El domingo 2 de julio de 1961, el escritor se levantó temprano. Su casa de Ketchum, Idaho, estaba en silencio. Cuando encontró la escopeta, se encerró en su estudio, cargó el arma, se puso el caño en la frente y se voló la cabeza. El estampido despertó a su cuarta y última esposa, la periodista Mary Welsh, que dormía en el piso de arriba. Mary ya había tenido que lidiar con otros intentos de suicidio, pero éste fue exitoso y, en tiempos de paz, nada puede prevenir a una mujer que duerme contra el sonido de un arma de fuego.
Hace un poco más de cincuenta y ocho años, apenas unos días antes de su cumpleaños número sesenta y dos, se suicidaba Ernest Miller Hemingway. Algunos de sus biógrafos proponen elaboradas teorías psicológicas y literarias como motivo. Se dijo que el mito lo atormentaba y lo devoraba, que la fama lo oprimía, que no soportaba la vejez y que su coraje se había acabado. La verdad es que estaba muy mal de salud, tanto física como mental.
Aterrizajes de emergencia, violentos accidentes automovilísticos y conmociones cerebrales habían minado su físico de peso pesado. Largas borracheras habían desgastado sus riñones y su hígado. Sus ojos, que nunca fueron buenos, le impedían leer o escribir con normalidad y para completar el cuadro clínico empezaban a asomar signos de diabetes. Por otra parte, sufría de ataques de paranoia, llegando incluso a desvariar en sus peores días. Hemingway, sin embargo, no era viejo. De hecho, muchos escritores alcanzan el reconocimiento a esa edad. Pero su cuerpo padecía las marcas de una exigida vida de acción. El problema no era el modelo, sino el kilometraje.
En 1954, mismo año que Hemingway recibía el Nobel, Italo Calvino le dedicó un breve ensayo titulado Hemingway y nosotros. El artículo, recopilado póstumamente en Por qué leer los clásicos, despliega, con estilo comprensivo, una posición que intenta ser imparcial. Si lo compara con D´annunzio también aclara que “escribe seco, no se babea nunca, no se hincha, tiene los pies en el suelo”; si habla de “sus eternos turistas, erotómanos y borrachines”, concede que para su generación el autor de Adiós a las armas fue un referente obligado.
Sin embargo, cuando el análisis se desliza hacia lo político, Calvino resbala. “El héroe de Hemingway–escribe–, a pesar de haber visto abrirse la gran alternativa de Octubre, acepta el mundo del imperialismo y se mueve entre sus masacres, librando él también con lucidez y distancia una batalla que sabe perdida desde el comienzo.”
Faltaban, por supuesto, más de diez años para la Primavera de Praga, la Doctrina Brezhnev no había tenido que justificar ninguna invasión y defender el pacto de Varsovia sería por mucho tiempo un gesto progresista en Occidente. Por otra parte, Hemingway hacía gala de un antifascismo declarado que podía ser confundido con una militancia real. Hoy nos queda claro que sus convicciones políticas eran un exótico trampolín para la aventura. Y sin embargo, visto desde el presente, lo que Calvino le critica se parece mucho a una serie de aciertos y virtudes. Hemingway siempre fue un tipo práctico, que difícilmente accedía a encolumnarse, un individualista integrado pero arisco que se adelantó a describir, con ambigua mirada, a esa masa de turistas americanos, cazadores, soldados, hombres duros, que viajan por el mundo buscándose a sí mismos.
Temprano, entonces, aparece en Calvino un rechazo que, por motivos políticos o estéticos, sobrevoló la segunda mitad del siglo XX. La relación que mantuvieron los escritores con Hemingway fue de conflictiva admiración. ¿Qué raro prejuicio esconde la lectura de Calvino, más allá de las brumas políticas? ¿Por qué lo que hacía Hemingway era y es tan incómodo para algunos?
