Como en un capítulo cualquiera de Black Mirror, para acercarse al pensamiento de Byung-Chul Han uno debería preguntarse por qué la palabra negatividad, apenas pronunciada, arrastra una sombra sospechosa, un perfume difícil de separar de eso impreciso pero reconocible que, en algún poema sobre la putrefacción, Charles Baudelaire describe como ideal para la proliferación de esos “negros batallones de larvas que manaban como un líquido espeso por los vivientes andrajos”. ¿Por qué la idea de negatividad, incluso lejos de cualquier conversación filosófica, provoca esa necesidad de protección? ¿Y cuál es el tipo de sociedad (o el tipo de cultura) que habitamos si la sola idea de negatividad desata un sentimiento instantáneo de rechazo? Ese “acto reflejo” ante la negatividad, ¿significa que habitamos una sociedad (o una cultura) de la positividad? Y, en tal caso, ¿qué es la positividad? Uno de los méritos del pensamiento de Byung-Chul Han ‒si no el único‒ es que subraya que eso que llamamos positividad, e incluso eso que, a partir de cierta concepción de la positividad, llamamos optimismo, comparte con la negatividad un mismo grado de imprecisión. Ante la negatividad se percibe que lo recomendable es evitarla, aun cuando no sea posible el acto de plena conciencia que nos permite definirla, mientras que ante la positividad se percibe que lo recomendable es no evitarla, aun cuando, de igual manera, no sea posible el acto de plena conciencia que nos permite definirla. La verdadera pregunta, entonces, podría formularse de esta manera: ¿qué es más dañino para nuestra libertad? ¿Rechazar algo aunque lo desconozcamos o aceptar algo aunque lo desconozcamos? Slavoj Žižek, uno de los filósofos con los que Han comparte algunas similitudes y diferencias, ubica ese problema entre los más interesantes de la filosofía. ¿Qué pasa cuando tenemos la certeza de que nos sentimos libres solo porque carecemos del lenguaje para explicar nuestra falta de libertad? ¿Qué pasa cuando el pensamiento, enfrentado a la negatividad, duplica su angustia con la conciencia de que es incapaz de abordar la negatividad? Es sobre este punto, inquietante porque concierne no solo los límites de nuestra libertad sino porque, al mismo tiempo, se atreve a poner en duda la posibilidad de saber que tal limitación está teniendo lugar, que se despliega buena parte de las reflexiones de Byung-Chul Han sobre el presente. Pero, más allá de sus ideas, e incluso más allá de este panorama inicial tan poco… optimista, ¿quién es Byung-Chul Han?
¿Por qué la idea de negatividad, incluso lejos de cualquier conversación filosófica, provoca esa necesidad de protección? ¿Y cuál es el tipo de sociedad (o el tipo de cultura) que habitamos si la sola idea de negatividad desata un sentimiento instantáneo de rechazo?
