¿Qué pasó el 31 de diciembre, víspera de año nuevo, en Colonia, Alemania? El asunto está envuelto en una niebla que apenas empieza a disiparse con el correr de los días. Es una niebla en la que se mezclan los humos tóxicos que corren por la Europa de estos últimos años: la Europa de la crisis, de la extinción de todo resto de pacto social y de un cada vez más fallido modelo de convivencia. A esas nubes negras ahora se le suma la llegada de cientos de miles de refugiados con el horizonte de fondo del colapso en apariencia irreversible de las sociedades y los estados de Medio Oriente. Son vientos tóxicos que adquieren a su paso, como reacciones, las formas invertidas pero igualmente opacas y previsiblemente fracasadas de las confusiones del miserabilismo progresista y la xenofobia de extrema derecha. Confusiones malévolas, confusiones bien intencionadas, da lo mismo: es el paisaje de un mundo nuevo y desconocido (y peor) que no se entiende con las herramientas del pasado. Lo que sigue es una aproximación en base a las diversas crónicas, partes oficiales, noticias periodísticas, y testimonios in first person que se escribieron sobre aquel día.

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En vísperas del año nuevo los ciudadanos de Colonia y alrededores acostumbran (o acostumbraban hasta el pasado 31 de diciembre) a juntarse ahí para esperar el nuevo año.

Colonia es una de las ciudades alemanas más importantes y antiguas. Está ubicada en el este del país, cerca de la frontera con Francia, en el valle del Rin, el legendario corazón industrial pesado de Alemania. La tierra del carbón y el acero. Entre sus atractivos está su monumental catedral gótica, una de las más grandes de Europa, alrededor de la cual la ciudad se organizó desde los tiempos medievales. La catedral y la plaza adyacente son, como en tantas otras ciudades, el centro de las celebraciones y reuniones cívicas. En vísperas del año nuevo los ciudadanos de Colonia y alrededores acostumbran (o acostumbraban hasta el pasado 31 de diciembre) a juntarse ahí para esperar el nuevo año. Cerveza, fuegos artificiales, grupos de amigos, lo usual; todo en el tono contenido de un país envejecido, civilizado, en las antípodas de los festejos multitudinarios tropicales. Este fin de 2015 el ritual se repitió pero algo, un elemento del paisaje, no era como el de cualquier otro año. A la salida de la estación de trenes sucedió algo distinto. En una nota del diario Le Monde, un par de semanas posterior a los hechos, lo cuenta una chica que pasó por esa experiencia, una alemana de veintipico que iba a festejar el año nuevo junto a un par de amigas. Bajaron del tren, atravesaron la estación y al salir vieron: “una masa compacta de hombres morenos, de entre 20 y 30 años, visiblemente originarios de África del norte o de Medio Oriente. Decenas de hombres que a la vista parecían borrachos y excitados. Hombres que de pronto nos cercaron y comenzaron a mirarnos sin disimulo, como si nos estuvieran sopesando, evaluando, desvistiendo”. Buscan con la mirada, sigue diciendo la chica alemana al Le Monde, a los policías que usualmente están en patrullando la plaza cuando hay aglomeraciones, pero no ven a ninguno. Solamente los grupos de hombres que empiezan a rodearlas. La amigas empiezan a avanzar hacia el otro lado de la plaza, en fila india, tomadas de la mano, mientras los hombres les gritan, les meten mano, les tiran del pelo. “Temblaba pensando que una de nosotras entrara en pánico. Bajamos la cabeza para evitar sus miradas. Tratamos de no pensar en los manoseo, de estar concentradas en la mano de la amiga que iba delante nuestro”. Finalmente llegan al otro lado de la plaza, una zona de bares donde los jóvenes alemanes bebían sin mucha conciencia de lo que estaba pasando unos metros más allá. Las invadió, dicen, una vez ya a salvo, una “sensación de irrealidad, como si se tratara de dos planetas diferentes”.

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“Temblaba pensando que una de nosotras entrara en pánico. Bajamos la cabeza para evitar sus miradas. Tratamos de no pensar en los manoseo, de estar concentradas en la mano de la amiga que iba delante nuestro”.