De los numerosos trabajos biográficos de los cuales Hemingway fue objeto, el breve ensayo de Anthony Burgess, titulado Hemingway, es el más difundido en lengua española. En este libro –la edición de Salvat todavía se consigue en librerías de viejo– Burguess recorre con síntesis y precisión el amplio abanico del escritor. Sus cuatro mujeres, sus amigos, sus colegas, y sobre todo sus lugares. París, África, España, Cuba, los lagos de Michigan y los Cayos de la Florida, en los libros de Hemingway, fueron, más que escenarios, personajes privilegiados. Pero, aunque intenta esconderlo, el viaje incomoda Burguess como al sirviente que, superado por el peso de las valijas y caminando atrás de un amo demasiado vital, apenas logra levantar la cabeza para disfrutar del paisaje.
Burgess recuerda mucho a los intelectuales argentinos que se juntan en el Club de Cultura Socialista a negar “el mito”, dibujando sobre sus bordes una idea de sentido viciado, al mismo tiempo que demuestran una clara imposibilidad de abandonarlo como tema de discusión. Mientras critica Papa Hemingway, la biografía de A. E. Hotchner, porque recoge charlas de bar y anécdotas, el autor de La naranja mecánica admite haberla usado una o dos veces como fuente. Así, el Hemingway que nos presenta es un escritor trágico o frívolo según le conviene y aunque el libro es completo, la subestimación de la dialéctica entre obra y vida es evidente.
Intentando ser justo, lográndolo a duras penas, y sin dejar de atender la campana de la rivalidad, Burguess termina concediendo que Hemingway fue un escritor que marcó el siglo XX, “pese a que las carencias del hombre mutilaron su trabajo.” Así y todo, sin embargo, como al descuido, deja caer una clave para entender su propio prejuicio. En el capítulo titulado Entre la pesca y las corridas de toros escribe que a Hemingway “le entusiasmaba que le tomaran por cualquier cosa excepto por un escritor”. ¿Es este renegar del oficio lo que rechaza Burguess? ¿Es este desplante gremial lo que articula su queja, que muchas veces alimenta una moral más bien ridícula?
James Joyce, que compartió con Hemingway el París de los años veinte, dijo de él que “nunca hubiera escrito su obra si su cuerpo no le hubiera permitido vivirla.” Pero la frase también se puede invertir y es posible pensar que Hemingway nunca hubiera salido a cazar leones, si la aventura no hubiera contemplado de entrada la escritura de un cuento, un artículo o un libro. Lo mismo puede decirse del box, de la ambulancia que manejó en la Primer Guerra Mundial o de la pesca en alta mar. ¿Se trata de una nueva versión del huevo o la gallina? Más bien es otro eslabón de la larga y laboriosa conversación entre la experiencia y la letra.
Hace años ya, RHM distribuye en la Argentina ediciones de bolsillo de sus novelas más conocidas. A las elegantes tapas con fotos sepia se le agrega que algunos de estos libros vienen prologados por el escritor argentino Rodrigo Fresán. La combinación resulta, por lo menos, llamativa. Si en la Argentina son contados los escritores que reconocen su deuda con Hemingway, Fresán copia la idea general de Burguess y toma distancia (también copia textualmente muchas de sus frases sin reconocer la cita). Como Calvino le recrimina “el lugar común y vulgar del turista bestial y absurdo”, sacando la mano cuando quema y enfriando cuando el entusiasmo se vuelve inevitable.
Pese a esto, los prólogos logran despertar interés. La prosa fluida de Fresán se mezcla con aportes de la correspondencia de Hemingway, nunca traducida al español. El resultado es cálido. Después de las excelentes presentaciones que hizo de John Cheever, es posible que el lector argentino se quede con ganas de más. Vale tener en cuenta que mientras Cheever es un irónico caballero de los suburbios del este, Hemingway es un duro self made man del medio oeste. Con él, las cosas siempre son más difíciles.
No deja de ser curioso que sea un español el que haya doblegado el mito, poniéndolo a trabajar en su propio sistema. Enrique Vila-Matas encuentra a Hemingway en su terreno y nos ofrece un viaje doble. Primero, titula su libro París no se acaba nunca, frase tomanda del nombre del último capítulo de París era una fiesta, ese contundente fetiche narrativo donde los años 20 brillan entre la nostalgia y la vitalidad. Segundo, propone un ir y venir mítico: de la Belle Epoqué y los personajes de la Generación Perdida a sus propias memorias de los años setenta, producto del viaje iniciático al centro de la Europa occidental.
