¿Qué significa que en La cordillera no haya menciones a ninguno de los partidos políticos argentinos? Esta omisión miedosa en una historia que pretende explorar los laberintos éticos de la alta política nacional es suficiente para fracturarlo todo, lo cual tampoco es demasiado decir en un guión que admite como verosímil, por ejemplo, que un policía cualquiera, haciendo huevo en la recepción de la Casa Rosada, se ofenda cuando un visitante duda sobre el presunto ritmo incesante de las actividades en la sede principal del Poder Ejecutivo. En esa escena, que inaugura a la película, La cordillera sintetiza de hecho casi toda su propuesta. En principio, entonces, existe una burocracia voluntariosa alrededor del poder político, una burocracia con empleados y auxiliares más o menos eficientes pero, sobre todo, una burocracia dispuesta a sostener una fe en el sistema de poder que ni siquiera admite la ironía del trabajador argentino promedio, ese otro objeto político no identificado representado por el técnico añoso que llega a la Casa Rosada para hacer algunas revisiones. No es casualidad que ese, por otro lado, sea el único ciudadano común en la película, ni que en su escepticismo se sintetice lo que va a seguir. Y lo que va a seguir es simple: no tiene sentido esperar nada de los políticos, una casta de simuladores que desde el centro impune de toda esa estructura burocrática ‒incluso algo sentimental‒ sólo gestionan las inevitables decepciones que van a confirmar el derrotismo de los buenos ciudadanos.
¿Qué significa que no haya menciones a ninguno de los partidos políticos argentinos?
Ahora bien, si esa primera aproximación a la política se resuelve entre incrédulos y crédulos (las varas predilectas de esa “clase media arty” que, como ya escribió con pavorosa precisión Hernán Vanoli, componen la clave del “cine político” de Santiago Mitre), la segunda aproximación, que es sobre la que avanza la historia del presidente argentino que llega a una cumbre en Chile para formalizar una inquietante alianza energética sudamericana con sus pares, se entrega a las máscaras más inconvenientes de lo “bueno” y lo “malo”. ¿Pero esas son máscaras inconvenientes para qué? Siguiendo algunas de las propuestas de “lxs chicxs” de Panamá, el inconveniente más interesante ‒aún si aceptamos que lo interesante es aquello con medio camino recorrido hacia lo aburrido‒ sería el de reducir la política a la constelación de particularidades subjetivas de un político. O, como repitió la sociedad de socorros mutuos de los críticos de cine, la apuesta de reducir la política a la intimidad. El problema es que si uno acepta esa premisa y concede que la omisión de las identidades partidarias es un recurso necesario para la representación “neutral” de lo político, ¿la espiral de ingenuidad de la película no se vuelve todavía más infantil? Porque, al fin y al cabo, ¿existe tal cosa como la “neutralidad” en la política o en el arte, o en cualquier otro ámbito imaginable? Y si existiera, ¿sería realmente “verosímil”? Por supuesto, en términos estéticos sí puede llegar a construirse una cierta pátina de “neutralidad”, sobre todo en esas tomas al estilo House of Cards con las que La cordillera muestra al presidente argentino cuando dialoga con sus ministros, y sin dudas el hecho de que casi toda la película pase en hoteles, y aún que haya tres países distintos ‒además del escasamente neutral grupo IRSA‒ involucrados en su producción colabora a la decoloración de cualquier rasgo identitario definitivo. Pero en los términos de lo que La cordillera pretende contar, ¿qué se supone que queda de un político cuando se elimina su relato, su identidad y su partido? Por supuesto, lo que queda es nada, a excepción de cierta inconducente masturbación moral en la línea de lo que Jorge Asís suele llamar con humor una “peste de transparencia”. Es decir, la fantasía de que los hombres ‒y en especial los políticos‒ deberían pensar y actuar a la hora de cumplir con su tarea como lo hacen los ángeles y los querubines.
¿Existe tal cosa como la “neutralidad” en la política o en el arte, o en cualquier otro ámbito imaginable? Y si existiera, ¿sería realmente “verosímil”?
Por otro lado, a partir de lo irresoluble de este pequeño detalle, que es nada menos que el de una tétrica insustancialidad ideológica ‒o, si se quiere, el de una noble sensibilidad arty‒ La cordillera se entrega sin sutilezas al chantaje moral. Por lo que si el presidente argentino no es capaz de aceptar su posición de desventaja ante Brasil ‒el único país con un presidente que pone en palabras que el diablo no existe, lo que existen son intereses‒, ni resuelve la amenaza que representa el exmarido de su hija ‒que aún en las manos de un psicólogo chileno es la encargada de decir que lo que se aproxima es un problema político, no íntimo‒, ni puede al final resistir la tentación de venderse a los miles de millones de dólares estadounidenses que le ofrece Christian Slater ‒en el mejor papel de su carrera‒, entonces el presidente argentino no solo ha visto el mal sino que es el mal. Por supuesto, la política puede incluir en la periferia a ciertos profesionales como el que representa el Jefe de Gabinete, y también puede permitirse la existencia de bienintencionados como la mujer que parece ser la secretaria privada del presidente, y hay incluso instantes para el amor filial y para el sexo ‒con una profesional de la higiene firme al pie del Tango 01‒, pero al final, dice La cordillera, lo único que triunfa es la corrupción.
A partir de una tétrica insustancialidad ideológica, La cordillera se entrega al chantaje moral.
Es más, tal como se plantea, cualquier discusión ante esto nos expulsa del reino gratificante de los buenos, al punto de que sólo para eso está en juego la interrumpida trama fantástica de la película, con esos reveladores recuerdos de vidas no vividas, incendios voluntarios, muertes puntuales y caballitos sensibles: para que sepamos que el presidente argentino, el político argentino, aquel “hombre como uno” que había empezado su carrera como intendente de Santa Rosa, es un vulgar servidor de Satanás. Por supuesto, sería fácil desde ahí repetir ‒aunque nadie lo diga‒ que La cordillera es finalmente un canto triunfal de la antipolítica compuesto por un pituco asmático de la FUC, un alma bella que necesita este mundo corrupto para ejercer su superioridad moral (incluso si la película cuenta con el guiño favorable de quienes, convencidos de que sí saben qué es la política, están dispuestos a admitir que todo es más complejo, lo cual en el fondo quiere decir que habría que ver más Veep y menos Desde el llano). Más interesante, en cambio, resulta pensar La cordillera como una pieza de lo que alguien llamó, con mejor criterio, “ideología moralista sentimental”, esto es, la fantasía alelada de quienes se conforman con proponer nada más que pudor virginal y lecciones de catequesis ante los muchos lados ambiguos de la realidad///////PACO