El lector podrá ver en imagen el drama de la política sometida a la confesión misteriosa de la crueldad y del uso atormentador de la palabra apócrifa, pero con el riego de destrozar otra secreta pero perdurable emoción que la novela proporciona. ¡Justamente: el anonadamiento del juicio moral!

Horacio González, Arlt. Política y locura

I. El crimen del pibe de dieciocho años Fernando Báez Sosa a la salida de un boliche en Villa Gesell, hace tres años, a manos de otro grupo de pibes, rugbiers ellos, conmocionó los pilares más profundos de la sociedad: todos transitamos el placer presuroso del comentario, la indignación atónita frente a los hechos, la obviedad de un chato juicio de conversación, el solitario espasmo frente al horror, la sugerente aparición de una memoria de la violencia individual y colectiva. Como tantas veces, todos, nosotros, los argentinos, entrevimos nuestros cataclismos en los ceremoniales alrededor de un cadáver: un estado de riesgo permanente, de atrocidad, de violencia, muerte y una descomposición que se precipita sobre la moral de nuestro tiempo. La escena de la vereda cruel, que vimos repetida infinitas veces desde ángulos precarios –celulares, celulares, celulares, cámaras de seguridad-, no puede parar de ser conmocionante: un grupo de pibes (palabra crítica aquí, que no pretende ser indulgente pero sí echar sal sobre el dramático “crimen entre pares” –o bien, vale pensar, ¿qué diferencias había entre Fernando y los otros ocho?) mata a otro a trompadas y patadas. ¿Cómo es que, casi como una broma, unos acabaran con la vida de otro? ¿Cómo es que después se reían? ¿Cómo que luego pasaban a comer por McDonald ́s el ansiado bajón? ¿Cómo que se mandaban audios alusivos, torpemente juveniles y criminales? Conocemos las caras de los ocho acusados. Conocemos sus gustos –como el de Máximo Thomsen, que baja sus ansiedades con la lectura de novelas fantasy-. Creemos conocer los alborotos cómplices de su “pacto de silencio”. Conocemos sus vínculos, sectarios, endogámicos –un poco de pueblo-, ahí donde se cruzan la familia y la amistad. Sabemos que le sellaron el rostro a Fernando con unas Nike, que grabaron todo con un Iphone, que se chuparon los dedos con sangre, que se sacaron una selfie. Entonces, y restemos tres años en cada caso para irnos a la escena del crimen, los rugbiers: Máximo Thomsen (23), Ciro Pertossi (22), Lucas Pertossi (23), Luciano Pertossi (21), Matías Benicelli (23), Enzo Comelli (22), Blas Cinalli (21), Ayrton Viollaz (23). Sobre esos rostros danza el abogado Burlando, que le da al caso el toque justo de evento cultural. Supo, acaso, construir la consigna que hoy empapela Dolores: “Si no es perpetua, no es justicia”.

Al aparato horrible de la justicia hecha espectáculo lo montan los medios de comunicación, que hicieron gala de un punitivismo fascistizante. Crónica mostró sin tapujos un informe sobre la “bienvenida tumbera al pabellón de los rugbiers”; entre imágenes de facas hablaron de que “los esperan con tanguitas”. El progresismo nabo de Sudestada se preguntó, levantando cobardemente un tweet ajeno: “Vieron que nadie está pidiendo bala para los rugbiers que mataron a Fernando? Por qué será, no?”. La justicia violó todos los derechos y garantías de los acusados. Sus declaraciones, chats y conversaciones privadas se filtraron a los medios que hicieron de ellos una sugestiva y anticipada viralización. Largas editoriales reclamaron el endurecimiento de las penas. Interesó menos pensar en la responsabilidad del boliche, del sistema que lo ampara, el efecto disciplinante de un uso de la noche dentro de lo general de un negocio gigantesco. La muerte de Fernando operó sobre los comportamientos de un espacio sagrado de la juventud –en otras coordenadas, pero como sucedió con Cromañón-, que es el ocio. ¿Acaso creemos que la solución para los amontonamientos de pibes en las playas de Villa Gesell es el ingreso patotero de varios cordones de la Gendarmería? ¿No prevemos otras posibilidades del cuidado social?