Trasladada al plano biográfico, esa pregunta se resuelve con datos que pueden complementarse en Google. Hasta donde sabemos, Han nació en Seúl en 1959 y poco después de cumplir veinte años ganó una beca para estudiar en Alemania. En ese momento, dice en sus pocas entrevistas, estudiaba ingeniería. Sin embargo, en cuanto llegó a Alemania, y sin saber una palabra de alemán, decidió estudiar literatura y filosofía y especializarse en el trabajo de Martin Heidegger. Y es en este punto que, en un plano menos biográfico, la pregunta sobre quién es Han expande su significado hacia una comunidad más grande y no tan lejana de otros exiliados que, como él, llegaron al país de las humanidades desde el país de la técnica y que hicieron de las fuerzas en transición un asunto clave. Entre esos nombres está el escritor francés Michel Houellebecq (que es ingeniero agrónomo), el filósofo francés Alain Badiou (que es matemático) pero, sobre todo, el filósofo Peter Sloterdijk, el otro “rey secreto” de la filosofía alemana actual. En principio, además, casi todos los términos para la discusión de esa comunidad fueron establecidos durante el siglo XX por Martin Heidegger, aunque sobre esto vamos a volver más adelante. Mientras tanto, lo que conviene destacar de manera más urgente, al menos por ahora, es que el verdadero rasgo compartido por todos estos nombres alcanza en Han a un exponente de primera categoría. Y ese rasgo se llama romanticismo. Antes de pasar de manera más concreta a algunas de las ideas de Byung-Chul Han, vale la pena detenerse en esta cuestión: la cuestión romántica, la idea de que, como escribe el ensayista británico John Gray sobre los espiritistas científicos de hace un siglo, “el mundo podía ir deslizándose a la anarquía, pero al Otro Lado el progreso continuaba”. Ahora bien, ¿qué significa ser un romántico en el siglo XXI? En esencia, lo mismo que en el siglo XVIII: significa ser alguien más propenso a la interpretación que a la explicación del mundo. Porque interpretar el mundo, igual que interpretar cualquier cosa, significa apelar siempre a una norma supuesta ideal, una forma abstracta que alude a lo que las cosas deberían ser antes que a lo que son. La conclusión más inmediata es que al romántico, por lo tanto, no le interesan las cosas por aquello que son sino por aquello que no son, y esto es importante porque implica que el verdadero romántico está dispuesto a confrontar su objeto de análisis con un ideal inalcanzable pero al que, de todas maneras, insiste en el deber de aspirar. Apelar a lo imposible, apelar a lo inexistente, apelar a lo que no está pasando, es el rasgo romántico por excelencia, y lo que convierte al sujeto romántico en el único privilegiado precisamente porque es el único capaz de percibir que, a pesar de las apariencias, a pesar del optimismo, el mundo está viviendo equivocado. En ese escenario pesimista, el romántico, por lo tanto, cuenta siempre con la insuperable ventaja de ser él mismo. Nosotros, simples vulgares, en contraste, vivimos atrapados en lo que Heidegger llamaba “el olvido del Ser”, y no nos interesa interpretar el mundo sino apenas explicarlo. A Byung-Chul Han, en ese sentido, no le interesa explicar la vida moderna. Lo que le interesa es interpretarla. En uno de sus primeros libros traducidos, que se llama En el enjambre, Han le reprocha a internet eso: haber abandonado las utopías iniciales de “amor al prójimo” para convertirse en una “máquina narcisista del ego”, en una plataforma como Facebook donde las personas “desarrollan coacciones en forma de rendimiento, optimación y explotación de sí mismos”, y donde la única interacción permitida es intercambiar un Me Gusta. Y esto es importante porque ilustra una forma de pensar: para Han no es importante cómo funciona Facebook entre nosotros sino qué hace Facebook con nosotros. No se trata de explicar la tecnología como tal, de lo que se trata es de interpretarla y confrontarla con lo que fue, con lo que podría ser, incluso con lo que alguna vez será. Y ahí está el rasgo de disidencia ante la complacencia conquistada por la tecnología y por casi todos los usos y las costumbres que la tecnología primero crea y después impone. Lo que disputa la negatividad de Han al optimismo tecnológico ‒y al optimismo en general, es decir, a la idea nunca tan contemporánea de que conviene neutralizar cualquier conflicto antes que experimentarlo‒ es nada menos que la capacidad de pronunciar verdades. A partir de ahí la negatividad es una de las cuestiones que más interesan en la obra de Han. Y esa negatividad parte de la negatividad tal como la explica Hegel en la Fenomenología del espíritu (1807), un libro cuyo título ‒como recuerda Heidegger en su lectura de Hegel‒ fue primero Ciencia de la experiencia de la conciencia y después Ciencia de la fenomenología del espíritu. Entonces, ¿qué es la negatividad?
