A grandes rasgos, la literatura de Tao Lin (NY, 1983) es sobre el proceso de procastrinación. Sobre “lo que pasa” mientras —como muestra Cory Arcangel desde Twitter en Working on my novel— se está escribiendo una novela. El devaneo de un proyecto, de un deseo, de una pulsión por momentos erótica y por momentos tanática. Lo tanático estaría, por ejemplo, en la disolución de la individualidad en la web —ahí funciona “lo digital”, que es la forma nueva de la banalidad de lo mundano— y también en el divague en registro naturalista de la disolución aparente del sentido de lo que se escribe y del sentido mismo de escribir (rozándose en algún punto con César Aira, ciertos libros de Tao Lin parecen un chiste y otros son un chiste; en el caso de un libro ridículo, los auténticos ridiculizados terminan siendo los editores, aunque vayan a decir que todo era conciente y deliberado, que todo era un statement sobre el estado de la cultura literaria). Las posibilidades de un naturalismo “generacional” en esa línea, en Scalabritney (Entropía, 2014), de Martín Zícari (Bs. As. 1989), se dibujan así: “Pero llegué a casa y me puse mi piyama de Homero y me metí en la cama a ver el Facebook por un rato, tenía que construir mi seguridad, mi confianza en mí mismo, mañana era un día importante, la única forma de olvidar lo fallido de mi vuelta en bici viendo fotos de extraños y no pensar en nada, viendo qué fue lo primero que posteé cuando me abrí el Facebook y tratando de identificar momentos del pasado en las frases de estado de mis amigos”. Es el único fragmento interesante en noventa y seis páginas de nouvelle —el único en el que algo parece a punto de pasar, aunque simplemente se dice— y probablemente el que justifica la “incontenible producción de fantasías que sostienen su discurso interior”, según la contratapa. También hay un registro oral, pero eso está lejos de Tao Lin y cerca de Manuel Puig. La novedad sería el upgrade generacional. Un registro donde la experiencia urbana es más interesante —no podría no ser así para el estudiante infantilizado casi hasta la lobotomía, homosexual y ocioso que narra— que el anticuado imaginario de Hollywood.
En ese mundo siempre hay espacio para un “bah”. Una palabra que, antes que fastidio etnográfico o redundancia juvenil, más bien registra la derrota —en los términos de Don DeLillo— de la lucha contra el lenguaje. “Bah, yo creo que cambiado pero no ese cambiado estético mío tan regular sino un cambiado de las cosas posta”; “y sí, bah, no era perfecto”; “bah, en realidad no hablamos de sexo”; “y pintaba, mientras cantaba, bah, tarareaba”, “era una Cannon C300, bah, le digo, es como la camaritas digitales”. (Bah, a quien le haya parecido seria una película como Viola va a sentirse cómodo en el mundo de indolencia y estupidez impostadas de Scalabritney). El asunto es que en Buenos Aires, en realidad, un adulto que dibuja “nenes y nenas” en cuadernitos y no es paciente psiquiátrico, alguien en un proceso de retracción existencial tal que fantasea volver al útero o “que me lleven a mí como un paquete, en su abdomen”, un homosexual que apenas desea “chapar en una esquina” con los repartidores de la City (hay una escena parecida de Manuel Puig, pero como además de homosexual Puig era adulto las cosas eran más serias), alguien que sufre “golpes de tristeza” y canta canciones bobas y baila en cuatro patas no es, por mucho que lo intente, alguien realmente infantilizado, ni un retrasado mental leve, ni la sombra hipster o indie de un plagio literario a Tao Lin o Dani Umpi. Es, en cambio, el ejemplar de una elite. Y no hay mayor tragedia que la de pertenecer a una elite de la sensibilidad —que no es ni tiene nada que ver con la sensibilidad poética—, en la que el ojo de la tristeza, nublado por lágrimas enceguecedoras, divide una sola cosa en muchos objetos (y esa sola cosa no es la belleza sino el miedo, la fobia, el tabú, la retención anal). “Y entonces pienso que nunca voy a poder ser como ellos, si no me sale naturalmente seguro que nunca voy a poder ser como ellos, me deprime, pero es la realidad, son demasiado para mí, realmente no puedo acceder a ellos, nunca voy a poder acceder a ellos. Infinito punto rojo”. Autodefinido como héroe cínico —cinismo como idealismo desilusionado—, entre galletitas Frutigram, una sociabilidad idiotizada y una astrología accesoria a la espera de una constelación plantearia que no hable sobre lo humano sino que hable sobre él —“soy el centro del universo”—, el protagonista de Scalabritney no tiene mucho que hacer en el mundo, aunque se esfuerce en afirmar siempre que habita nada más que su propio mundo. La sensación —para llevar el ethos de la infantilización pueril a la crítica misma y transformarlo todo en Goodreads— es que si el narrador hubiera sido un verdadero infante, y no un adulto infantilizado, Scalabritney habría podido ser interesante. Un chico, digamos, podría narrar más frustraciones y fracasos que simples imposibilidades narcisistas, y también usar un pijama de Homero y mirar fotos en Facebook y pasear en bicicleta y gozar sus fantasías sexuales. Pero Scalabritney, casi desde el título, es una suma de imposibilidades/////PACO