La sensibilidad de la madurez

En La grande belleza (dirigida por Paolo Sorrentino en 2013), las preguntas y las respuestas son hechas al momento del atardecer de una vida, la de Jep Gambardella y sus amigos. Vemos la vida en la ciudad de Roma desde los ojos del protagonista, con una mirada que habiendo acumulado a lo largo de las décadas gran cantidad de vivencias (algunas significativas y muchas banales), ha llegado a un punto donde ya no se sorprende fácilmente. Asistimos entonces a la cotidianeidad de Jep, un periodista y otrora escritor de una célebre novela (El aparato humano) que vive de entrevistar a artistas y personajes famosos. La historia comienza para nosotros con su 65º cumpleaños, momento en el cual Jep empieza a hartarse de la vida citadina y de las conversaciones de sobremesa en su casa que dan un tono irónico y, por momentos, cínico de buena parte de la película.

¿Se trata del desencanto ante las cosas que es propio del atardecer de la vida? En tal caso, lo apreciamos desde la mirada de Jep y su amigo Romano, preocupados de repente por cómo se ha llegado a ser lo que se es. Ésta es una mirada que al examinar el pasado respira ese aire de satisfacción gracias a (o a pesar de) todo lo vivido, o bien que respira con la pesadez y el remordimiento de quien no ha sabido vivir bien. Romano, ya viejo y desilusionado, arrastra la pesadumbre de haber sido otro: en una vida de pocas vivencias amorosas, aún se deja vapulear por una pendeja. Por su lado, Jep le advierte: “Haceme caso, esa mina es una conchuda (stronza)… las puedo reconocer de lejos.” En otras palabras, el tiempo de cada vida avanza y lo que distingue una vida mala de una buena es si uno ha sido capaz de atesorar esas vivencias que, con los años, han podido decantar en experiencia.

Pero la madurez es también una edad en la que ya no hay una sorpresa ante las mismas situaciones de antaño: se les exige a cosas y personas que posean un carácter propio, como le explica Jep a su amigo: “a mi edad, una mujer bella no es suficiente”. Incluso a pesar de su vejez, La grande bellezza muestra que la vida aún no ha abandonado a estos viejos. Por supuesto, que las cosas ya no se saborean con la misma frescura ni las personas se abordan con el entusiasmo inocente de la juventud; de hecho, todo brilla bajo una luz más tenue, aunque no desesperanzada. El desgaste se deja sentir un tanto por las fuerzas que, poco a poco, abandonan a los viejos, pero más aún porque ciertas vivencias y personas —en especial cuando la vida está avanzada y la memoria contiene todo el pasado vivido— empiezan a parecerse entre sí y a confundirse. 

Una de las primeras preguntas que formula la película, por lo tanto, surge desde esa posición. En una época pobre e incapaz de vivencias que permanezcan en la memoria, ¿cómo lograr que nuestras vivencias de lugares, personas y afectos permanezcan como algo singular? Algunos de los hilos de la trama permiten dar una respuesta. Como cuando Jep, por ejemplo, se encuentra con Ramona, una stripper que es también la hija de un viejo amigo y se ponen a intercambiar anécdotas. La charla discurre sobre el primer encuentro sexual de cada uno, y ella le cuenta entonces una historia anecdótica con un remate divertido pero carente de profundidad, como si no hubiese logrado apropiarse de lo que vivió, o acaso como si le hubiese pasado a otra persona y fuese ella quien pudiera contarlo en primera persona. En el caso de Jep, la vivencia va más allá de un encuentro sexual, dándonos la impresión de haber alcanzado frente a sí una imagen del cosmos. Una ecceidad, compuesta de infinitos matices sensoriales: aquella ocasión, en aquella isla, en aquel momento del verano; la impaciente inmovilidad perturbada por el olor a flores que le llegaba de ella y el ligero rozamiento de sus labios al besarse. 

A diferencia del recuerdo impersonal de Ramona, para Jep las palabras que intercambió con su primer amor aún resuenan junto a todo aquello que la vida parecía prometerle en aquel momento. En otras palabras, se había tratado del encuentro con un azar tan singular que, por su intensidad, había comenzado a teñirlo todo hacia su pasado y también hacia su porvenir. Fue en ese momento que Ramona, escuchándolo con atención, comienza a sentir que algo la conmociona hasta turbarla. Algo que ella presentía pero no intuía del todo: sabe que hay algo inexpresable e indefinible, algo que ha tocado a algunos otros, como a Jep, pero no a ella. De ahí que cuando, más tarde, recostada junto a Jep y mirando el techo, él le pregunta si veía lo mismo que él (“¿ves el mar?”); ella, con falsa condescendencia, se limite a asentir con un gesto fingido. 

Ramona, con su exuberancia y la experiencia de interminables noches como stripper, es otro de los personajes que no pareciera estar realmente en la existencia, como si no hubiera logrado establecer algún amarre firme a la vida y buscara curarse de ello con el dinero que gana. Aun así, lo que inquieta a Jep es la posibilidad de que ese sobrevolar extraviado en la existencia sea, también, su propio caso. Y, sin embargo, después de años de dedicado a la vida mundana y frívola, algo en él aguardaba aún la posibilidad de una verdad superior que un azar vuelve a convocar.

Contra el esnobismo 

El film de Sorrentino hace reír. Es una gran risa frente a la decadencia de las formas actuales que permanecen entre nosotros como una cáscara vacía y no resisten el más mínimo comentario. Desde el principio vemos una Roma pretendidamente culta, con personajes que ostentan “aspiraciones artísticas” aunque ninguno sea idóneo para el arte ni tampoco sepa bien qué hacer. O más bien sí, saben y tienen un plan… aunque desemboque una y otra vez en formas huecas y caducas. Unos hacen alarde de inteligencia porque dominan los cánones expresivos de su campo (sin sobrepasar del ejercicio escolar); otros, con mayor estridencia, buscan lograr un efecto que inflame la sensibilidad del público (el arte como ejercicio de transgresión); también están los que ven el arte como un camino hacia la riqueza (lo importante es un público selecto con buenos fondos, ¿para qué hacer el show, si no?).