No se trata de explicar la tecnología como tal, de lo que se trata es de interpretarla y confrontarla con lo que fue, con lo que podría ser, incluso con lo que alguna vez será.
Si me permiten, va a ser inevitable sonar un poco más teórico que antes. Pero a cambio de su tolerancia puedo confirmarles que, además de breve, lo siguiente también va a sonar en buena medida aburrido. La negatividad es lo que permite un acto de conciencia y lo que integra, por eso mismo, el proceso dialéctico que se funda en la conciencia de la diferencia. Esto quiere decir que sin negatividad, sin oposición a aquello que nos es dado como prejuicio o como intuición, no hay posibilidad de entendimiento. Si me permiten, en este punto resulta bastante práctico y elegante citar las palabras del propio Hegel:
La vida de Dios y el conocimiento divino pueden, pues, expresarse tal vez como un juego del amor consigo mismo; y esta idea desciende al plano de lo edificante e incluso de lo insulso si faltan en ella la seriedad, el dolor, la paciencia y el trabajo de lo negativo. En sí, aquella vida es, indudablemente, la igualdad no empañada y la unidad consigo misma que no se ve seriamente impulsada hacia un ser otro y la enajenación, ni tampoco hacia la superación de esta. Pero este en sí es la universalidad abstracta, en la que se prescinde de su naturaleza de ser para sí y, con ello, del automovimiento de la forma en general.
Para Hegel se trata de pensar a través de la interacción entre la negatividad y la positividad. Esa es la lógica del pensamiento. De lo contrario, sin negatividad, sin enfrentamiento, sin cuestionamiento, lo “edificante” tiene tanto valor como lo “insulso”. Esa es la manera en que se “moviliza lo real”, es decir, “el ser ahí en su concepto”. La tarea de la filosofía, por lo tanto, es enfrentar lo opinado y lo intuido y llevarlo a un análisis más profundo, hacia una negatividad que actualice aquello que la proposición sobre lo real tiene de positivo. La negatividad, el no y la nada, en palabras un poco más heideggerianas, son lo que inaugura en el Ser la libertad de separar, distinguir y decidir. El problema es que, ubicada en el siglo XXI, la negatividad se enfrenta a la doctrina que hoy domina las relaciones sociales a través de la tecnología digital (y esta es una tecnología que, en términos de personas conectadas a internet, incluye a poco menos de la mitad de los habitantes del planeta). Lo que esa doctrina sostiene es nada menos que el borramiento de la negatividad, la inmediata estigmatización del conflicto, la prohibición normativa o cultural de la oposición, incluso en grados tan minúsculos como el que hace pocos días reemplazó el emoji de la pistola de WhatsApp por una pistola de agua, como si hasta un emoji pudiera ser demasiado negativo para nuestras delicadas conciencias optimistas. Pero antes de seguir, ¿a qué vamos a llamar tecnología? Para leer a Byung-Chul Han no conviene entender la tecnología en términos de lo que podemos “saber” o “no saber” sobre internet o sobre los muchos dispositivos que la rodean. De hecho, tampoco conviene entender la tecnología en términos de usuarios o habitantes de la tecnología. Lo conveniente es entender la tecnología como un marco a través del cual hoy se ejerce una actitud hacia la realidad. Esto quiere decir que la esencia de la tecnología no está en los muchos y variados dispositivos tecnológicos ‒en nuestros smartphones, en nuestras tablets, en nuestras laptops‒ sino que está en la capacidad de estructurar el modo en que nos relacionamos con la realidad. Esta, por supuesto, no es una problemática de la que se ocupe ningún Manual del usuario, pero describe exactamente la diferencia, una vez más, entre lo que significa explicar cómo funciona algo tan simple como nuestro teléfono (o nuestra economía, o nuestra comida, o nuestra sexualidad) e interpretar cómo funciona algo tan complejo como nuestro teléfono (o nuestra economía, o nuestra comida, o nuestra sexualidad). ¿Cómo conviene entonces entender la tecnología? Como el modo en que la realidad se nos revela hoy. Es una vez más en el libro En el enjambre donde Byung-Chul Han analiza específicamente los cambios que esta cultura de la no-negatividad tiene sobre el ecosistema digital y donde resalta que, en tanto digital, la web ‒y específicamente las redes sociales‒ funcionan como medios del afecto, es decir, como espacios cuya instantaneidad omite todo tipo de trabajo reflexivo.
