Comedy Mystery: Murder 101

Por Sofía Ferro
 

Mucho se habló estas últimas semanas sobre el asesinato de Ángeles Rawson. Tanto, que no requiere un párrafo introductorio, porque con aquel simple nombre ya todos sabemos de qué estamos hablando. Sí, claro. Todos lo conocemos porque todos, en la cotidianeidad, en el seno familiar, entre nuestras amistades, con el kiosquero, en alguna cola para pagar algún servicio o en una charla post sexo, nos hemos convertido en peritos, médicos legistas, genetistas, abogados o criminalistas.Aún cuando la causa está bajo secreto de sumario, todos, frente a  evidencia dada o creada, el tan nombrado “resto” de ADN en tres uñas o el “apriete policial”, tomamos posición y declaramos culpable a nuestro pecador predilecto. Nos ponemos en la piel del detective y, como se suele hacer en los numerosos juegos de mesa sobre homicidios, conociendo de antemano la carta de la víctima, deliberamos acerca de las que aún permanecen ocultas: quién es el asesino y en qué escena dio el golpe mortal.Al fin y al cabo, no importan los nombres, sino las características que desde el imaginario colectivo atribuimos a los sospechosos en cuestión. ¿Qué es lo que nos lleva, entonces, a condenar culpables sin más información que la que nos muestran los medios de comunicación? ¿Qué nos convence de incriminar a un personaje y declarar inocente a otro? ¿Cómo construimos a nuestros asesinos?Motivados por el miedo y la autoconservación –estructuras cerebrales profundas y antiguas–, creamos perfiles que nos permiten, a partir de experiencia recurrente, reconocer tipologías alarmantes en la cotidianeidad, detectarlas y evadirlas. El potencial asesino (o el criminal, para el caso es lo mismo) es aquella persona a la que tememos porque la creemos capaz de hacernos daño o de dañar a nuestros seres queridos. En términos generales, quien puede subyugar nuestra voluntad haciendo que experimentemos la cercanía de la muerte, ya sea directamente o indirectamente.

En este caso, ¿qué características de los personajes en cuestión nos inquietan lo suficiente como para  dictaminar una sentencia sin tener en consideración más que nuestras propias inclinaciones? El día que se imputó al portero, el público en general rechazó la acusación: Un laburante no puede nunca ser un asesino. No entra dentro de las categorías establecidas en Argentina en el siglo XXI.

Sin embargo, el padrastro sí fue sentenciado por la opinión pública, aún sin las evidencias conocidas y divulgadas por los medios de comunicación. ¿Por qué? Porque parece ser que las familias ensambladas, en Argentina, siguen siendo miradas de reojo. Porque Cris Morena y Disney, o las tradiciones de los cuentos populares, nos enseñaron que las madrastras y los padrastros son mala gente. Porque, por alguna causa externa, el padrastro en cuestión es una  tuerca en el engranaje del poder.

Con el pasar de los días y el descubrimiento de evidencia, estos preconceptos están siendo reevaluados, aunque no falta quién –más allá de la familia del portero–, con aspiraciones a Sherlock Holmes, denuncie un complot mafioso presidido por intereses  inconcebibles. Hay algo sobre la criminalística casera que nos atrae y repugna a la vez. Jugamos un rato, deshumanizando víctimas y victimarios, como si se hablara de algún tipo de ficción. A medida que las evidencias se complejizan, a medida que los casos se muestran más retorcidos y fuera de los lugares comunes que tanto habitamos, el morbo nos lleva a completar los restantes espacios vacíos con los vicios de nuestras propias estructuras psicológicas desequilibradas. Los datos que salen a la luz  nos sorprenden, nos aquejan, pero  al final del día, todo gira en torno a un hecho totalmente individualista. Nuestro instinto, nuestro resabio animal, reacciona frente a la muerte como frente a un espejo. Nos paralizamos, no comprendemos. Luego nos miramos, sentimos nuestras extremidades, hábiles, vigorosas y…sí, estamos vivos. Ese no soy yo…Yo sigo en carrera, yo por suerte sigo vivo ////PACO