En una de las entrevistas más interesantes publicada en los últimos años, Carlos Pagni plantea meses antes de las elecciones presidenciales de 2015 cuál es el obstáculo de Mauricio Macri. “El kirchnerismo produce el único relato que hay en la góndola. Ni Macri, que sería el que tendría que contar otro cuento, es capaz de aportar otro relato”. Y más adelante, profundiza: “Los Kirchner tuvieron dos socios extraordinarios: Lilita, que dinamitó todo lo que pudo, y Durán Barba, que lo convenció a Macri de que se puede llegar al poder por mensaje de texto”. Poco tiempo después, ese doble diagnóstico iba a transformarse exactamente en el núcleo de la campaña presidencial de Cambiemos. Primero diseñar un relato, un marco narrativo a través del cual dar sentido a su propia aspiración al poder (un poder que, como punto de partida, absorbió e hizo girar 180 grados a Lilita Carrió y con ella a la estructura territorial de la UCR). Una vez que ese relato tuvo forma, restó propagarlo. Y la principal “góndola” fue una a la que se conecta todos los días el 65% de la población argentina: internet en general y Facebook en particular. Y ahí es donde Pagni subestimó la capacidad de pregnancia de los “mensajes de texto”, porque únicamente desde Argentina se conectan a Facebook 27 millones de usuarios, un volumen de audiencia que equivale a más de la mitad de los habitantes del país y con el que ningún medio, vidriera ni cartelera analógica o digital fantasea ni en sus más salvajes sueños.
Una vez que ese relato tuvo forma, restó propagarlo. Y la principal “góndola” elegida para eso fue una a la que se conecta todos los días el 65% de la población argentina: internet en general y Facebook en particular.
Pero la relación entre política, identidad simbólica e internet no es tan silogística ni lineal, ni se agota donde la campaña parece funcionar como mamushkas. Por el contrario, la relación es simétrica y dinámica, y si Facebook funciona como plataforma de propagación para la política lo hace a condición de que la política funcione como plataforma de propagación de Facebook. De lo que se trata, en tal caso, no es tanto de lo que la política esté dispuesta a invertir en términos materiales en Facebook, sino de una simbiosis irrigada a partir de una identidad solidaria. Esa es la perspectiva desde la que resulta interesante leer las afinidades entre, por un lado, una identidad política que es fóbica a la ‒incluso en el sentido más banal de las dos palabras‒ “discusión ideológica” (porque antes “hay un montón de cosas que se pueden hacer para hacer avanzar el país y mejorarle la vida a la gente”), se sostiene sobre un mensaje monocorde “positivo y de futuro” que evita cualquier negatividad, se perfecciona con encuestas y focus groups ‒“no hay otro partido que haga tanta investigación como el PRO”, dice en el libro Jaime Durán Barba‒ y apunta a “un nuevo elector que ya no vota por pertenencia a un grupo ni por lealtades estables” sino que, como cualquier cliente, lo hace “dejándose llevar por una mezcla de interés personal y conexión emocional con los candidatos”, y, por otro, una red social que al mismo tiempo que es la más popular y lucrativa del planeta, es normativamente fóbica al conflicto ‒entendido como fuerza que motiva un acontecimiento de conciencia cualquiera‒, estudia y rentabiliza la dinámica social de las emociones de sus usuarios y ofrece como herramienta fundamental de intercambio público ese hábito social amable, mudo, positivo y cuantitativo que consiste en apretar el botón “Me gusta”.
Si Facebook funciona como plataforma de propagación para la política lo hace a condición de que la política funcione como plataforma de propagación de Facebook.