Estos podrían sonar como reproches algo torpes, al menos en la misma medida en que alguna vez alguien dijo también que la imprenta iba a eludir el trabajo reflexivo de los manuscritos, o la radio iba a eludir el trabajo reflexivo de la imprenta, o la televisión iba a eludir el trabajo reflexivo de la radio.
A primera vista, estos podrían sonar como reproches algo torpes, al menos en la misma medida en que alguna vez alguien dijo también que la imprenta iba a eludir el trabajo reflexivo de los manuscritos, o la radio iba a eludir el trabajo reflexivo de la imprenta, o la televisión iba a eludir el trabajo reflexivo de la radio. Sin embargo, Han se ocupa de argumentar con precisión cuál es su interpretación de la tecnología digital. En ese sentido, en la medida en que en Facebook o Twitter todos podemos comunicar “lo que sentimos” ‒y a eso se refiere Han con medios del afecto‒, lo que se produce es una “comunicación simétrica”, es decir, un tipo de “conversación” en el que todos somos interlocutores válidos en la medida en que nos expresamos desde un lugar idéntico. Y ese, señala Han, es un poder sin orden, en el que la paradoja es que la única prohibición es decir no. Lo que resta, esa marea pegajosa e inconsistente en la que nos movemos, es “el sí carente de ruido”, el universo del Me Gusta, el Club Universal de la Buena Onda, el optimismo por unanimidad masiva, el discurso homogéneo que coincide consigo mismo y que no admite ninguna oposición, ningún cuestionamiento, ninguna negatividad y, por lo tanto, ningún entendimiento. El verdadero problema es que, incapaces de pensar o entender, las redes sociales finalmente ignoran cómo desatar la ira (y, por supuesto, también cómo desatar el amor). Desde ya, la misma lógica rige algo más allá de internet. Todos sabemos, por ejemplo cuando le preguntamos a alguien qué nueva película mirar o qué nueva novela leer, que aquel al que todo le gusta es siempre el mismo al que, en realidad, no le gusta nada. Aquel cuya falta de criterio, digamos, opta siempre por la comodidad conveniente de la neutralidad y nunca asume una posición específica, ni siquiera sobre gustos, y esa es, por eso mismo, la única persona a la que nunca deberíamos preguntarle qué película mirar o qué novela leer (y, sin embargo, muchas veces, irónicamente, esa es también la única persona dispuesta a responder, al menos como lo haría un publicista). En el plano de las artes, por ejemplo, la ausencia de negatividad significa también la falta de crítica y, a la vez, la abundancia de artistas que sustituyen criterio con sentimentalismo, tema que algunos, como Boris Groys, señalan hace tiempo y que el último premio Nobel de Literatura, asignado a un músico, obliga a seguir analizando… Sin dudas, esta atmósfera de presunta “libertad creativa” y de “desregulación de las jerarquías”, la idea de que “todos podemos ser artistas”, resulta muy benéfica para las reuniones y las exhibiciones y las proyecciones y las lecturas vinculadas “al arte”, eventos cuyo transcurso se puede imaginar sin inconvenientes en una paz amable y sonriente, a excepción de esos instantes traumáticos en los que alguien resulta enfrentado a la terrible petición, cada vez menos habitual, de explicar por qué le gusta o no le gusta algo. Pero para volver a nuestro asunto, ¿qué es y qué permite la ira? Para Peter Sloterdijk la ira es el derecho humano al orgullo y la grandeza, y eso diferencia al sujeto del mero consumidor “que no conoce o no quiere conocer otras apetencias distintas que aquellas que proceden de sus propias exigencias”. Por lo tanto, sin derecho a la ira, lo único que funciona