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Una vez, mientras tomábamos una cerveza en su casa, Francisco Marzioni me contó que en Rafaela, la ciudad donde nació, era cliente habitual de lo que en Santa Fe llaman “canje” y acá sería “librería de viejo.” Ahí consumía sobre todo historietas. No me costó nada imaginarme al joven Marzioni revolviendo pilas de libros y revistas en un local mugriento. Antes de Internet, esa búsqueda se hacía con una mezcla intensa de entusiasmo y esperanza. Encontrar algo bueno, lo cual era posible, reportaba siempre una alegría. Esa sensación, convenimos, era muy difícil de abandonar y por eso muchos lectores entrenados en el fin del siglo XX se resistían a la web, a su lógica y a sus dispositivos. Desde ya, los dos sabíamos que Internet era muchísimo mejor, el Gran Canje, la Gran Librería de Viejos del Mundo. Pero lo que importa es que esa noche me contó que en Rafaela había alguien, no se sabía quién, que pintaba las revistas. Pero no pintaba cualquier cosa. Pintaba los cuerpos de las mujeres. Entonces un lector cualquiera de Rafaela terminaba su Nippur Magnum o su D’artagnan y cuando la cambiaba, si elegía una revista impresa en blanco y negro, recibía la misma promesa de aventuras errantes, pero era posible que, esta vez, las mujeres aparecieran coloreadas en rojo o naranja.

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Al parecer las revistas intervenidas circulaban por todos los locales de canjes de la ciudad. Enseguida pensé que Marzioni me engañaba para su regocijo. No dije nada. Bastante tiempo después tomábamos otra cerveza con él y con Matías Depetris y en un momento aparecieron las revistas. Una Skorpio y una Fierro. “Acá están, para vos que no me creías” dijo Marzioni. Cuando Depetris las hojeó, comentó enseguida: “ah, el loco que pinta las mujeres.” Yo también las miré y me sorprendí. Por un momento pensé que Marzioni se había puesto en campaña para hacerme caer. Dudé. Me costaba imaginarlo consiguiendo los marcadores, poniéndose a pintar, fabricando, laborioso, la mentira. Porque sí, las mujeres estaban prolijamente coloreadas en cada una de las viñetas en las que aparecían. El trabajo implicaba una disciplina y un arte obsesivo de los que Marzioni carecía. Le pedí las revistas y él me las regaló, con una sonrisa de triunfo.

Esa misma noche me quedé despierto hasta tarde leyéndolas. La situación resultaba un poco anacrónica para mis rutinas pero la disfruté. Encontré lo que esperaba, las historias simples de ciencia ficción apocalíptica, de gauchos matreros, de violencia, drogadicción y heroísmo, con mejores o peores guionistas, casi siempre excelentes dibujantes, mucha ironía, humor negro, cartas de lectores, publicidades de productos que ya no existían más, perdedores románticos y acción. En la tapa de la Skorpio se informaba que, al momento de su salida, marzo de 1993, había costado seis pesos. La Fierro era todavía más vieja, al punto que su precio original, en mayo de 1988, había sido de doce australes. Y en las dos, las mujeres, voluptuosas o incidentales, protagonistas o secundarias, aparecían contrastando con el blanco y negro en naranja o en fucsia. Si no había mujeres en la historia, sucedía en varias ocasiones, “el loco que pinta las mujeres” no intervenía.

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El gesto me resultaba algo escolar, incluso infantil. Pero al mismo tiempo altamente conceptual. ¿Se pintaba para poseer? ¿La intervención implicaba un esfuerzo, una fantasía, una resignación? El artista ¿trabajaba a consciencia o lo hacía para distraerse, al paso, sin darse cuenta? Lo segundo parecía poco probable. La escena me convocaba y me conmovía. En una ciudad de provincia, un lector anónimo, a medida que lee, va modificando lo que lee de una forma simple, visible y precisa. Su arte es privado. Circula porque él, el artista, no lo atesora, al contrario, lejos de retenerlo, lo ofrece a otros lectores montado sobre la lógica del consumo pulp. También había un alerta. La modificación podía ser entendida como llamado de atención: donde el lector inocente se entretenía, él resaltaba el poder disruptivo del cuerpo de la mujer.

Cuando le comenté el caso a una amiga me respondió, sin más: “es un perverso.” Quise mostrarle las revistas pero, aparte de veloz, fue terminante: “es un perverso.” Y después me contó del video del taxista mexicano que se masturba mientras habla con su pasajera. No insistí con mis historietas ñoñas y coincidí en que el video del taxista era terrible y asqueroso, y también muy triste. Pero las revistas intervenidas no tenían nada que ver con ese video. Patologizar sin mediaciones la excentricidad, o al que lee de forma diferente, me parece un error grosero y peligroso.

Las relaciones entre los hombres y las mujeres ya son complejas al puntos de la fantasmagoría y la impenetrabilidad. Enfrentarlas con una mandato específico que supone siempre violencia innata en el otro lo único que hace es terminar de entorpecer y enturbiar ese diálogo. Puedo ser todavía más pesimista y bibliográfico. Prefiero, sin embargo, detenerme aquí y decir que hay algo más: ¿por qué un hombre? ¿Por qué no pensar que el que coloreaba a las mujeres era una mujer? El acto puede o no ser libidinal. Posiblemente lo sea. La figura de una mujer se modifica para, de alguna manera, ser parte de la percepción y la historia de ese cuerpo. El color intenta una caricia, exhibe un deseo. Sin embargo, ¿qué marca sentencia que el responsable es un hombre? Incluso podían ser varios artistas, una pareja que jugaba y se divertía con reglas que a nosotros nos resultan herméticas. Hay otras variaciones hermenéuticas posibles. Pero más allá de la vulgarización de un término clínico específico, me interesa resaltar que, con una sola respuesta de tres palabras –“es un perverso”–, mi amiga había exhibido todos sus prejuicios, todos los mandatos y los equívocos del habla de una época.

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Termino con un detalle. En la Fierro que me regaló Marzioni hay una historieta de apenas una página dedicada al director Roger Corman. Guionada por Pose y dibujada por Quattordio se titula “Roger Corman presenta: Efecto especiales.” El homenaje-parodia tomaba los rasgos formales del documental televisivo y describía cómo el viejo Roger maquillaba y prendía fuego a un “hombre vela” o cómo, para lograr más impacto en una escena de apuñalamiento, hacía destripar un cerdo vivo. La idea general de la página era señalar, con sorna, la poca moral y el lúdico placer que exhibía el director de cine clase B a la hora de filmar. En su brevedad, la historieta tematizaba con especial precisión las tensiones entre ética y arte. Para lograr un buen efecto de derrumbe, ¿vale tirarle cuatro toneladas de escombro encima a Jack Palance? La pregunta no resulta privativa del arte popular que, ya sabemos, se mezcla muy rápido con el arte prestigioso. De hecho, Corman participó en la financiación de la Fiztcarraldo de Herzog. Lo cuenta el mismo Herzog en La conquista de lo inútil. Con objetivos éticos y estéticos diferentes, tanto Corman como Herzog podrían haber incluido la historia de las mujeres pintadas en alguna de sus películas. A ninguno de los dos les resultaban ajenas las aristas más primitivas de la obsesión.///PACO