II. Hay en la literatura argentina una novela extraordinaria para indagar en la intimidad dramática de esta violencia. ¿De qué hablamos sino es de la violencia? Se trata de Pinamar de Hernán Vanoli, del año 2010. Esta violencia, que es indefinida y de la que podemos reconocer su catástrofe en el carácter aparentemente casual de las motivaciones. No se trata de un ajuste de cuentas, de un robo o un caso de gatillo fácil. No se deja atrapar siquiera por los delgados límites de la “seguridad”. Varios pibes matan a otro pibe porque sí, cuando todos creían estar divirtiéndose. Y probablemente sí, lo estuviesen haciendo. ¿Dónde se apoya la afirmación injustificable? ¿Cuántos vacíos se acumulan como interrogantes en un ténder frente al advenimiento del horror?

El crimen de Fernando Baéz Sosa, siendo tiránicamente real, constituye una trama donde el argumento parece vaciado, donde no pasa más que todo junto, y en la que sus sentidos y afirmaciones íntimas están ocultas. Pinamar de Vanoli, en cambio, y sin constituir nada parecido a una anticipación, sí desmenuza coincidentemente el escenario semiótico que será, diez años después, el del propio crimen. Las vacaciones entre amigos en la costa argentina -un mismo corredor geográfico y social que une Pinamar y Villa Gesell, dueña de otras ficciones violentas-, los grupos de amigos (los generalizados “rugbiers”), la violencia fecunda y como divertimento entre los jóvenes, la inocencia que los recorre, las expresiones múltiples y deformadas de su malestar, su angustia e incertidumbre. Pero mientras la muerte de Fernando calla y significa desde el silencio -y todo a su alrededor grita-, la novela de Hernán Vanoli se extiende en largas parrafadas y acaso el exceso verborrágico sea su manera de arrojarse sobre lo monstruoso.

Hay además un acuerdo generalizado en señalar que Pinamar es una novela hiperrealista. El riesgo del hiperrealismo en las ficciones, cuando un texto amarra demasiado sus posibilidades de sensibilidad lectora a los íconos de su propio tiempo, es la pronta caducidad histórica. Sortear o no esta dificultad se resuelve, en definitiva, con el tiempo. Sin embargo, en el interior de ciertos textos que avanzan con los procedimientos del realismo –que vuelve a ser, decimonónico, el género politizado de uso regular entre muchos nuevos escritores- se agazapa la gramática de un conflicto humano y desde lo particular de sus anécdotas desnudan la densidad y el vértigo histórico. Tiene la voluntad de politizar los objetos en su plena exposición lingüística y se autoexige el movimiento contradictorio de centrar y descentrar a su objeto.

Lucio, el joven protagonista de Pinamar, hijo rugbier de una familia de frágil acento burgués quebrada tras la crisis del 2001, es simultáneamente víctima y victimario de una violencia que, entendemos, lo excede y sobrepasa, pero que él protagoniza como un agente torpemente activo. Una monstruosidad que lo arrastra como una ola que lastima pero en la que se volverá a revolcar por puro placer, en una tarde de verano cualquiera con amigos en la playa. La perspectiva que ofrece Vanoli -sintomáticamente ratificada en el crimen de Fernando Báez Sosa- para narrar las frustraciones íntimas de la crisis social argentina que sacudió el inicio del siglo XXI abre la mirada incluyendo a los perpetradores de la violencia que merecen dolorosamente castigo tanto como garantías y entendimiento. Pinamar vehiculiza una voz extrañamente adelantada para el drama argentino atolondrado que prologó la pandemia del Covid-19. Pinamar el diario de Lucio para

«canalizar la frustración que me produce encender la tele y ver un chino que llora porque le robaron el arbolito de navidad, no soporto ver gente que llora, me hace mucho mal, el llanto del chino me hace pensar en esa nena vietnamita y desnuda de la famosa foto (…)»

