteamericano, la disforia de género y las discursividades alrededor de una identidad sexual que pueda surgir (o no) a partir de la ausencia de una identidad sexual. Interesante en la teoría, no siempre termina de resultar en la práctica. Hay un vehemente texto de Judith Butler sobre las alegorías de la transexualidad que termina con una breve posdata. Tras la intensa retórica biopolítica de avant-garde sobre las nuevas y revulsivas formas en que se construyen, heredan y deshacen los géneros sexuales en el Occidente contemporáneo, esa posdata sugiere una mueca: «Cuando este libro iba a ser impreso me entristeció enterarme de que David Reimer se suicidó a los 38 años de edad». La historia es breve. David Reimer había nacido en Canadá como varón hasta que su pene fue destruido por accidente durante la ceremonia de la circuncisión. Tras la emasculación, su familia lo educó como una mujer, género al que Reimer se adaptó entre los 9 y los 11 años. Hacia los 15, sin embargo, volvió a sentirse masculino. «Es difícil saber qué fue lo que, al final, convirtió su vida en inhabitable», se pregunta Butler después de narrar el caso como uno de los más importantes ejemplos laboratoriles de disforia de género. Como ese interrogante no se puede dejar de leer sin un eco que sonaría muy adecuado en el laboratorio de Víktor Frankenstein, tal vez es lícito añadir una octava más de genuina curiosidad. ¿Cómo hizo Reimer para sobrevivir hasta los 38 años? Más atemperada, por supuesto, hay otra pregunta -obvia, didáctica, pedagógica- que ha formulado Butler y que es pertinente para una lectura de La trama nupcial. «Me pregunto si es posible considerar ser de un sexo o del otro sin considerar las ventajas culturales que eso pueda aportar, ya que dichas ventajas culturales serán las que obtendrá quien tiene cierto tipo de deseos y quiere estar en una posición que le permita aprovecharse de ciertas oportunidades culturales». Historia sobre las ventajas culturales de la protagonista, Madeleine Hanna, La trama nupcial se narra a la sombra de lo que parece una nueva feminidad construida en términos de igualdad.
El inconveniente, como descubre la propia Madeleine, una estudiante de la novela romántica inglesa -que, como sabe el protagonista de El libro de Rachel, de Martin Amis, ha codificado ya todo lo que pueda sentirse y experimentarse sobre el amor-, es que la igualdad como factor de novedad en la novela romántica -y el divorcio, en especial, ya que su existencia presupone la idea de que ya no habría discurso amoroso que no pudiera reconstruirse y legitimarse cuantas veces fueran necesarias– representa también el final del género. «La igualdad sexual, buena para las mujeres, había sido mala para la novela», piensa Madeleine. El problema es que esa aseveración, colocada en la página 37 de las 531 de su novela, deja a Eugenides dos caminos posibles. El primero, elemental: demostrar que la igualdad no ha sido mala para la novela, aspecto en el que Eugenides logra resultados inevitablemente zigzagueantes. El segundo, más atractivo: demostrar que la igualdad no ha sido buena para las mujeres. Esperar que un novelista reinvente el género novela no es una expectativa insana -mucho menos para el propio novelista- y fallar -como falla Eugenides- tampoco es una eventualidad reprochable (quien entienda la literatura como un formato de pensamiento a través del cual el lenguaje está obligado a destruir los moldes del pasado vive en lo que el Papa Francisco llamaría un progresismo adolescente). Pero cuestionar el presente, forzar el tejido de lo superficial e interrogar los matices de toda ortodoxia instalada sobre el territorio del lenguaje -y que la igualdad entre hombres y mujeres existe como dispositivo suficiente para zanjar su diferencia ya es parte de cierta ortodoxia santificada por la corrección política– sí exige una reflexión crítica y literaria. Donde La trama nupcial podría haber funcionado como una vasta catedral simbólica de 530 páginas acerca de ese cuestionamiento, sin embargo, Eugenides opta una y otra vez por la demagogia. Y esa vacilación le cuesta caro desde el primer epígrafe, de La Rochefoucauld: «La gente no se enamoraría nunca si no hubiera oído hablar del amor». El escritor Melvin Udall tuvo palabras exactas cuando le preguntaron cómo lograba escribir tan bien sobre las mujeres: «I think of a man, and I take away reason and accountability». Para Eugenides, en cambio, se trata menos de un procedimiento formal que de una simple impostura. Donde Madeleine cree que «El discurso amoroso [de Roland Barthes] era la perfecta cura para el mal de amores. Era un manual de reparación del corazón, y su única herramienta era el cerebro», lo que emerge de inmediato no es el cataclismo inevitable de quien deposita su fe en el logos al punto de creer posible que puede hacerse el amor a las ideas (la frase es de J. M. Coetzee) sino la insoportabilidad de un eros permanentemente degradado. La mentira de que una vida amorosa sostenida sobre la única herramienta del cerebro es soportable. «Lo que Madeleine buscaba con Thurson no era en absoluto Thurson. Era autohumillación. Era rebajarse, y es lo que había hecho, por mucho que no supiera por qué, salvo que tenía que ver con Leonard y con cuánto estaba sufriendo».