Desde esa perspectiva, Cambiamos es un excelente mapa de las afinidades y de los mecanismos ideológicos con los que se nutre su lógica ‒las aguas profundas de lo que podría representar una tecnocracia‒, aun cuando no ofrezca ninguna lectura teórica ni política de la campaña ni, en su rol de publicista oficial, Hernán Iglesias tampoco resulte capaz de interrogar aquello que lo rodea y de lo cual forma parte como funcionario de la Jefatura de Gabinete de la Nación (había precedentes en American Sarmiento de esas fantasías estrábicas de poder cuando Iglesias decía desde Brooklyn ‒donde ahora escribe enigmáticamente que estaba “más cerca de la literatura que de la política”‒ que “a veces (no es joda) pienso que nosotros somos como la Generación del 37; somos los poetas tecnocráticos, ingenuos políticamente, sintonizados mejor con el mundo que con La Matanza, aguantando el chaparrón kirchnerista”). En tal caso, cuando, por ejemplo, el futuro Jefe de Gabinete Marcos Peña es citado diciendo que Cambiemos es lo “contracultural” del sistema político argentino ‒“entiendo perfecto lo que quiere decir y entiendo perfecto que esto no es una cuestión comunicacional”, se intercala a sí mismo Iglesias‒, y Peña sigue hablando entonces sobre “reducir al mínimo las fotos con políticos” y que no haya “ni actos con tribuna, militantes, ni discurso del candidato”, ¿no se trata, antes que de una oposición “contracultural” al sistema político local, más bien de asumir la cultura política más hegemónica de la época, esa que David Runciman describe como una que presenta a la tecnología no como medio para mejorar la política sino para evadirla por completo? “Cuanto más político el post, peor le va”, sintetiza otro publicista del PRO.
¿No se trata, antes que de una oposición “contracultural” al sistema político local, más bien de asumir la cultura política que presenta a la tecnología como medio para evadir a la política?
Es también en ese cruce de coordenadas políticas, simbólico-identitarias y tecnológicas donde se resuelve el horizonte de pertinencia de una “intelectualidad PRO”, asunto anecdótico pero que si el kirchnerismo y el cristinismo anularon con el disciplinamiento militante y la sombra de los cargos públicos, el actual gobierno ‒que no puede aún presentar ninguna figura intelectual significativa como afín‒ lo atrofia con la impenetrabilidad misma de aquella máxima heideggeriana que señala que la ciencia no puede pensar. Aunque fuera de esos términos, hay algún párrafo sobre esta verdadera paradoja ideológica en Cambiamos, en especial al mencionar las reuniones del Grupo Manifiesto, versión boutique de Carta Abierta. Pero más interesante es pasar antes por el principal personaje después de Facebook, Jaime Durán Barba. A diferencia de una relación con la política tejida de casualidades y encuentros sociales ‒Iglesias conoció a Marcos Peña en un asado de bloggeros, su vínculo con el ahora vicepresidente del BCRA Lucas Llach nace “desde el jardín de infantes” y al gerente de Eurasia Group Daniel Kernel lo conoció porque “nuestras mujeres se habían hecho amigas” (y hasta organiza una charla sobre la campaña con el publicista Guillermo Raffo porque lo conoció “gracias a Twitter”)‒, la de Durán Barba suena como una voz nutrida de la experiencia. Leer Cambiamos es leer a Durán Barba como ideólogo del PRO, como autor intelectual y principal estratega comunicacional. Pero el Durán Barba de Iglesias también habla, y no siempre con el fraseo motivacional de los coristas a su alrededor. “Dice que no sabe nada de economía” pero “habla en contra de los ajustes”, y dice que nunca “o casi nunca” un gobierno que ajustó pudo después recuperar la popularidad perdida durante el ajuste. “La idea del ajuste inicial para equilibrar la economía y sacarse la peor parte de encima es una idea sin retorno”, dice Durán Barba, y “no hay gobierno que haga un ajuste y después no sea percibido como hijo de puta por la población”.
“La idea del ajuste inicial para equilibrar la economía y sacarse la peor parte de encima es una idea sin retorno”, dice Durán Barba.