Ninguna de esas chicas denunció las agresiones esa noche. No les habían robado nada y la situación tampoco había derivado en una violación. Fue con el correr de los días que esa confusión empezó a tomar una forma más nítida. Experiencias como la relatada se multiplicaron exponencialmente: una semana después, para el 8 de enero, había 170 denuncias de agresiones sexuales, incluyendo dos violaciones; un día después las denuncias eran 379, el 11 de enero llegaban a 553 y para el 21 ya sumaban 821 denuncias de agresiones, robos o ataques de las cuales 359 específicamente eran abusos sexuales, entre ellos tres casos de violación. Las autoridades alemanas también registraron episodios parecidos, aunque con menor número de víctimas, en otras ciudades como Hamburgo, Frankfurt y Dortmund. En todos los casos el panorama era similar: grupos de hombres jóvenes “extrañamente silenciosos” estacionados en las plazas que rodeaban y agredían mujeres. La caracterización de esos grupos como de origen árabe también se repite en todos los casos. Lo mismo sucede con la ausencia de la policía o su llegada tardía al lugar de las agresiones masivas.

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Un acontecimiento como el de Colonia parece diseñado para confirmar todos los terrores que los europeos incuban sobre esas oleadas que presionan sobre sus fronteras.

Es un asunto odioso por donde se lo mire. Al mismo tiempo que cientos de refugiados todos los días abandonan Siria o el norte de África corridos por la guerra y el terrorismo islámico un acontecimiento como el de la noche de año nuevo en Colonia parece diseñado especialmente para confirmar todos los terrores larvados o explícitos que los europeos incuban sobre esas oleadas de desesperados que presionan sobre sus fronteras. Más aún cuando Alemania se convirtió en el único gobierno que abrió sus fronteras con una política activa de recepción de refugiados. El gobierno de Merkel recibió más de un millón de refugiados en 2015 y usó su influencia en la Unión Europea para obligar al resto de los países, mucho más reacios, a albergar cuotas de asilados en sus territorios. Una semana después de aquella noche las instituciones alemanas aún no sabían la dimensión real de lo que había pasado y trataban de minimizar la cuestión. Después, obligados por la cantidad de denuncias empezaron a investigar y los resultados fueron confirmando lo que esperaban los partidarios, cada vez más poblados, de la paranoia y el rechazo a los inmigrantes: la mayor parte de los detenidos por los incidentes de Colonia tenían el status de asilados. Hubo alrededor de 30 detenidos, de los cientos que se participaron de los abusos, mayormente argelinos, marroquíes y tunecinos recientemente llegados a Alemania (aunque tan solo cuatro sirios, si es que la contabilidad de las nacionalidades tiene algún sentido, lo cuál en este marco de desconcierto y pérdida de referencias no parece probable).

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Hubo alrededor de 30 detenidos, de los cientos que se participaron de los abusos, mayormente argelinos, marroquíes y tunecinos recientemente llegados a Alemania.