A partir de una voz narradora emasculada, los personajes masculinos de Eugenides padecen una y otra vez su propia emasculación: es únicamente sobre esa sintonía de inactividad, pasividad, impotencia sexual e indolencia middlesex que Leonard y Mitchell, los pretendientes de Madeleine, funcionan en suficiente condición de igualdad con la feminidad. Interpretada y construida como suma cero del poder deseante, toda representación de sexualidad en La trama nupcial se vuelve agónica, ridícula y finalmente -para usar una palabra valiosa en la tradición clásica- infeliz. «Así que una noche subí al ático y me senté en tu cama. Y tú no hiciste absolutamente nada«, le escribe Madeleine a uno de sus candidatos emasculados, convencida de que no había sido «suficientemente hombre para mí». Lo demagógico de Eugenides, sin embargo, no está en la construcción de estos hombres privados de su capacidad de posesión, sino en la suposición -calculada y sin dudas receptiva– de que hay una reivindicación exitosa, lícita y renovadora de lo femenino en la exaltación asertiva de la emasculación: «No has llegado a ser el amigo que no era una amiga ni un novio». Cautiva de una vida interior de inútiles agudezas semiológicas y coitos interruptus, rodeada de hombres matriarcales y castrados que viven a su vez rodeados de homosexuales y que son incapaces de convertir los símbolos amorosos en actos sexuales, la novela se permite incluso el sencillo idiotismo -uno de los pocos idiotismos, es cierto, porque Eugenides es, al menos, un demagogo con estilo– de construir una maraña de frustraciones sexuales y psíquicas tales que «cuando uno se ha extraviado en un bosque llega un momento en que tal ámbito empieza a percibirse como un hogar». De esa manera, Madeleine neutraliza sus verdaderas ansias rebajándolas a la categoría de lo irrealizable. «Fantaseaba con la idea de romper con Leonard, irse a vivir a Nueva York y conseguir un novio atlético, sencillo y feliz».
¿Se le puede reprochar a un novelista el curso de las acciones de su novela? Por supuesto que no. ¿Se le puede reprochar, en cambio, una lectura adocenada, disciplinada y sin interrogantes acerca de la condición de los géneros y las relaciones de poder que miden sus intercambios a lo largo de una cultura sexual que propone un ethos acrítico de igualdad? «Por mucho que Madeleine quisiera tener a su lado a Mitchell; por cercanos el uno al otro que hubieran estado aquel verano, Madeleine no dio ninguna señal clara de que sus sentimientos por él hubieran cambiado de forma significativa. Se volvió más libre en su forma de actuar, se cambiaba de ropa delante de él, limitándose a decir no mires. Y Mitchell no miraba. Desviaba la mirada y escuchaba cómo se desvestía. Intentar algo con Madeleine se le antojaba injusto. Habría sido aprovecharse de su tristeza. Y que un tipo intentara tocarte de ese modo era lo último que ella necesitaba en ese momento». Entre hombres que han cedido su virilidad, Madeleine no encontrará el matrimonio -y en ese sentido, al menos, Eugenides sí quiebra la ley de oro de la novela decimonónica a la que se remite una y otra vez-, pero Madeleine tampoco encontrará las satisfacciones del cuerpo ni la felicidad, siquiera, del amor. Si el ánimo de la reivindicación de La trama nupcial fuera que la ausencia de esas expectativas es el precio a pagar bajo un discurso dominante que se ha retirado de las vicisitudes de un ansia primordial para obedecer al mandato político de la corrección y abrir el presunto abanico de sus ventajas culturales –para volver por última vez a Butler-, aún así Eugenides falla precisamente por el mecanismo demagógico con el que inventa subjetividades masculinas a la medida de algo que solo puede ser un deseo ajeno. Porque no se trata, finalmente, nunca, ni por un momento, de Madeleine Hanna y su bildungsroman amorosa, sino de los hombres incompletos: los emasculados, castrados, homosexualizados hombres que Eugenides dispone como pequeñas versiones de David Reimer para construir las condiciones de una presunta igualdad; hombres que terminan por empobrecer todo deseo y toda vida y -el quid del asunto- toda oportunidad para imaginar preguntas interesantes sobre una conversación contemporánea y pendiente. La igualdad sexual, mala para la novela romántica, ¿ha sido verdaderamente buena para las mujeres?////////PACO