En esta escena inicial se condensa el sentido principal que pretendemos destacar: sintomáticamente, Lucio ve en el chino que llora saqueado la expresión de su propia angustia. Es el puntapié inicial para su indagación escrituraria (y quizás por eso genéricamente la novela por tramos se convierte en un policial). La imagen del chino no es un fenotipo, una escena narrada al azar sobre un conjunto de estereotipos. Es una imagen concreta que todos conocemos. Mientras vecinas y vecinos de un barrio se arrebatan en el vendaval colectivo y hambreado, el chino dueño del supermercado saqueado gritaba y lloraba en un alarido inentendible, arrojando astillas de su propia lengua. En ese idioma ajeno e incomprensible se identificó todo un sector de la clase media argentina. La escena es necesariamente televisiva, porque no se estuvo allí; recuerda la hondura de Jorge Lanata y Horacio Verbistrky en Día D. Todo un fragmento de la sociedad habló en esa lengua extranjera en un país devastado por el hambre, patria a la que no les había tocado regresar. El chino y el saqueo: los periodistas se dirigen hacia el hombre que no puede hablar, exigiéndole que encuentre una explicación en un idioma que no conoce. Las turbas de hombres, mujeres, niños, niñas que llevan lo poco que pueden son filmadas en tumulto y no hay voz para ellas. Ahí está Lucio: Pinamar es su grito chino, su lengua extranjera e individualista. En la escena inicial de la novela, con Lucho angustiado frente al recuerdo de la televisión, se codifica el juego de espejos de la literatura: o bien, la clausura misma del espejo, la posibilidad de la identificación con otros seres humanos –para decirlo con Barthes, “un sujeto enteramente exiliado bajo el registro del Imaginario”.

«(…) acá en cambio el chino llora porque le robaron mercadería y un arbolito de navidad en el que no cree, comprado solo para ganar la simpatía de esos clientes que apenas tengan la oportunidad van a robarle todo lo que encuentren, a saquear su pequeño supermercado chino, a llevarse cada pote de lácteos podridos, y que en caso de no encontrar nada útil van a llevarse el arbolito para llenarlo de luces chinas y festejar una navidad en la que ellos, sus saqueadores, tampoco creen.»

Lucio –al que podríamos atribuirle las facciones de un Pertosi- es un joven que intuye las redes de su angustia no en sí mismo sino en la trama de los dispositivos culturales que consume y que lo hacen un partícipe inesperado de una crisis social que mira asqueado (anagrama repentino de “saqueado”) desde afuera. O eso cree. La predicación del resentimiento ¿es transitiva o reflexiva? La “lectura” que Lucio realiza de la realidad que le toca vivir -el desplome íntimo de la economía familiar que destruye los límites y fronteras que él había construido respecto de los Otros sociales- no encuentra una pertinencia en su objeto. Lee todo como si se tratara de sí mismo: Pinamar es, a su modo, una novela de aprendizaje más que individual, individualista.

III. En la prosa desesperada del diario del cheto violentado, el discurso rugbier encuentra en la literatura el espesor semántico que se acota en su verba silenciada y brusca de golpes y rituales: la más inesperada rebelión de Lucio, cuando sus fuerzas creativas logran articularse, es estallar dentro del propio sistema, reconocerse en los signos de los otros. El estallido del país es la clave interpretativa de su propia crisis.

«Ayer papá lloró en el living, lloró en los hombros de mamá, lloró como el chino, o como un lactante que al nacer comprende que toda su vida va a ser rehén de los millonarios intendentes del conurbano bonaerense, esos son los peores, brother, nada peor que un millonario peronista, quizás solo un universitario peronista amigo del peor es nada sea peor que eso.»

El que llora finalmente es su padre. Lucio pierde las coordenadas genealógicas en plena alienación, cuando el contexto en el que acontece se derrumba y se precipita sobre él, cuando nada (le) es propio. Pierde además una de las coordenadas fundantes de su sociabilidad: la de la masculinidad. Historia social e historia íntima se superponen como en un eclipse donde se oscurecen mutuamente. Inmediatamente a la transposición entre la imagen de su padre y la del chino, que hablan al unísono en dos lenguas expresivamente indescifrables, Lucio confiesa las fantasías sexuales que tuvo con la empleada doméstica de la familia. El derrumbe del padre instala en la novela las fantasías recurrentes de Lucio -pero también de sus amigos- con las mujeres de sectores populares: se trasluce allí una agresividad apenas agazapada, animal y cargada de un odio erótico demasiado irreflexivo, dañino y cruel.