Por supuesto, los ataques de Colonia sirvieron para que los movimientos antiinmigrantes (que florecen en las calles de Alemania) escalaran sus críticas a la política de recepción de refugiados de Merkel. Incluso dentro de su partido y de la coalición gobernante se alzaron voces pidiendo mayores restricciones y mecanismos rápidos de expulsión para los sospechosos de cometer delitos. Más aún, la opinión pública alemana que había apoyado hasta entonces la Willkommenskultur, como símbolo de un país que siendo el más poderoso de Europa decide no darle la espalda a las víctimas de las guerras civiles de la periferia árabe (y ahí también se percibe, con la fuerza irrestible de lo no dicho el trauma alemán por excelencia, el peso de la pesadilla del siglo XX alemán), comenzó a mutar hacia la hostilidad y la sospecha. Hay algo en esa reacción del buen samaritano que se siente estafado en su buena fe por la infiel víctima que no respeta su casa. O, llevando el paternalismo de la metáfora al extremo, del padre que se siente insultado por un hijo al que le ha dado todo y solo devuelve conflicto e ingratitud. Algo de eso resuena en la opinión pública alemana después de los incidentes de año nuevo, incluso en aquellos sectores que reniegan de cualquier asociación con grupos como Pegida (siglas de Europeos patriotas contra la islamización de Occidente), el excéntrico y caricaturesco movimiento que desde hace un par de años nuclea a los descontentos (usando Facebook como plataforma de organización) de la vieja Alemania oriental con consignas contra el multiculturalismo y la amenaza que los recién llegados de religión musulmana representarían para la integración a la sociedad alemana. En las marchas de Pegida, que llama a Merkel “Mutti Multi Kulti” – mamá multicultural – con sus slogans postideológicos en los que se mezcla, como en un gran cajón de sastre de la confusión política contemporánea, el rechazo a toda ideología radicalizada (el logo del grupo es un tacho de basura donde se acumulan las banderas nazi, del Estado Islámico, del Partido de la Liberación Kurda y el pabellón rojo de la hoz y el martillo), la limitación del asilo político, las demandas de Ley y Orden, el apoyo al “estilo de vida occidental” (contra la misoginia de la cultura musulmana, a favor del matrimonio gay, de la prensa libre de monopolios informativos, a favor de la preservación de la tradición judeocristiana, etc.) lo que se escucha es el cántico final de unas sociedades prósperas que sienten que ya han cumplido con su cuota histórica de solidaridad global y que ahora, cuando asoman los tiempos de la escasez y el agotamiento, lo que se impone es, no tanto la clausura de las fronteras, sino la inspección detallada de los nuevos huéspedes que tocan la puerta para dejar pasar sólo aquellos que se considera capaces de integrarse sin causar problemas. Y los varones jóvenes solteros con un background de guerras civiles sobre sus espaldas no parecen los mejores candidatos para eso.

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Lo que se escucha es el cántico final de unas sociedades prósperas que sienten que ya han cumplido con su cuota histórica de solidaridad global.

Días después de la noche de Colonia, la revista Charlie Hebdo, cuyas tapas después de los ataques a su redacción de enero de 2015 pasaron a ser leídas como comentarios sobre la situación mundial por un público que desconocía su existencia antes de la masacre, publicó una caricatura en la cual se imaginaba como posible futuro de Aylan Kurdi (el niño sirio ahogado en una playa turca luego del naufragio del bote en el que intentaba escapar hacia Europa) un destino de acosador de mujeres occidentales. La lectura de la viñeta era obvia para cualquiera que conservara aún algún resto de ese de ese antiguo sentido de decodificación cultural llamado ironía, que permite que lo literal sea interpretado como su exacto opuesto. El niño sirio ahogado que conmovió a todos esos buenos ciudadanos globales despertando sus sentimientos entrenados pavlovianamente a través de los medios y las redes sociales era apenas más joven que sus compatriotas asilados que hoy forman el número creciente de sospechosos huéspedes a los que se mira con rabia después de eventos como el de Colonia. La vieja ironía de los sesentayochistas de Charlie Hebdo subrayaba con humor negro una serie lógica pero que en los tiempos actuales no goza de popularidad: la piedad ante la muerte del niño inocente no está muy alejada del sentimiento de rechazo a los asilados jóvenes que sí lograron llegar a las costas europeas y ahora sobreviven como pueden en sus grandes ciudades. Pero este es el tiempo del fin de la ironía, una posición ante el mundo demasiado compleja, demasiado distanciada, demasiado racional; lo que se usa ahora es la falsa solemnidad de los sentimientos derramados en posts de Facebooks, en declaraciones sentidas hinchadas de buenas intenciones olvidadas a la velocidad del presente continuo y el consenso vacío. El clima de la época al acercarse a cualquiera de los acontecimientos que desnudan las fallas profundas e irreversibles de la convivencia entre individuos portadores de historias radicalmente divergentes es el de una sinceridad que adopta las formas de la corrección política irreal (la pasión por no ofender y por sentirse ofendidos, la indignación estéril, la santificación de la víctima) o, la postura especularmente opuesta del retorno a una época de convivencia sin conflicto, entre semejantes, el paraíso perdido de una comunidad que nunca existió.

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El clima de la época desnuda las fallas profundas de la convivencia entre individuos portadores de historias radicalmente divergentes y las formas de la corrección política irreal.

