Literatura


La responsabilidad afectiva de Ballard y la mía

Hace algunas semanas se cumplió una década de la muerte de J. G. Ballard. Murió en el año 2009, en Shepperton, ese barrio ralo de Londres en el que estaba radicado desde hacía tiempo y donde Steven Spielberg filmó una película basada en una novela suya, El Imperio del Sol. Tenía 78 años. En la coyuntura del aniversario, se publicaron textos de Ballard y sobre Ballard. La reedición de La sequía, por ejemplo, a manos de la editorial Fiordo, o el ensayo de Pablo Capanna publicado en Letra Sudaca, Ballard. El tiempo desolado. Evidentemente, algo en este novelista inglés sigue suscitando lectores, y tal vez lo que más nos hable ahora entre su literatura sean sus zonas de catástrofe, sus ideas sobre la sexualidad, su visión tan retorcida (pero vigente y profética) de lo contemporáneo. 

Ballard. El tiempo desolado apareció por primera vez en 1990. Fue por esa misma época cuando Capanna publicó su ensayo sobre otro escritor profético: Philip K. Dick (Idios Kosmos. Claves para Philip K. Dick, editado en 1992). Tal vez por eso haya entre los dos libros algunas operaciones similares: como profesor de filosofía, Capanna se siente cómodo tomando conceptos metafísicos y rastreándolos en la estetización literaria. En general trabaja conceptos filosóficos (“el tiempo”, tan recurrente en la metafísica occidental, o el “idios cosmos” de Heráclito) en autores que, justamente, sentían alguna afinidad por la filosofía. Por su lado, Ballard y Dick, a contramano de las carreras espaciales de Arthur C. Clarke y del cientificismo recalcitrante de Isaac Asimov, recodificaron el género de la ciencia ficción, y parte de esa recodificación tuvo que ver con inscribir especulaciones de tenor filosófico en un género considerado, en aquel entonces, casi para idiotas. Recordemos si no aquella anécdota que cuenta Dick en alguna entrevista. Un día, cuando estaba por pagar una novela de ciencia ficción, el librero le preguntó: “Señor, ¿usted no leerá esas idioteces, no es cierto?”. “Pues no sólo las leo”, le dijo Dick, “también las escribo”.

Capanna lee en clave filosófica, eso está claro, pero no lee ni a Dick ni a Ballard como filósofos, aunque esa es una lectura que tampoco les haría justicia. Biógrafo minucioso y lector infatigable, en su libro sobre Dick sitúa las fuentes del pensamiento del novelista de la new wave a través de su itinerario espiritual. Para eso rastrea los encuentros intelectuales que Dick tuvo a lo largo de su vida (con el Monseñor Pike, con Timothy Leary, con la Enciclopedia Británica, la teosofía, el gnosticismo, la metafísica o la antipsiquiatría) y desgaja en tándem los temas en su obra, de modo que sea posible encontrar esas “claves para la lectura” en las relaciones de la vida de Dick con sus textos. Si bien el resultado no es tan entretenido como otras biografías sobre Dick (la de Emmanuel Carrère, por ejemplo: Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos. Un viaje en la mente de Philip K. Dick), suma los méritos de ser una buena introducción a una obra prolífica y retomar la tarea de críticos como Gregg Rickman y Darko Suvin, con una división temática de las novelas y, sobre todo, logra un trabajo con precisión clínica para recuperar debates y bibliografía crítica. 