«Hace unos años tuve una seguidilla de sueños en los que cogía con Irene, nunca llegué a contártelos ni tampoco los conté en terapia. En mis sueños Irene me ataba al sillón donde los domingos papá se sienta a leer el diario y empezaba a desnudarse enfrente mío, primero se sacaba su delantal hecho a medida y se quedaba en enagua, una enagua con los breteles sucios y desteñidos por su transpiración, y bailaba cumbia, su gigantesco culo bailaba cumbia debajo de la enagua en forma podría decirse hasta poética, y mientras bailaba terminaba de desnudarse, su cuerpo aborigen y deformado por la carne y el mate y los bizcochitos de grasa que consume en cantidades industriales financiadas por el dinero de mi familia caía al suelo, y en el suelo se abría de piernas. Para ese entonces yo también estaba completamente bañado en transpiración, como si la suya se me hubiese contagiado, el contagio de su transpiración y de su cumbia me producía unas náuseas imposibles de describir, pero al mismo tiempo una erección tremenda, ingobernable como este basurero al que los medios corruptos siguen llamando país.»

Finalmente, la erección es incontrolable como este país que ha desmoronado a su familia, derrumbando primero a su propio padre. Los signos del proceso político no iluminan los de la intimidad; el estallido social, parece decirnos Vanoli, es más bien el código que encuentra una subjetividad herida para formular sus fantasías. Las fantasías recurrentes de Lucio con mujeres pobres, que en su lógica posesiva tanto como en la estructura de clases que propone la novela le pertenecen, siempre es él, inversamente, el poseído. De hecho, en el contra-diario que cruza la novela, el de Stany (destinatario a su vez del diario casi epistolar de Lucio), la posible desaparición de Lucio -quizás por un secuestro exprés- escenifica con mayor carga de politicidad la enajenación del cuerpo y la palabra del protagonista. La erección y el país ingobernables son los tópicos en los que se articula el lenguaje maldito e inalcanzable de Pinamar.

¿Qué lengua habla Lucio, que busca peligrosamente descifrar los sollozos de su padre-chino? ¿Qué tiene para decir Pinamar del idioma de los argentinos cuando es la caja de resonancia del rechinar de los dientes al apretarse entre sí? Cualquier intento de condensar algo así como un lenguaje argentino se desvanece en la conflictividad de los contactos entre los agentes de esa argentinidad -¿dónde?, ¿quiénes?- tanto como el Deseo se desploma frente a su Objeto. Lucio no habla más que por él: en ese capricho están los indicios de su lengua social; la lengua rugbier.

IV. El discurrir ideológico más intenso de la juventud está ubicado en el ocio, y eso es algo que bien sabe Vanoli. Las instituciones si no borradas aparecen como molestias u obstáculos necesarios en el transcurrir de las trayectorias juveniles. En una de las más radicales investigaciones educativas en el período de la crisis social de principios de siglo en Argentina, Chicos en banda, la pedagoga Silvia Ducschatzky y la semióloga Cristina Corea señalaban en 2002:

La escuela no está en el discurso de los chicos. Cuando decimos que no está en el discurso, no decimos que no es pronunciada, dicha, explicitada. Lo que decimos es que no son registradas sus marcas. La escuela podría no ser un enunciado en el habla de los chicos, pero podría visualizarse en los valores de referencia de los chicos, en los modos de percibir y vincularse con los otros, en su relación con la autoridad, en la confianza en un futuro y en el propio esfuerzo para alcanzarlo. (…) La fraternidad entre pares, la fragilidad de las figuras adultas en sus vidas, el “aguante”, la creación de valores propios de las situaciones, la percepción constante del riesgo nos iban mostrando rostros juveniles muy alejados a aquellos soñados y fabricados por la escuela.

Más acá en el tiempo, la escuela tampoco aparece en el recursero de alternativas para fatigar interrogando este qué nos pasa bochinchero, y que se indica, a veces sin concesiones, sobre la juventud. Es el campo histórico que recorre la juventud real de Fernando y sus asesinos tanto como la episteme imaginaria que una década antes organizó la ficción de Hernán Vanoli.

