Si, tal como se lo pide Rudolf Abel, James Donovan puede mantenerse de pie durante todo Bridge of Spies (Spielberg, 2015), eso pasa porque, antes de haberse enamorado de su cliente comunista, James Donovan ha caído enamorado de la ley. Y ese amor es absoluto ‒como lo sabe hasta su mujer‒ porque Donovan aprende que ante la ley no sirven los idealistas y que ‒como en el amor‒ la carencia es superior a la plenitud. Bridge of Spies no es, por lo tanto, una película sobre un idealista amateur en el campo de la diplomacia y la realpolitik, ni sobre la conversión de un especulador miserable ‒como lo muestra la escena en la que negocia al precio de uno el pago por un accidente de tránsito con cinco víctimas‒ en un romántico al servicio de las Buenas Causas. En cambio, es una película acerca de cómo esos atributos iniciales son los únicos realmente necesarios para aceitar los mecanismos que mantienen en funcionamiento una arquitectura social que, para Donovan, empieza en su casa y se expande hacia la Guerra Fría.
No se trata de un idealista en el campo de la diplomacia y la realpolitik, ni sobre la conversión de un especulador ante la vida humana en un romántico al servicio de las Buenas Causas.
A la inversa del capitán Miller en Saving private Ryan, cuyo respeto sin excepciones por la ley termina provocando su muerte (acribillado por el mismo nazi al que se había negado a dejar que fusilaran), es en el dominio de la carencia y lo no-dicho de la ley, en lo que está vacío y funciona nada más que como apariencia, donde Donovan encuentra que sus atributos como abogado pueden volverse operativos a la hora de negociar vidas. La mención de su paso por el Nürnberger Prozesse viene a funcionar, en ese sentido, igual que la voz del juez Byers cuando sugiere, antes del juicio contra el espía comunista, que las cosas tienen que verse como si la democracia ofreciera las garantías del debido proceso, aunque el veredicto haya sido dictado desde antes. Y es en ese como si, en la idea misma de simulacro donde, antes que perjudicarse, nace y se sostiene la verdadera ley (así, mientras los mejores diseñadores del armamento nazi eran reciclados después de la guerra como parte de un botín al servicio de los Estados Unidos, sobre los criminales prescindibles debía caer todo el peso de la justicia). ¿Pero en qué más se funda el dominio de James Donovan sobre la ley? Tal como muestra Steven Spielberg, en su training cotidiano para dar cuenta de que las normas que rigen lo social no representan una entidad completa en sí misma ‒la sentencia final contra Rudolf Abel, de hecho, no se resuelve en una Corte de Justicia sino mientras el juez toma un whisky durante la visita de Donovan a su casa‒ y, en esa misma lógica ‒llevando las cosas apenas un poco más lejos‒, en la conciencia de que la ley se funda en saber que lo incompleto siempre es el Otro (porque si esto no fuera así, si el Otro fuera pleno, ¿qué sentido tendría preguntarle o negociar cualquier cosa?)
Si Donovan fuera un idealista y un romántico, y si su concepción de la ley aceptara como válidas nada más que esas coordenadas, entonces Donovan y su ley vivirían libres pero enajenados.
Si Donovan fuera un idealista y un romántico, y si su concepción de la ley aceptara como válidas nada más que esas coordenadas de idealismo y romanticismo ‒coordenadas donde la autonomía de la ley se librara de cualquier sumisión‒, entonces Donovan y su ley probablemente vivirían libres pero enajenados, y también en ninguna parte, es decir, fuera de todo tiempo y todo lugar. Y, sin embargo, James Donovan, como James Bond o Ethan Hunt, sabe exactamente dónde está y cómo funciona aquello que representa, aunque no pueda decir que lo representa ni lo represente (hasta Hermann Göring tuvo que decirle una vez a un fanático nazi que lo acusaba de proteger a un conocido judío que “en esta ciudad yo decido quién es judío”). Lo interesante es que estos, que en principio parecen buenos motivos para la enajenación, son precisamente el tipo de apariencias que mantienen la psíquis y la sociedad en funcionamiento. Es a partir de una serie consensuada de falsedades ‒incluidas la ley y la identidad‒ como tiene posibilidades de emerger la verdad. Su único puente.
¿No es a través del juego de ilusiones conscientes como funciona cualquier diálogo?
El summum de cómo funciona cualquier ficción simbólica ‒y cómo en su forma más pura lo que se obtiene es un verdadero pacto de solidaridad y una ganancia mutua‒ está en la escena en la que James Donovan se encuentra con Ivan Schischin en la Embajada Soviética en la República Democrática Alemana. Ahí lo que pasa es que uno se presenta como un simple ciudadano norteamericano aunque no lo es, el otro como un intermediario burocrático aunque no lo es, y antes los dos presentan incluso sus respetos a la familia atribulada de Rudolf Abel que no lo es, ¿y no es a través de ese juego de ilusiones, de la que ambos son plenamente conscientes, como funciona realmente cualquier diálogo o cualquier intercambio? Al fin y al cabo, para que la diplomacia exista tiene que sostenerse la ficción de que las palabras no dicen lo que en realidad dicen e ignorarse lo que en realidad se sabe (o se sabe que no se sabe). De ahí que los comunistas no quieran a su espía de vuelta sino más bien saber qué es el U-2, y que los capitalistas no quieran a su piloto de vuelta sino más bien saber qué es lo que los comunistas saben, ni la RDA quiera al estudiante norteamericano sino ser reconocido como estado soberano (¿y qué quiere Donovan sino irse de su casa para no soportar por un rato a la insoportable de su esposa?). Pero, aún así, ¿sería tolerable decirlo? Ese, que es el lenguaje de las naciones en guerra, también es el lenguaje del trabajo y el lenguaje de la vida. Cualquiera que haya comunicado un presupuesto o haya invitado a una mujer a ver una película de Netflix a su casa sabe exactamente de qué se trata aquello de que “la disimulación misma es reveladora”////////PACO