Artesano de la imagen pública tal como esas palabras se entienden hoy ‒y en un grado que podría dialogar fructíferamente con Boris Groys‒, creador “de ilusiones que Mauricio pueda defender honestamente”, autor de planes como “cerrar la AFI (ex SI, ex SIDE), darle algunas de sus responsabilidades a la nueva agencia contra el crimen organizado y despedir a los demás espías y agentes” e incluso asesor espiritual ante la caída de Fernando Niembro en plena campaña por denuncias de corrupción ‒“no estaba acostumbrado a esto, por eso se angustió y reaccionó así al principio”, dice sobre Niembro, a quien Iglesias describe primero como “un evangelista de la cercanía”, después como alguien que se negó “a ser educado sobre la manera de hablar de los candidatos del PRO” y finalmente lo absuelve de cualquier sospecha porque “no hubo daño económico para los habitantes de la ciudad”‒, los razonamientos de Jaime Durán Barba son la otra cara de la estrategia territorial de la UCR y el PRO ‒y de los enormes desastres estratégicos del cristinismo y del sciolismo‒ y edifican con cuidado todas esas características, actitudes y normas de vida que ya no se perciben como si estuvieran marcadas ideológicamente sino como si fueran dadas naturalmente, por sentido común, de manera neutral, y de ahí que confluyan en armonía con la asepsia de Facebook (de igual manera que los posts de los desempleados hoy se acumulan de manera inocua en el desamparado vacío político). Esa es la estrategia que funciona en la medida en que la ideología pasa a designar lo que queda fuera de ese contexto aceptado con aparente espontaneidad: el celo religioso o ‒como repetía el kirchnerismo e histerizaba el cristinismo‒ una determinada orientación política (en términos hegelianos, esa coincidencia de los opuestos dialéctica es la ideología en su grado más puro, aquel en el que aparece como su opuesto, como no ideología; la interpretación que hace Iglesias de esa “arquitectura conceptual”, por otro lado, es más simple: gracias a que Marcos Peña “presume de saber detectar a la ’buena gente’”, entonces “hoy ganamos los ingenuos, hoy ganamos los boludos”). Pero la mejor intervención de Durán Barba en Cambiamos, sin embargo, es cuando Federico Sturzenegger dice en una reunión que “si crecemos al 8% anual durante doce años, podemos alcanzar el nivel de vida de un país desarrollado, como un país de Europa meridional”, y Durán Barba grita “¡como Grecia!”.
Como cualquier usuario de Facebook sabe, los animales ‒y fue una de las políticas de comunicación durante los primeros despidos‒ son los que más posibilidades tienen de integrarse a la lógica de «buena onda» e «ingenuidad».
Otra vez en el terreno de la práctica, Cambiamos vuelve a Facebook y al modo en que su lógica reduce cualquier otro recurso humano o intelectual al mero apéndice, algo que CFK también parece haber notado desde que no dispone de la cadena nacional. Ante eso, en tal caso, ¿qué puede aportar un equipo de publicistas argentinos a la plataforma de Mark Zuckerberg? En principio, una fascinación nostálgica por la campaña de Barack Obama que no se limita al plagio de la frase yes we can! (Desde el formato del debate presidencial “tipo townhall de Obama”, la anécdota trivial de que “la mejor semana de recaudación para Obama fue posterior a su terrible debate con Rommey” o la insistencia en que “la página de Mauricio en Facebook genera más conversación que la de Obama”, la obamananía siempre está ahí). Pero lo que en Facebook no pueden aportar los hombres siempre les corresponde aportarlo a los animales. Y como cualquier usuario de Facebook sabe, son precisamente los recursos animales los que más posibilidades tienen de integrarse a la lógica de buena onda e ingenuidad de esa red social. Gracias a eso, de hecho, el perro Balcarce pudo probar el valor de su vida. Sin embargo, su struggle for life no fue fácil. “Hay un problema con Balcarce, el perrito que Julián Gallo trajo la semana pasada para que sea la mascota de la campaña y que, ahora, viendo las demandas concretas que trae su mantenimiento (sic), empieza a generar preguntas incómodas”, escribe Iglesias. “¿Quién se ocupará de él los fines de semana? ¿Qué pasará cuando el guardia nocturno sea menos simpático que el actual? Las opiniones están divididas: a la mayoría le cae simpático el cachorro, de raza indefinida, pero pocos están dispuestos a hacerse cargo de su cuidado”. El asunto, sin embargo, fue un sincero motivo de preocupación. Cuando “pregunta Marcos en una reunión de la tarde qué opinamos sobre Balcarce” muchos miran para abajo, menos Iglesias, aclara, porque al perro se lo cruza poco y cuando eso pasa le acaricia la cabeza “como a los sobrinos que uno después no tiene que bañar ni alimentar”. Y todo queda “entre la culpa y las opiniones divididas, con la esperanza, como pasa a veces, de que la situación se resuelva sola”, hasta que, analizando la página de Mauricio Macri en Facebook ‒“3,5 millones de personas orgánicas por día (es decir, sin pauta publicitaria)”‒, Julián Gallo dice que ninguno de sus posts “baja de cincuenta mil likes cuando hace un año nos parecía que diez mil likes era un éxito”, y entonces, para “aprovechar esta energía y este crecimiento”, llega la pregunta de la salvación: “¿en qué anda el perro Balcarce?”.