En Ballard. El tiempo desolado, en cambio, Capanna parece menos consistente. La maniobra seminal es parecida, aunque con un criterio más errático. Se trata, una vez más, de una lectura en clave biográfica que puede sintetizarse en una frase de Gauguin que el mismo Capanna cita: “En la obra de un hombre está la explicación de ese hombre”. A partir de ahí, Ballard. El tiempo desolado presenta la vida y los temas del novelista inglés, pero en un estilo menos persuasivo. Por momentos el ensayo tiende a reducir la obra a un simbolismo tedioso y remanido, y hacia la mitad del libro entra incluso en una meseta hermenéutica que lo lleva a buscar elementos recurrentes (el agua, la arena, el cemento y el cristal) en varias novelas. Pero si este ejercicio de lectura parece aburrido, tal vez haya otro parecido que casi termina de atropellar por completo la paciencia del lector: Capanna conecta a Ballard con Shakespeare y busca a Próspero, Ariel y Calibán en sus argumentos. Aunque prima facie este no es un gesto crítico desgastado, en conjunto da la impresión de que podría haber sido más contundente. Por supuesto, Capanna vuelve a ser riguroso como archivista y glosador, y sin dudas demuestra ser un lector milimétrico de Ballard que escribe, además, para compradores de libros más que para comités universitarios, por lo cual su Ballard. El tiempo desolado es también una introducción a la vez accesible y, por momentos, lúcida: “Ballard reniega tanto del pasado como del futuro, porque siente que la locura del presente los ha eclipsado a ambos”.

¿Es más convincente su ensayo sobre Dick que su ensayo sobre Ballard? Una respuesta definitiva sería presentar un análisis crítico y más extenso que evaluara cuál lectura es más persuasiva. En cambio, preferiría preguntarme si en ese despliegue temático que hace Capanna en Ballard. El tiempo desolado no se diluye el Ballard que, como decía más arriba, parece convocarnos hoy con más fuerza: el que piensa cómo ciertos escenarios contemporáneos (el ciberespacio, los automóviles o la tecnología) alteran nuestros modos de construir afectos y el que reluce su imaginación brutal y poco amigable —a la que Martin Amis definió como “the extreme unsociability of his imagination”— a la hora de pensar el erotismo y la sexualidad.

En una cita de Ballard. El tiempo desolado se puede rastrear esa dilución: “En estos textos [La exhibición de atrocidades], el sexo impregna casi todas sus páginas, pero siempre está más cerca de la muerte y la degradación que de la vida”. Claro que si en el pero de esa frase se deja leer una oposición, también se deja leer el sesgo del crítico. El sexo que le interesa leer a Capanna se ubica en lo apolíneo, en lo controlado, en lo acorde. Para Capanna, el sexo en Ballard —conectado con la destrucción— es “una conjunción obscena”, un “erotismo deshumanizado que ha perdido toda naturalidad”. “Encerrado en sí mismo, egocéntrico e incomunicado”, pareciera reclamar algún tipo de regulación. Pues bien, para cierto feminismo, esa también podría ser la fórmula. Y es en este punto donde las resonancias de la obra de J.G. Ballard sobre nuestro presente inmediato se vuelven todavía más inquietantes. 

En un artículo publicado en LATFEM (“Por una pedagogía del cuidado, el acuerdo y la responsabilidad afectiva”), Magdalena López escribe: “Pienso a la responsabilidad afectiva como un concepto marco que debería constituirse en la base de toda relación humana”. De lo que habla López es de un acuerdo para cuidar al otro y respetarlo, al parecer disgustada con el hecho de que no haya acuerdos en las relaciones “sexoafectivas” en general y en las heterosexuales en especial. López piensa que debería existir un “conjunto básico de prácticas respetuosas y cuidadas” —como cuando por ejemplo uno va a la verdulería y sabe que no tiene que tirar las manzanas por el aire— para que “nadie sufra crueldad innecesaria”. Es un argumento que también podemos encontrar en un ensayo muy diferente, el de Tamara Tenenbaum (No sos vos, es el mercado del deseo). Tenenbaum, algo más exhaustiva en su argumentación, coincide con López en que hay algo “malo en el modo en que se tramitan las relaciones sexoafectivas contemporáneas: el maltrato, el ninguneo, la indiferencia”. Y la conclusión es la misma: hay que encarnar en las “relaciones sexoafectivas contemporáneas” algo de “la responsabilidad, el cuidado del otro”.

El argumento se repite en otros artículos (“Salgo con mi vínculo”, “No existen relaciones libres sin responsabilidad afectiva”, “El amor en tiempos de deconstrucción”, “Responsabilidad afectiva en relaciones abiertas”) que proponen como modelo de viabilidad de las relaciones entre las personas adultas una coherencia y un respeto mutuo que llevarían a relaciones “sexoafectivas” más “seguras” y menos dolorosas. Ahora bien, si las resonancias de la obra de Ballard son inquietantes, es justamente porque vuelven audible una pregunta mucho más interesante (y mucho más humana) ante estos argumentos: ¿qué es “respetar” y “cuidar” al otro afectivamente?