No sin insolencia, no sin admiración, Vila-Matas confirma a Hemingway, al mismo tiempo que ironiza sobre él y sobre sí mismo. Si el norteamericano dice que en París fue “muy pobre y muy feliz”, el español reescribirá la frase confesando que en esa misma ciudad, cincuenta años después, él fue “muy pobre y muy infeliz.” Y de la mano de esa ironía, a veces tierna, a veces ácida, Vila-Matas logra colarse con una sonrisa ambigua en la fotografía que Hemingway tomó de sí mismo.
¿Escritores hijos hablan mal del escritor padre o juegan con picardía a esconderle el reconocimiento? No es algo muy atípico después de todo. Frente a tanta potencia, se hace comprensible la zancadilla, el equívoco y la desconfianza. Escribir a la sombra de ese Hemingway altanero que con mirada despectiva escupe sin sacarte los ojos de encima es posible, siempre que uno se resigne al segundo lugar. Para matizar la fuerza del personaje, se lo tildó de deportista, crítica que implica no sólo la banalización de sus pasiones sino también el desmerecimiento del deporte como productor de sentido literario. Ciertas normas de etiqueta intelectual impulsan la pacífica idea del creador sedentario, y él era un escritor del «aguante”, de “ir al frente”, tanto en el sentido barrial como en el sentido militar de la expresión. Muchos, entonces, escribieron con soltura sus diatribas, pero muy pocos son los que se hubieran animado a decírselas en la cara, ni siquiera con una reja de por medio.
El único que se acercó a algo parecido, siempre en el plano literario y por carta, fue Scott Fitzgerald que en junio de 1926 le escribió a Hemingway desde Juan-Le-Pins dándole consejos sobre el manuscrito de Fiesta. “Ernest –dice Fitzgerald–, no puedo explicarte la decepción que me dio ese principio, con su gracia elefantina” y luego agrega que lo mejor sería, no “podar”, sino directamente “arrancar lo peor de las escenas”. Tres años más tarde, en junio de 1929, le escribe sobre Adiós a las armas: “Nuestra vieja y golpeada amistad probablemente no sobreviva a esto, pero ahí va… Mejor yo que algún desconocido de la crítica literaria, al que no le importe tu futuro” y enseguida le dice que una de las escenas, “tal como está, me parece una vergüenza.” Aunque esta última carta se conserva con la respuesta “bésame el culo” escrita a mano por Hemingway, al parecer en las dos ocasiones el novelista puso en práctica varios de los consejos de Fitzgerald.
En todo caso, criticar cualquier arrogancia es fácil pero muy diferente es abandonar el escritorio y ponerse los guantes de box, pelear una guerra, salir a buscar un pez vela en un bote de pesca de altura y después contarlo todo en una obra trascendente, aguerrida y sutil.
Finalmente, matar un león es matar un león. Hay que estar ahí con el acero del arma en las manos. Escuchar el rugido. Apuntar y disparar. Y luego, sentir como la bala impacta y penetra la piel y trae la muerte. Pero la experiencia no solamente esta compuesta por ese momento de gloria y sentido. Al instante épico hay que sumarle mosquitos, mala comida, poco confort, costos absurdos, robos en los aeropuertos y largos momentos de aburrimiento que ponen a prueba la voluntad más recia. Matar un león es matar un león. Y es también una metáfora y mil momentos más.
¿Qué tiene para darnos Hemingway hoy? Dentro de su credo de contrastes y vitalidad, los adjetivos sobran y son los verbos los que hablan. Sumados al mandato primordial de construir “una frase verdadera, sencilla, explicativa” forman un camino lleno momentos útiles y luminosos. Sin embargo, mejor todavía es el consejo de salir al sol y contemplar las transformaciones del mundo, pero no como un pálido observador, sino como un engranaje más en la máquina del mundo.////PACO