En el caso de los rugbiers, linchadores víctimas de un linchamiento, fueron patologizados mediáticamente. No hay fatiga moral ni relativismo: la que nadie podrá volver a escuchar será la voz de Fernando. No obstante, en una adversativa que se vuelve incómoda, los jóvenes criminales no fueron solamente apresados en sus celdas. La narrativa que los unía como grupo fue también encerrada en una conceptualización agresiva -en definitiva, la angustia: un juego de agresividades en espejo-: los ritos asociados a la masculinidad fueron censurados y castigados; se los acusó de “hombres”, de “rugbiers”, de “jóvenes”; de pertenecer orgullosamente a una “banda de amigos” y como tales fueron los ahorcados éticos de las entredichas “penas de muerte”, “violaciones en la cárcel” o el mero “escrache y linchamiento”. Son índices espesos que se acumulan en los debates contemporáneos. El vacío narrativo de la madrugada trágica del 18 de enero fue rellenado por la maquinaria semiótica punitivista que caranchea sobre la roña cotidiana. Es el silencio que cachetea con verborragia torpe Lucio. En la escena final de Pinamar Lucio y sus amigos están jugando un seven de rugby en la playa. Se revuelcan, se golpean, se lastiman, con ingenuidad, divirtiéndose. Pero en ellos reside una angustia. No la pueden ver, quizás esté derramada debajo de sus cuerpos que ahora es uno solo, en la montaña humana en la que se acumulan:

«(…) recordar y olvidar todo al mismo tiempo, mientras giraba en la arena y tiraba patadas en el aire, sin que me importara el pelotazo en la cabeza que me tiraron los chicos, sin prestarle atención a sus risas ni a sus gritos, quedarme así, en la arena, tirando patadas en el aire, así. Me quedé en ese estado hasta que siento el primer golpe, el peso muerto que me despabilaba y me hacía recuperar el instinto de supervivencia, el cuerpo de Felipe como un meteorito encima de mí, el peso de Felipe como una civilización que amanece para salir hacia la guerra, y de pronto se encuentra devastada por una catástrofe natural, el primer golpe, éramos uno, y después el segundo, el Oso un oso cegado y acróbata que vino a hundirnos en la arena, a sepultarnos con sus más de cien kilos de gimnasio y creatina traída de los helados laboratorios de Copenhague, los pectorales del Oso hechos piedra de sacrificios hambrienta de vírgenes vestidas de blanco, segundo aterrizaje del Ooso seguido del tercer golpe de un Benja flecha de roble, de quebracho, el cielo tajeado por un Benny Benja que cayó de espaldas sobre la montonera, a eso lo vi, abrí los ojos y pude ver a Benny que primero recogía del suelo una tuca de cannabis, que levantaba el porro con las pinzas de sus dedos y tras una calada honda volvía a depositarlo sobre la arena húmeda, Benny flecha que calza en el blanco y me hace sentir costillas rotas, omóplatos rotos, nuez de adán rota, corazón a punto de estallar en el microondas y enchastrar la montonera de cuerpos transpirados, las risas de mis amigos invadiéndome los pulmones, pero no estaba roto, no, pura exageración del cannabis y la alegría que solo puede respirarse en verano, y entonces empezamos a girar, todo empezó a girar y llegó el Duque lengua pegajosa, llegó Edu trueno del horizonte, y después el Oso quedó abajo y lo aplastamos, volvimos a aplastarlo y esta vez me tomó encima de todos, encima de Felipe, mis rodillas granizaron la espalda de Felipe, que me mordió el brazo sin producir dolor, sus dientes en mi carne de plastilina y el dolor que no llegaba, un dolor que se extendía hacia el horizonte de médanos y llegaba a doler, dolor sin dolor, hermano querido, era eso, ser el brazo y los dientes que lo muerden, simplemente eso, nada más, se me ocurre que era simplemente eso.»

Fue escasa la voluntad (quizás social) de indagar el espanto que no todo el tiempo se presenta como en un acertijo. La verborragia de Lucio, anticipadamente, articula en los reveses de la narratividad y la ficción las dimensiones frágiles donde él -y en algún sentido los para nada imaginarios Máximo, Ciro, Blas, Matías, Luciano, Enzo, Ayrton- son simultáneamente “el brazo y los dientes que lo muerden”. Y no, no merecen violaciones, no merecen que sus garantías se lancen a la ruleta rusa del morbo social (donde se afloran las cínicas fantasías que arrojamos sobre otros), no merecen la pena de muerte. Condenados, merecen el rigor de la comprensión.////PACO