El verdadero asunto de La La Land la hace muy necesaria para quienes todavía se reservan sus dudas sobre la estabilidad social e incluso sobre la profundidad del consenso democrático estadounidense después de la victoria de Donald Trump. ¿Pero cuál sería ese asunto? Para rastrearlo es necesario primero deshacerse ‒desprenderse, liberarse, escaparse‒ de todos los lugares comunes y todas las estupideces y todas las mariconeadas que repitieron ‒y van a volver a repetir con 14 nominaciones al Oscar‒ los “críticos de cine” (a excepción de Emiliano Fernández, que percibe el “cocoliche conservador” detrás del “cuento romántico”). No, no hay una “oda nostálgica” al pasado de absolutamente nada en La La Land, ni puede ser tampoco, precisamente por el mismo motivo, una película que gira alrededor de alguna “magia clásica” de Hollywood, como si la “magia” o incluso un clasicismo “insuperable” fueran categorías aplicables al arte, al cine o al pensamiento crítico. Por eso es divertido notar la paradoja estúpida en la que se encerraron casi todos los críticos cuando intentaron ir más allá de la síntesis apretada de la trama y sus “sentimientos” al respecto: ¿La La Land es una película “buena” porque remite inevitablemente a ese pasado supuesto inigualable de la comedia musical de Hollywood “que ya no se hace”, o La La Land es en cambio una película “mala” porque remite inevitablemente a ese pasado supuesto inigualable de la comedia musical de Hollywood “que ya no se hace”? La solución es absurda porque la pregunta es absurda, y es absurda porque de una u otra manera se agota en la idealización de un pasado supuesto al que convierte en la única vara abstracta para medir una estética concreta. Y, de hecho, es también una vara equivocada, inocente y mezquina: esos musicales idealizados del pasado se amontonan hoy por docena en Bollywood, con la inyección de todos los anabólicos del marketing más moderno.
No hay una “oda nostálgica” al pasado en La La Land, ni puede ser tampoco por eso una película alrededor de la “magia clásica” de Hollywood.
Pero si uno rechaza los términos de ese falso conflicto ‒que es más o menos donde se agotan las reseñas‒ y avanza hacia lo obvio, La La Land empieza a mostrar lo que es. Y eso que es no tiene nada que ver con las canciones ni con las voces ‒la máxima mariconeada repetida fue sobre la calidad de las voces: bueno, sorpresa-sorpresa, por eso son actores y no cantantes‒, ni mucho menos con los pasitos y las coreografías. ¿Cuál es entonces la premisa de La La Land? La misma que la de Black Swan pero con un sintomático aggiornamento unisex: la realización del deseo profesional, la inserción plena y triunfal en el mercado ‒incluido el cándido mercado de los sueños‒ exige un tipo de egoísmo, un tipo de sacrificio íntimo, incompatible con el deseo de una realización personal plena. De manera que, en las palabras de Karl Marx, hoy solo pueden triunfar según La La Land aquellos dispuestos a sincronizar incluso sus brazadas más vitales en “las aguas heladas del cálculo egoísta”. Pero, ¿esa no es una contradicción que el presidente Trump ya resolvió durante su campaña electoral con el eslogan “Fuck your feelings”, frase que real o no merece su lugar en el corazón de la memoria colectiva occidental? De hecho, una buena síntesis de La La Land podría ser esta: la elección que se nos plantea es entre la codicia sin reparos y la codicia con escrúpulos y ajustes marginales (y la elección triunfal es la de una codicia sin reparos). En ese sentido, la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas, el corazón institucional de una industria que se jacta de rechazar al nuevo presidente, percibió que todo el catecismo esquelético contra Trump en Los Ángeles y Nueva York es solo ocio y parodia: no hay nada más representativo del triunfo político de Trump que el triunfo estético de La La Land. El problema es que, como alguna vez dijo Steve Jobs ‒que habría desembarcado tarde o temprano en la política formal‒, muchas veces la gente no sabe lo que desea hasta que se lo muestran (y La La Land lo muestra tan bien que es él, en pleno dominio de su “rol patriarcal”, el encargado de explicarle a ella qué se requiere para triunfar en serio en este mundo).
No hay nada más representativo del triunfo político de Trump que el triunfo estético de La La Land.
Así que si existir significa no quedar absorbido en una localización inequívoca sino más bien “en tensión de acá a allá y de ahora a antes o después”, entonces la verdadera ironía final de La La Land es que basta verla tal como es para entender que ese Otro siniestro al que quienes se presentan como progresistas sensibles temen y repudian existe, en realidad, en ellos mismos. Por eso debajo de las fantasías románticas de sincretismo solo hay un crudo pragmatismo, algo acerca de lo cual la película se guarda el mayor instante de travestismo ideológico posible para el final: esa escena larga y cursi del what if no representa lo que habría pasado si hubieran seguido sus verdaderos deseos, sino lo que habría pasado si no los hubieran seguido. Un giro psicopolítico profundo de aquel “nosotros somos aquellos a los que estábamos esperando” que solía entusiasmar a los revolucionarios de izquierdas (en una versión más barata del mismo consenso, fueron los más feos en Twitter quienes peor recibieron la “campaña publicitaria” de Axe contra el “prejuicio” de que una persona fea no merece acostarse con una persona hermosa, precisamente porque son ellos quienes saben que es mentira). ¿Y será esta la certeza “inconsciente” por la que también la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas optó por incluir en sus nominaciones a todos los actores negros y a todas las actrices negras y a todas las películas sobre negros que no hubo el año pasado? Al fin y al cabo, ¿qué mejor momento posible que el postraumático para volver a confiar en la seguridad cínica pero necesaria de las apariencias? Como sea, La La Land merece ser recordada como lo que es ‒algo que no tiene nada que ver con la mariconería de los “grandes musicales”‒, un ejemplo de eso a lo que se refería Arthur Balfour cuando escribía que “no hemos tropezado simplemente con la verdad a pesar del error y la ilusión, lo cual es extraño, sino debido al error y la ilusión, lo cual es todavía más extraño”//////PACO