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La post-pandemia según Don DeLillo

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Pero ¿acaso esto no tenía que pasar? Estábamos encaminados a esto. 

Mira la pantalla vacía. ¿Qué nos está escondiendo?

Don DeLillo, El Silencio

Febrero de 2022. Una pandemia ha quedado atrás («lo que está más fresco en nuestro recuerdo, el virus, la plaga, el desfilar por las terminales de aeropuertos, las mascarillas, las calles de las ciudades vacías»). Es la noche del superbowl, y una pareja, Diane Lucas y Max Stenner, espera en su departamento, para compartir el espectáculo ante la pantalla, a otra pareja de amigos, Jim Kripps y Tessa Berens, que está llegando en un vuelo desde París. Otro personaje se suma a la reunión, Martin Dekker, profesor de física y ex alumno de Diane. Nuestro presente es el pasado de El Silencio, la última novela de Don DeLillo (terminada en marzo de 2020), que, por su brevedad y por el clima funesto que nunca cede, se ubica en ese islote singular que ocupan Body Art (2001) y Punto Omega (2010), otras dos nouvelles en las que DeLillo compacta el devenir de la trama y reduce las historias previas de los personajes.

Todo está dispuesto para disfrutar del espectáculo. Pero el avión sufre un aterrizaje forzoso. En la ciudad se cortan la energía eléctrica, las señales de los celulares e internet. Max y otros tantos millones de fanáticos del fútbol americano empiezan a morderse los codos. El corte se prolonga, las hipótesis sobre el origen del corte, en las que drena la paranoia largamente acumulada, progresan rápidamente. ¿Están detrás los que manejan las criptomonedas? ¿Se trata un ataque de drones descentralizados? ¿De una invasión extraterrestre? ¿O es una especie de realidad virtual que está succionando las mentes y los cuerpos?

—Puede que hayan tomado el control con algoritmos —dijo Martin—. Los chinos. Los chinos ven la Super Bowl. Juegan fútbol americano. Los Barbarians de Pekín. Es completamente cierto. Nos la han hecho. Han iniciado un apocalipsis selectivo de internet. Ellos pueden ver el partido y nosotros no.

Jim Kripps y Tessa Berens son llevados al hospital. Esperando a que los atiendan los sorprende el apagón. Tendrán sexo en un baño (una descarga recíproca de ansiedad antes que un encuentro erótico), y, luego de que le curen a Jim una herida menor en la cabeza saldrán hacia el departamento de Diane y Max. Es tiempo de no estar solos. Antes, un oráculo con forma de empleada, les dice:

—Sea lo que sea lo que está pasando, se ha cargado nuestra tecnología. La palabra misma ya me parece anticuada, perdida en el espacio. ¿Qué pasó con el trasvase de autoridad a nuestros dispositivos seguros, a nuestra capacidad de encriptación, nuestros tuits, trolls y bots? ¿Acaso en la datasfera todo está expuesto a distorsión y robo? ¿Y nosotros sólo podemos quedarnos aquí sentados y lamentarnos de nuestro destino?

Gran parte de la narrativa de DeLillo está mediada por la convicción de que somos inocentes en un mundo sin inocencia, peones de un tablero en el que reyes y alfiles promueven las bondades de un orden civilizado, al mismo tiempo que lo limitan con manipulaciones de todo tipo. En un foro en el que participó junto a Gerald Posner, el mejor defensor de la tesis de que Lee Harvey Oswald asesinó al presidente Kennedy sin otro apoyo que un rifle y su propia puntería, DeLillo, que escribió la mejor novela sobre el magnicidio, afirmó que, aunque pudiera probarse que Oswald fue el único tirador, nunca se probará si efectivamente alguien lo indujo, ni de qué modo, a realizar el atentado. Había demasiada gente cerca de Oswald interesada en que este hiciera lo que hizo. El asesinato de Oswald enturbió todavía más la cuestión. DeLillo sostiene que, dada su fugaz y bizarra biografía, Oswald, el principal de los elementos a investigar, será también el más incognoscible de todos. La sospecha de que existió una conspiración detrás de Oswald permanecerá por siempre. Pocas veces tenemos respuestas definitivas, la incertidumbre predomina aumentando las sospechas y las fantasías que aspiran, fallidamente, a suturar la ausencia de la verdad. Sabemos que debajo de las superficies fluyen las acciones clandestinas, los objetivos inhumanos. Al malestar de la cultura se le sumó el malestar de la paranoia, y todo malestar crea literatura. A la paranoia DeLillo eligió interpelarla con narraciones que tejieron una forma vivaz y terca de memoria sobre la inestabilidad circundante, insuflándole ficción a los hechos reales y credibilidad a la ficción. Mientras otros buscaban la gran novela americana, DeLillo, aparte de escribirla, como lo probó con La Estrella de Ratner (1976), Fascinación (1978), Ruido de Fondo (1985), Libra (1988) o Submundo (1997), inventó el gran género americano, un realismo analítico en estado de alerta con toques, según el caso, de thriller o comedia nihilistas.