Es otra que pena que el libro evite un análisis sobre qué significa el deseo de Macri de “psicopatear al sistema”.
Por otro lado, hasta qué punto Mauricio Macri fue (o es) permeable a esa interrelación entre política, identidad simbólica y tecnología es una cuestión que ni Cambiamos ni las circunstancias pueden todavía responder. Lo que sí se puede leer es que la formación de Macri como princeps empezó tiempo antes de la última campaña, y que sus preocupaciones respecto a cómo comunicar son más barrocas que la simple contabilidad de “Me Gusta”. Antes de uno de los debates presidenciales, por ejemplo, Macri dice que necesita “una nueva manera de hablar en entrevistas”, sobre todo cuando “las preguntas de los periodistas” le piden “definiciones urgentes”. Y entonces diagnostica el punto ciego de su propio discurso: “un problema nuestro es que nunca aprendimos a ser psicópatas, no sabemos psicopatear al sistema”. Es otra pena que, en ese punto, el libro evite un análisis sobre qué significa “psicopatear al sistema” ‒la frase más espectacular y žižekeana atribuida a Macri en Cambiamos‒ y que Iglesias prefiera cauterizarla con una traducción según la cual “tenemos que ser un poco más dementes, menos cuidadosos, más implacables” (ya como presidente, Macri pareció dar un paso más sobre esa psicopatía del discurso, y cuando le preguntaron sobre la primera ola de despidos en el Estado respondió que cada cual debía encontrar “el lugar que lo haga feliz”). De hecho, son ese tipo de evasiones las que complican descifrar qué es lo que realmente hizo Hernán Iglesias durante la campaña, además de presenciar reuniones o dar una “arenga motivacional para trabajar en equipo y ofrecer la máquina de la Fundación Pensar para lo que la campaña necesite”. Por supuesto, algunas actividades se perfilan. Hay supervisiones grupales de spots y boletas, hay algunas correcciones de textos, hay una “dieta páleo” saboteada por empanadas, hay un auto que camino a una capacitación en Entre Ríos se queda sin nafta en una banquina ‒“la culpa es toda mía, que sobreestimé la precisión del indicador digital de nafta”‒, hay una reunión enfocada en el catering con frutas con un ex rector de la Universidad de San Andrés ‒“Eduardo Zimermann, a quien conocí en Nueva York hace unos años y mantuve contacto”‒, hay reuniones grupales donde se muestran encuestas ‒“los números son tremendos”‒ que desembocan en el nuevo discurso sobre Aerolíneas Argentinas, hay otra donde se comenta que a Gabriela Michetti “le han pedido bendecir perros” en el interior, hay un partido de River por el que Iglesias deja de contestar preguntas a unos periodistas y, al día siguiente, “viendo la reacción que tuvo en Marcos Peña, me arrepiento un poco de no haber respondido mejor”, hay un momento en el que mira bailar a Macri y piensa que ‒aunque es fácil entender que antes lo pensó Durán Barba‒ “cuanto peor bailaba Mauricio, mejor bailaba”, y cuando, en el último tramo de la campaña, parece algo más forzado a describir su posición, dice entonces que tiene “el rol como concentrador de propuestas y planes de gobierno”, y que no solo tiene “opiniones y sugerencias y participación en textos y discursos; ahora también tengo que preparar materiales, coordinar con voceros, hablar con ministros y con aliados, participar en el armado de la agenda”. En el balance, lo más épico parece haber sido la tarea de asesorar en Santa Fe al ex Midachi ‒y hoy embajador en Panamá (el país, no la revista de becarios)‒ Miguel del Sel, que perdió, y haber hecho preguntas grupales de ensayo desde el atril de Adolfo Rodríguez Saá antes del primer debate, aunque la impresión es que predominaron la clase de reuniones en las que “no sé si conseguimos demasiadas cosas concretas pero siempre la pasamos bien”.