como respuesta ante lo disruptivo en las redes sociales es la energía irreflexiva de la indignación, las shitstorms, eso que Han describe como incapaz de lograr “un nexo estable de discurso” y que apenas habilita una “sociedad del escándalo”, sin firmeza ni actitud para establecer un nosotros que pueda peticionar realmente nada (la anécdota más reciente sería esta: después de los incidentes durante la Marcha Nacional de Mujeres en Rosario, hubo hasta el momento solo dos denuncias penales por la represión; la mayoría se conformó con compartir su indignación en Twitter y en Facebook). Ver el mundo no es captar el mundo, dice Han, y por eso mientras la tecnología se arrastra sobre un lenguaje de la eficiencia que totaliza lo aditivo y lo numerable, un lenguaje que acumula los Me Gusta en Facebook y los corazoncitos en Twitter, lo que se atrofia es ese otro lenguaje capaz de darle a la existencia el espesor del sentido. La información, concluye Han, es pura positividad. Y donde hay pura positividad el problema no es solo que no puede haber odio sino que ni siquiera puede haber amor.
Ver el mundo no es captar el mundo, dice Han, y por eso mientras la tecnología se arrastra sobre un lenguaje de la eficiencia que acumula los Me Gusta en Facebook y los corazoncitos en Twitter, lo que se atrofia es ese otro lenguaje capaz de darle a la existencia el espesor del sentido.
Pero después de repasar algunas de las nociones centrales vinculadas a la negatividad, me gustaría terminar añadiendo a este cuadro de profundo pesimismo romántico una última cuestión, tal vez más delicada que la anterior: eso que Byung-Chul Han llama en La agonía del Eros “un exceso de oferta de otros que conduce a la crisis del amor”. El razonamiento es lógico: sin negatividad, sin un tiempo densificado y lineal, y bajo un régimen de relaciones que condiciona en términos de exclusiva igualdad a las personas dentro de un sistema que devora la identidad, ¿cómo podríamos amarnos? En esto, como buen romántico, Han no alude a nuestra incapacidad para desarrollar sentimientos hacia un determinado otro, sino también a nuestra incapacidad para abandonarnos a la sensualidad penetrable de los cuerpos físicos. Desde ya, que la tecnología actual sea responsable de la agonía de lo amatorio en todas sus escalas debería ser un signo de alerta. ¿Pero de alerta para qué? El asunto es, tal como señala otra vez Sloterdijk, el peligro de convertirse en mero consumidor. Cuerpos, mentes y sentimientos se nos presentan hoy bajo un esquema de mercado: una oferta y una demanda que “erosiona al otro” y “exacerba un narcisismo de la propia mismidad”. En las palabras más dramáticas de Byung-Chul Han: en el infierno de lo igual no hay ninguna experiencia erótica. Pero, ¿cómo surge lo erótico? Han recurre para explicarlo a Sócrates. Átopos, dice entonces Han, es como Sócrates llamaba al amado, aquel otro que “yo deseo y me fascina y carece de lugar, y que por lo tanto se sustrae al lenguaje de lo igual”. Pero esa primera negatividad, la que sustrae a quien amamos del paisaje cotidiano de las palabras y del mundo, también padece los efectos de la “igualación constante”. En consecuencia, lo que se pierde es “la atopía del otro”. El misterio del amor, lo indecible del amor, aquello que “separa” al amado del resto, se empobrece con la eliminación de la negatividad y, por lo tanto, ya no es capaz de sustraer al otro de la lógica del consumo. Porque los procesos de igualación, insiste Han, siempre son procesos de consumo, y hoy no existe fuerza más activa y ocupada en igualarlo todo que un mercado que crea y satisface nuestro consumo.