Slavoj Zizek, estrella de esa élite global de pensadores radicales que agitan los espectros del marxismo occidental entre viaje y viaje por las ciudades first class del mundo, emparentó en un artículo de la venerable revista de izquierda británica New Statesman la noche de año nuevo de Colonia con la pulsión destructora que los excluidos ejercen en esas pausas de la dominación social que son los carnavales. Pausas de inversión de los roles sociales donde los siervos se travisten de señores y devuelven a través de los excesos de la fiesta las ofensas y los resentimientos acumulados durante el año. Se trataría, sugiere Zizek, de un espectáculo público donde esos miles de humillados y ofendidos recién llegados vuelcan su pulsión autodestructiva contra los valores sagrados de la sociedad liberal que los recibe con desdén, contra el núcleo de la igualdad de los sexos que los occidentales levantan como una ciudadela en la forma de esas alemanas jóvenes – solas, sin la custodia de un hombre – que salían de la estación de Colonia rumbo a los bares para festejar el año nuevo. Una acción que no tiene que ver con el desconocimiento de las diferencias culturales del lugar de la mujer en Occidente y en los países musulmanes (eso sería pensar a las patotas de Colonia como salvajes que no están al tanto de que se encuentran en un nuevo país después de la odisea que tuvieron que atravesar para lograr llegar ahí) sino con una puesta en acto para escandalizar y aterrar a los buenos ciudadanos que hasta hacía una semanas recibían a los contingentes de refugiados con tiernas pancartas y abrazos que les daban la bienvenida a Alemania. Sería, sigue diciendo Zizek, una evolución más del círculo nihilista de la impotencia para integrarse en un lugar en el que no hay posibilidad de integración que deviene en pulsión destructiva. Masas deseosas de formar parte de un mundo clausurado que redirigen su deseo frustrado a los símbolos de ese mundo que se les niega. Y, como en los carnavales, no hay ahí como fantasea el progresismo cándido, ningún potencial subversivo, sino más bien una reafirmación salvaje de los lugares asignados en la escala social: la brutalidad de los excesos confirma lo que las circunstanciales víctimas ya sabían, que se trata de grupos inasimilables a los que sólo se los puede tratar con el mayor rigor. Eventos como la noche de Colonia destruyen las idealizaciones del progresismo que iguala la condición de víctima social con la portación de algún esencialismo justiciero y moral. Al mismo tiempo reactiva los sentimientos de inseguridad existencial de los europeos que perciben la conformación de “dos planetas distintos” (como decía la chica alemana entrevistada por Le Monde) de imposible convivencia. Algo que en toda Europa comienza a cobrar la forma de ataques incendiarios contra campos de refugiados, prohibiciones de acceso a determinados lugares, incautación de dinero y bienes a modo de “depósito en garantía” a los inmigrantes recién llegados y, más en general, un cambio del clima de simpatía y comprensión hacia esos nuevos invitados a lo que se mira de ahora en más con una abierta desconfianza.

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La brutalidad de los excesos confirma lo que las circunstanciales víctimas ya sabían, que se trata de grupos inasimilables.

Hace unas semanas Martin Amis publicó en The New Yorker un relato semi autobiográfico en el que contaba el cruce, en Munich, de las multitudes que copaban la ciudad para celebrar el Oktoberfest (ese carnaval civilizado, tan alemán) con los contingentes de sirios y norteafricanos que desbordaban los alrededores de las estaciones de trenes a la espera de los permisos para continuar sus inciertas peregrinaciones hacía sus lugares de asilo. Sobre el final del cuento, el narrador, el pseudo Martin Amis, recorre las calles de Munich envuelto en un paisaje ballardiano de gordos y alegres alemanes con sus pantaloncitos ridículos y sus jarras cerveceras, alegres ciudadanos desprovistos de cualquier resabio de ironía que se entremezclan con los varones musulmanes con su rostros patibularios y decididos, corridos por esas guerras de las que no sabemos realmente nada, junto a sus mujeres con hijab que custodian los bártulos familiares y a sus muchos niños aburridos por el interminable viaje que ya cumplieron y por el todavía más largo viaje que les espera. En una especie de epifanía Amis detiene la mirada en dos mujeres que caminan por la estación. Una es una anciana vestida de negro de la cabeza a los pies, con un velo que le cubre la mitad de la cara; la otra es una adolescente de rasgos árabes enfundada en un jean blanco ajustado, perfectamente segura, perfectamente consciente de sus movimientos, perfectamente situada más allá de los terrores nuevos y viejos que recorren el mundo/////////PACO