La cuestión es la escasa pertinencia de la rugosidad del discurso de un pensamiento genuino ante la eficiente lisura del discurso comunicacional del “Me Gusta”.
Entre esas actividades, La Agenda ‒“la revista cultural digital del gobierno porteño que edito desde el verano”, escribe Iglesias‒ merece un breve comentario aparte. Aunque las menciones son esporádicas ‒alguna “reunión de redacción antes del mediodía”‒, La Agenda sirve como retorno al problema de “las intenciones y los planes del grupo de intelectuales y artistas con Macri”, asunto que Iglesias “había subestimado” pero sobre el que, en un momento, termina “esforzadamente afinando un texto fundacional que repartiremos pronto entre quienes creemos que son nuestros simpatizantes”. La cuestión es, otra vez, la escasa pertinencia de la rugosidad del discurso de un pensamiento genuino ante la eficiente lisura del discurso comunicacional del “Me Gusta” en Facebook. Y con un enfoque no muy distinto al que privilegiaba el gobierno anterior y una plantilla más o menos estable de empleados, rapiñeros todoterreno y promotores freaks exhumados de Twitter, como “revista cultural digital” La Agenda delimita con el estricto raquitismo intelectual de sus contenidos cuál de las dos opciones, hasta el momento, parece haber asumido el PRO como proyecto cultural: una especie de nada que es más originaria que el no y la negación. Al respecto, Cambiamos, donde, para hacerse una idea del espesor intelectual dominante, en una reunión “Marcos cita a Malcolm Gladwell” para decir que “David, aunque más chiquito y menos fuerte que Goliat, tenía mejor tecnología” y en otra alguien cita “el libro de Lawrence Wright sobre la Cienciología”, incluye una consideración de este problema, que no es el problema de la escasez sino, otra vez, el de la imposibilidad de pensar de un discurso de cálculo digital. Iglesias escribe entonces: “a los intelectuales en general les han parecido bastante escasos los esfuerzos del PRO por insertarse en alguna tradición intelectual conocida, y el PRO, quizás un poco a la defensiva, ha preferido no meterse demasiado en el tema y arrinconó a los intelectuales tradicionales con los políticos tradicionales y los analistas avejentados incapacitados para entender nuestra manera de ver la política”. A pesar del tono peyorativo y la tendencia a homologar, lo sintomático emerge finalmente cuando alguien dice que “el kirchnerismo usó todo el lenguaje de la política” (a lo que se podría agregar ahora: y así le fue). ¿Pero cuál, si no entonces el de la omnipresente tecnología, con sus buzzwords de “diálogo”, “igualdad”, “desideologización”, es el discurso ante un discurso político vaciado de palabras?
Es la estrategia que funciona en la medida en que la ideología pasa a designar lo que queda fuera de ese contexto aceptado con aparente espontaneidad: el celo religioso o ‒como repetía el kirchnerismo e histerizaba el cristinismo‒ una determinada orientación política.
En las visitas durante la campaña a distintas universidades privadas ‒y nada más que privadas‒, las charlas con las autoridades sobre “la incapacidad para dialogar con intelectuales” se obturan con disquisiciones sui generis sobre “el pragmatismo más absoluto y la ideologización más paralizante” y con la repetición insípida de que “la manera de resolver problemas del PRO es establecer conversaciones”. Pero cuando Iglesias, en tal caso, recibe la invitación “a un debate en Ciudad Universitaria con Daniel Filmus”, hipotético funcionario del más hipotético Daniel Scioli, se ve obligado a “declinar la invitación” en parte porque “el escenario parecía demasiado hostil como para que alguien pudiera explayarse con calma” y en parte “porque no tenemos a quién mandar sin dar señales confusas” (“pragmatismo absoluto” o “ideologización paralizante”, lo más curioso es imaginar un Filmus “demasiado hostil”). ¿En qué términos, entonces, se establecen esas “conversaciones”, si es que tienen posibilidades de existir en tanto conversaciones? Hay un episodio alrededor del Grupo Manifiesto, “el Carta Abierta de Macri”, que puede ser iluminador.