Ante semejante circo —bastante concordante con el arte actual—, uno no deja de preguntarse: si a esto le llamamos arte, ¿por qué mejor no buscar en otra parte? Sin ir más lejos, durante una entrevista con una artista performática, Jep, sin condescendencia, le pregunta: “¿Usted qué se propuso hacer con su performance?”. Y ella, apelando a sus privilegios como artista, responde: “No puedo explicar con palabras la poesía que hay en mi arte, además, como artista no necesito comentar lo que hago…”. El viejo arte, parece decirnos Sorrentino, ya no expresa más que la decadencia y el triunfo del esnobismo, de la búsqueda de las formas por las formas mismas. Pero este desfondamiento del arte, lejos de ser una un fenómeno anómalo, tiene su correlato en el ordenamiento social, cuyo edificio de valores también ha implosionado bajo un suelo arenoso. Hace ya algo más de un siglo, Nietzsche había establecido una pérdida de los antiguos valores, que ya no valen aunque sigan proyectando su sombra sobre la posteridad futura, la nuestra.

En tal caso, Roma es una ciudad de antiquísima cultura, donde el pasado monumental gravita en cada esquina y en cada edificio, y ese pasado también remite a una historia de siglos, la de las familias nobles y su sistema de títulos nobiliarios, sus linajes, sus alianzas y enemistades de siglos, una organización anticuada que (para bien o para mal) nuestros vigentes criterios de mercado desconocen. La grande bellezza, magistralmente, presenta esta disolución de lo antiguo en dos viejos aristócratas venidos a menos que se alquilan a sí mismos como compañía. Incluso el linaje de aquellas sociedades pre-capitalistas se ha vuelto una mercancía más. Como lo explicó Guy Debord, los deslizamientos a partir del primado de la economía fueron afectando a las demás esferas: primero se pasó del ser al tener y de ahí al parecer, y por eso aun lo que poseía un aura de sacralidad se ha vuelto un objeto más de intercambio. Con todo, la gran belleza (esa revelación inminente de toda contemplación y de toda creación estética) puede quedar a salvo de toda expropiación y degradación creativa a manos de la lógica mercantilista, a eso apuesta el final del film.

Decepción por la vida, decepción por la ciudad

Por otro lado, el camino transitado por Romano nos da la contracara de Jep. Se trata de alguien que, respecto a lo esencial en la vida, ha quedado desubicado, sin un lugar propio. Sale con una pendeja (una especie de encarnación juvenil del esnobismo en el arte) que ni siquiera lo registra o que sólo sabe de él por el provecho que le saca. Pareciera que lo que contraría a Romano es una desorientación vital a los sesentas: se dedica a escribir sin dejar de pretender la aprobación del público, aguardando que sus acrobacias intelectuales sean aplaudidas y que le otorguen, al menos, un mínimo de reconocimiento. En este amigo de Jep uno percibe cierta existencia mal llevada, como si no le hubiese sabido exigir a la vida sus propósitos y ésta, a su vez, se los hubiese negado.

Algunas certezas —parece revelar Romano— pueden llegarnos demasiado tarde, en el momento de lo irremediable, cuando el deseo de querer cambiar lo pasado ya ha sido aplacado por el tiempo. Sumido en la nostalgia (“única distracción de quienes no creen en el futuro”) este amigo de Jep decide volverse a su pueblito natal. Para nuestra época que se extravía muy fácil en la añoranza de supuestos pasados más felices, esos gestos propios de alguien desorientado y cansado —formas de una vida malograda— suponen algo que deberíamos mirar con atención. El problema, en todo caso, es que volver sobre los propios pasos, a veces, no hace más que revelarnos que hacia adelante podría no haber nada.

Abandono de la ciudad, abandono de los vínculos y de las amistades. El cáncer de la decepción, para Romano, llegó a tomarlo todo. Así que el amigo emprende su partida, no como quien emprendiera un viaje bajo la apuesta de que “aún quedan cosas por hacer”, sino, más bien con la obligada desilusión de retornar al lugar de donde había partido en su juventud. Y ése, por supuesto, es un retorno imposible. Aún a pesar de su cinismo, Jep no se ha desesperanzado como su amigo. Y aunque aquellos que él quería han muerto o se han marchado, incluso así vuelve a buscar la gran belleza: está pensando en volver a escribir.

Hay un aforismo donde Nietzsche reputaba poco prudente dejar que el atardecer juzgue al día, esto es, que a veces el hastío de la vejez termina por erigirse en un juez aciago de la vida. Pero este filósofo explica que, en el fondo, el tono melancólico y crepuscular en los juicios expresa el cansancio de un alma que se ha vuelto vieja. En el film de Sorrentino y en la mirada de Jep, sin embargo, no encontramos nada de ese tono sombrío o melancólico de las almas avejentadas. La razón se halla en que La grande bellezza consigue algo admirable: una feliz complentariedad de las distintas edades de la vida. Una asombrosa yuxtaposición de la sensibilidad del viejo de sesenta y cinco con la sensibilidad del otrora joven Jep; ese momento único en que la seriedad de la vejez ha llegado a redescubrir la jovialidad y la ligereza del juego, conocidas antes en la juventud y en la niñez. Tal vez de este raro modo de mirar y de sentir pudiera aprender algo nuestra época, obsesionada con la tarea imposible de prolongar indefinidamente la juventud////PACO

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