El sujeto del amor propio emprende una delimitación negativa frente al otro a favor de sí mismo; el narcisista, en cambio, no puede fijar claramente sus límites.
Para que esto funcione, lo que también se incrementa en dosis astronómicas es el narcisismo. Para realizarnos tenemos que consumir. Y para consumir, el goce tiene que ser fundamentalmente narcisista. La libido, dice Han, se invierte entonces, sobre todo, en la propia subjetividad. Pero atención: el narcisismo no es ningún amor propio. El sujeto del amor propio emprende una delimitación negativa frente al otro a favor de sí mismo; el narcisista, en cambio, no puede fijar claramente sus límites. ¿Y esto qué significa? Significa que al sujeto narcisista el mundo “se le presenta solo como proyecciones de sí mismo y no es capaz de conocer al otro en su alteridad y de reconocerlo en esta alteridad”. El narcisista habita algo así como una enorme casa de espejos en la que cada sujeto le resulta nada más que un reflejo de sí mismo: no hay “conciencia de la diferencia”, no hay enfrentamiento entre un yo y un otro y no hay, finalmente, capacidad de reconocer nada. Y sin diferencias ni distancias entre las identidades no puede haber atracción, no puede haber contemplación y no puede haber reconocimiento. La información, entonces, reemplaza y atrofia la fantasía. Es de esa manera que el deseo resulta reemplazado por el confort o, como señala Han, la buena vida del gasto y el goce es reemplazada por la mera vida de la acumulación y el consumo. Información y fantasía, en nuestra época, se presentan entonces como fuerzas en oposición. A mayor información, menor fantasía, y a menor fantasía, menor capacidad para desear, para imaginar y para filosofar. Al fin y al cabo, dice Han, ¿qué es la filosofía sino la traducción del Eros al Logos?
Al fin y al cabo, dice Han, ¿qué es la filosofía sino la traducción del Eros al Logos?
Para terminar, ahora sí tal vez valga la pena añadir a este oscuro panorama algo que si no es un matiz de optimismo al menos sí es una perspectiva ligeramente distinta de pesimismo. Y acá es donde el pensamiento de Peter Sloterdijk, a partir de Heidegger y contra Heidegger, se enfrenta con el pensamiento de Byung-Chul Han a partir de Heidegger y con Heidegger. Y esto ocurre porque donde Han ve una crisis, Sloterdijk ve una oportunidad. A grandes rasgos, la cuestión es la misma: ¿cuál es hoy el vínculo posible o deseable entre el hombre y la técnica? ¿En qué instante el hombre y la técnica iniciaron su disputa por el control del mundo? Es más, ¿se trata realmente de conceptos en disputa? ¿Y si la apuesta no fuera redefinir nuestra relación con la técnica sino redefinir nuestra relación con lo humano? ¿Acaso no somos nosotros, en tanto humanos, el producto de ese artificio que a veces llamamos razón y a veces llamamos espíritu, y que siempre nos desvincula e incluso nos salva de la naturaleza a través de eso que a veces llamamos evolución y otras veces llamamos cultura? ¿Es la técnica realmente un “extranjero” en el mundo de los humanos? Y si lo fuera, ¿no será que en ese “extranjero” habita encerrado lo humano? Para terminar este primer avistamiento de la obra de Byung-Chul Han, lo más interesante seguramente va a ser conservar la idea de que hoy, frente al crecimiento de sus posibilidades técnicas, el hombre se coloca en una posición en la que, como pocas veces antes, debe dar respuesta a la pregunta de si lo que puede hacer, y lo que hace, tiene que ver con él mismo/////PACO
La negatividad de Han fue parte de la «Introducción al pensamiento de Byung-Chul Han», evento organizado el 19 de octubre de 2016 en el Centro Cultural Coreano de Buenos Aires en el marco del ciclo Corea Más Cerca.