Las charlas sobre “la incapacidad para dialogar con intelectuales” se obturan con disquisiciones sui generis sobre “el pragmatismo más absoluto y la ideologización más paralizante” y con la repetición insípida de que “la manera de resolver problemas del PRO es establecer conversaciones”.
En una reunión “que a todos los efectos era privada”, escribe Iglesias, una reunión en la que habían invitado “a varios académicos y escritores que no son del PRO ni votan a Macri pero les interesaba la figura de Durán Barba”, una reunión con “el deseo de conversar con gente de fuera del partido” ‒que es “una de las cosas que más queremos que defina al Grupo Manifiesto”‒, se “cola” un periodista. “Iván Ruiz llegó casi una hora tarde, cuando ya no quedaba nadie en la puerta, y no se acercó a presentarse ni a decir por qué estaba ahí” (la “bronca” es porque se trataba de “un evento en el que habíamos pedido a nuestros amigos periodistas que no fueran”). Y lo que pasa entonces es que, entre el delicado pudor de los invitados a escuchar y preguntar, que no quieren “la mirada de periodistas que pudieran publicar que estaban cerca del PRO por haberlos visto ahí”, y “el riesgo de que Jaime fuera sacado de contexto” al hablar ‒lo cual tiene sentido: Durán Barba suele ser (y es probable que le divierta ser) sacado de contexto, como cuando dijo que Hitler era un tipo espectacular‒, lo que se escenifica es la parálisis perfecta de todos los términos de una conversación (a lo que Iglesias añade que “el artículo tomaba pedazos de la charla y los acomodaba para el lucimiento del cronista, cuya mirada canchera y un poco sobradora era la verdadera estrella del texto”). Más adelante, durante un asado, Iglesias sigue preocupado por lo que llama “nuestra primera tormenta mediático-política”, y se lamenta de que la charla no hubiera sido cancelada, aunque considera que, al menos esa vez, Durán Barba había hecho “un esfuerzo importante por controlarse”. Lo que se desdibuja en ese lamento es el contexto: de lo que realmente se trata es de una reunión accesoria ‒“había sido cancelada dos veces en semanas anteriores”‒, donde un grupúsculo animado por tres o cuatro funcionarios en campaña, a partir de cierta curiosidad cultural, se dispone a regar fantasías ante un puñado de turistas de la oportunidad. Pero lo que verdaderamente ocurre es que, aún bajo esa versión amorfa de una conversación, nadie prefiere ser visto, nadie prefiere escuchar y nadie prefiere hablar por fuera de lo que es más conveniente. ¿Y no son esas, al fin y al cabo, las condiciones para el más elemental silencio? Por supuesto, la gestión nacional anterior tampoco destacaba en ese rubro, y en su mejor momento las reuniones grotescas de Carta Abierta no funcionaban solamente como un club mature de solos y solas sino que hasta ofrecían el recitado de aforismos para beneplácito oficial (el precedente para esos festivales del ridículo es alto). Por su lado, sin embargo, Iglesias considera que “si no hubiera sido por la (en mi opinión) poco cortés intrusión del cronista, la charla habría sido un éxito”. Pero la pregunta inevitable es ¿qué tipo de “éxito”? Si leer Cambiamos significa algo así como la posibilidad de leer el artículo sobre Wikipedia en Wikipedia y explorar los modos en que el PRO se piensa (des)ideológicamente a sí mismo y al mundo sobre el que ejerce uno de los poderes más grandes desde la restitución de la democracia en Argentina, lo que queda a la vista establece ‒y por una vez la frase no tiene que leerse nada más que como un cliché‒ muchas, muchas más preguntas que respuestas///////PACO
Una versión más breve de este artículo se publicó en febrero en La Vanguardia Digital.