En El Silencio, aguijoneado por la sospecha, Max sale del departamento a averiguar qué es lo que está pasando. Regresa decepcionado.

—Algo técnico. Nadie ha culpado a los chinos. Un fallo de sistemas. También una mancha solar. Esto me lo ha dicho alguien en serio. Un tipo que fumaba en pipa.

Max decide relatarse el partido ante la pantalla apagada. No soporta el silencio. Tampoco lo soporta Martin, que se confiesa ante Diane.

—Me miro en el espejo y no sé a quién estoy mirando. La cara que me mira no me parece la mía. Pero, bien pensado, ¿por qué iba a serlo? ¿Acaso el espejo es una superficie realmente reflectante? ¿Y acaso es la misma cara que ven los demás? ¿O bien es algo o alguien que me he inventado? ¿Acaso la medicación que estoy tomando libera a ese segundo yo?

Martin invoca a Einstein (en determinado momento, rebasado, hablará imitándolo). Su obsesión por Einstein es doble. No solo descubrió los fundamentos del continuo espacio-temporal, sino que también profetizó una cuarta guerra mundial con palos y piedras, afirmación que Martin trae al presente y que es la cita inicial del texto. Einstein es el sanctasanctórum al que aferrarse en el medio del torbellino. Al igual que Martin, los otros personajes dialogan y monologan dibujando un sistema articulatorio de miedos, deseos y estallidos en una frecuencia que corre entre el rigor expresivo y el pensamiento alucinado, otra marca registrada de DeLillo. Casi al final de El Silencio, Max sale a la calle y se siente ahogado por las multitudes que caminan sin rumbo. Confundido, vuelve al departamento a recordar su infancia. Martin tiene un instante de iluminación:

—El mundo lo es todo, el individuo no es nada. ¿Lo entendemos todos?

Es el destello de verdad que resignifica la novela, es el momento en que los grandes escritores (Kafka, Beckett, Pinter, Bernhard, algunos de ellos) nos descubren los hilos reales y letales que nos unen a los reveses de las palabras.

Nadie replica a Max. La verdadera catástrofe no es que nos desconecten de la tecnología sino lo es nuestro impasible proceso de desconexión de los otros y de nosotros mismos mientras nos entregábamos a la hipnosis tecnológica. Mirarnos al espejo y no reconocernos, abrazarnos a la ciencia como un lenguaje sagrado, buscar ovnis en el cielo, discutir si la tierra es plana o redonda, alegrarnos por los superbowls de cada día y sedarnos para dormir. ¿Sabíamos realmente lo que hacíamos, presentíamos mínimamente lo que nos estaban haciendo? Los personajes de El Silencio enfrentan la peor tragedia de todas: súbitamente despiertan en el mundo solos, desnudos y hundidos en una individualidad que se escurre por las rejillas. El individuo no es nada. Una individualidad elevada a categoría administradora de lo social es un mito ideológico y una trampa política. Esta es la mayor, la más concreta y exitosa de las conspiraciones, es la conclusión de DeLillo a los 84 años, tras cinco décadas en las que nos reveló que la ciencia, el arte y la violencia comparten una lógica subterránea que moldea nuestro inconsciente, que detrás de cada francotirador solitario late, como una infección, una cadena de acontecimientos a descifrar, que una pelota de béisbol tiene el tamaño del núcleo de la bomba de Hiroshima, además de disimular en su interior la historia contemporánea de EE.UU., y que la vida eterna será una mercancía reservada a los pocos que puedan pagarla. En el final de Submundo la palabra PAZ titilaba en el monitor de un pc. En el final de El Silencio Max y la pantalla vacía de un televisor se miran el uno al otro, mudos en la oscuridad////PACO

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