En Crash (1973), por ejemplo, podemos seguir la amistad del narrador James Ballard con el Dr. Vaughan, uno de los “primeros científicos de nuevo estilo de la televisión”. Vaughan está obsesionado con los accidentes automovilísticos: se pasa los días buscándolos por toda Londres y su fantasía sexual es morir en un accidente automovilístico con la famosísima y atractiva actriz Elizabeth Taylor. El narrador, por su parte, se ve involucrado en un accidente en la autopista que lo deja postrado en el hospital (algo que revive la libido de su mujer, antes desinteresada y lejana). Y no termina ahí: como consecuencia del choque, deja viuda a Helen Remington, con quien, tras encontrarse en las pesquisas forenses, comienza un affaire que se desarrollará exclusivamente en su auto: “La sexualidad y los choques de coches habían consumado un matrimonio último”.

En Exhibición de atrocidades (1970), por otro lado, es Talbot (también Travis, Traven, Travers o Talbert) quien encuentra la medida de su vinculación “sexoafectiva” en la misma fijación sexual: “Las siguientes posiciones de las piernas interesaban a Talbot: Karen Novothny (1) saliendo del asiento del conductor del Pontiac, dejando al descubierto la superficie media de sus muslos, (2) en cuclillas sobre el suelo del baño, las rodillas separadas, buscando con los dedos el borde del diafragma, (3) en posición a tergo, los muslos apretados contra los de Talbot, (4) colisión: peroné derecho aplastado contra la consola de instrumentos, rótula izquierda golpeada por el freno de mano”. Es cierto, la literatura catastrófica de Ballard parte de la excepción (a diferencia de otros grandes relatos donde se llega a la excepción: Europa 51, de Rossellini, o Nostalgia, de Tarkovsky), y esto es así porque la sinforofilia (la excitación producto de la contemplación de desastres) o la necrofilia (que es la excitación con la muerte) podrían entenderse como afectos poco comunes. Una llana perversión, si nos atenemos al clásico manual del psiquiatra Richard Von Krafft, la Psychopathia Sexualis. En tal caso, las pulsiones se suceden frenéticamente en un espiral de fantasías inconscientes, pero, justamente por ser la excepción, ¿no alertan ya estas formas de la sexualidad sobre las muchas dificultades de imponer una única norma? Mientras tanto, quien se tome el trabajo de leer a Ballard no va a tardar en llegar a la gran pregunta: ¿puede una regulación del “respeto” significar lo mismo para todos a la hora del sexo?

Pareciera que la “responsabilidad afectiva” como solución al problema de las “relaciones sexoafectivas” no es el milagroso remedio universal que algunas opiniones reguladoras del sexo nos inducen a esperar. Porque, ¿hay una manera de decir lo que significa ser responsable sin caer, justamente, en lo mismo que tratan de impugnar, como en una especie de patriarcado invertido? Entonces, que ciertos feminismos definan una manera obligatoria de actuar del hombre, ¿no es establecer también lo que la mujer quiere de la relación? Las líneas argumentativas de estos artículos parecen elaborar un manual de uso para las “relaciones sexoafectivas” con el fin de resguardarnos de todo lo disgustante y traumático que puede tener el sexo. Pero al torcer la casuística hasta el extremo, la pulsión ballardiana nos enseña que la crueldad también puede ser motivo de satisfacción, y que no existe manera alguna que garantice una dosis justa del sufrimiento sin poner en riesgo el placer mismo del sexo. ¿Y si frente a tantos mandatos de seguridad y orden lo mejor que podemos hacer con nuestro deseo es intentar vivirlo a pesar de las frustraciones inevitables que arrastre? Después de todo, ya lo adivinó Sigmund Freud antes que Ballard: lo angustiante es que, tratándose de cosas sexuales, el sujeto tiene que arreglárselas solo. Y para peor, no tiene ningún manual al alcance de la mano.////PACO