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1. El Museo di Antropologia Criminale Cesare Lombroso dell´Università di Torino queda en la Vía Pietro Giuria 15. Comparte el edificio, conocido como el Palazzo degli Istituti Anatomici, con el Museo di Anatomía Umana Luigi Rolando y el menos previsible Museo della Frutta Francesco Garnier Vallenti. Este último presenta una colección de “miles de frutas artificiales modeladas por el excéntrico Francesco Garnier Vellenti”. En el programa de mano se dice que en él se respira un “olor a pasado” y constituye “la ocasión para reflexionar sobre el tan actual tema de la biodiversidad”. La entrada a los tres museos del Palazzo degli Istituti Anatomici -el de las frutas, el de los cuerpos, y el de Lombroso- cuesta siete euros con cincuenta. Los miércoles el acceso es gratuito y su horario es de 10 a 18 todos los días, salvo el domingo que cierra.

2. Edificio de techos altos y colores ocres, elegante y austero, el Palazzo degli Istituti Anatomici repite el gesto edilicio general de la ciudad. Los excelentes y asentados pisos de madera así como el cuidado lustre de sus vitrinas acentúan sus rasgos de gabinete científico del siglo XIX. En el hall ya se ven algunos retratos de criminales hechos en lápiz. Después de pagar, más adelante, en la primera sala, titulada “Motori, farmaci, telefono, lampadine”, se proyecta una serie de películas simultáneas. Desde las pantallas, dos personajes discuten sobre el progreso. El joven es enfático y creyente; el viejo, escéptico. Astucia curatorial, en apenas unos minutos los responsables del museo nos avisan que para entender a Lombroso, para entender “ese entusiasmo”, hay que retrotraerse a una época de intensos cambios. A saber, en pocos años se descubren o se inventan la anestesia, la genética, el motor eléctrico, el motor de combustión interna, la lamparita, la radio y el telégrafo sin hilos. Y cada descubrimiento o invento genera o perfecciona a su vez una disciplina destinada a atravesar el siglo XX.

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La segunda sala nos ofrece algo más orgánico. Un esqueleto completo suspendido detrás de un vidrio franquea el paso. Son los huesos del mismo Cesare Lombroso, exhibidos por su voluntad. ¿Qué significa ser recibido por los restos óseos del dueño de casa organizados como si pudiera todavía caminar? Este fantasma nos da la bienvenida a un lugar de ciencia que es también una tumba colectiva y un testamento público. Su presencia, de hecho, testifica mucho, parte de ese “mucho” de tan difícil interpretación que escapa al viandante y seguramente también a curadores, estudiosos y al mismo criminólogo. Primer dato objetivo: Lombroso era bajo. De brazos largos, su esqueleto recuerda el de un primate evolucionado. Y, con bastante precisión, por fotos y retratos, se puede deducir que fue antes un hombre petiso y rechoncho que un atleta.

¿Y qué más? Cesare Lombroso nace hacia 1835 en el reino del Lombardo Veneto, gobernado en ese momento por Vienna. Estudia medicina en Pavia. En 1859 se enrola como médico militar y presta servicio en algunas guerras civiles. En 1870, elabora su teoría del “atavismo criminal” que relaciona la inclinación al crimen con la herencia genética. Seis años después publica su obra de referencia L´uomo delinquente y se convierte en profesor de la Universidad de Turín. En 1898, inaugura su museo de psiquiatría y criminología. En 1904, abandona el puesto de consejero comunal de Turín y deja el Partido Socialista. ¿Lombroso, socialista? El museo hace un especial hincapié en esto. “Progreso” y “socialismo” están incluso sugeridos en la manera sutil y eficiente en que se iluminan sus salas. La segunda habitación se titula “Misurare, misurare” y exhibe los instrumentos mecánicos con los cuales il dottore medía a sus pacientes. Lombroso los utilizó con método obsesivo pero nos los inventó. El “craniógrafo”, por ejemplo, es responsabilidad del francés Paul Broca. El hecho sirve para constatar que su manía no era solitaria y cuando comienza sus investigaciones ya existía una activa tradición moderna y antigua a la cual referirse. Una cita del dottore acompaña los aparatos: “Para muchos el progreso se reduce a ciertas máquinas maravillosas como el telégrafo y el vapor. Para mí, en vez de eso, lo que distingue a nuestra época de las épocas pretéritas está en el triunfo de la cifra sobre las opiniones vagas, sobre los prejuicios, sobre la vana teoría”.

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3. La tercera sala del museo es amplia. Titulada “Il mio museo” ocupa el centro indiscutido de lo que se muestra. En ella se ordenan tres tipos de materiales perfectamente exhibidos. Por un lado están “las pruebas”: una ominosa colección de puñales, facas y objetos punzantes; Llaves maestras y ganzúas; antifaces y sogas de diferente grosor para amarrar o estrangular. Un gran garrote blancuzco, arma fabulosa y primitiva a la vez, preside, excepcional, la serie. Lombroso dice que enfrenta los prejuicios y la ignorancia. De allí el valor de los “documentos”. Acompañando estas pruebas materiales, una treintena de máscaras en cera reproduce la cara de criminales muertos en cautiverio. Donadas a Lombroso por Lorenzo Techini, profesor de Anatomía en la Universidad de Parma, son realistas, groseras en el sentido y refinadas en la factura. Cada una rubricada con su etiqueta –“Ladro italiano”, “Brigante”, “Estrupratore”, “Assasino tedesco”–, reproducen detalladamente las facciones de personas que dejaron de vivir hace más de cien años pero que siguen existiendo en esta imperturbable materia inerte. ¿Qué dirían estas copias si pudieran hablar? Pero ni las armas ni las facciones de lejanos inadaptados sociales rivalizan con las hileras de cráneos, un contundente monumento barroco hecho con la cabeza seca de, por lo menos, sesenta personas. Siguiendo una tradición de la que fue parte Leonardo Da Vinci –que realizaba autopsias a la luz de las velas y contras las leyes de la Iglesia–, Lombroso llegó a expoliar viejos cementerios abandonados. De la acción y las armas a la mimesis estática de la cera y, luego, a una biológica desnudez, el objeto de estudio del criminólogo se repite, abrumador. No son cinco puñales, son trescientos. No son diez cráneos, son sesenta. Doble brutalidad, entonces, la de esta sala central del Museo di Antropologia Criminale. Primero, lejos de la denuncia, es acunada por la evidencia que señala a hombres y mujeres violentos que mataban usando un clavo largo o un cuchillo de hoja finamente ornamentada. Segundo, la ciencia fría aplicada sobre esos delincuentes a quienes se exhibe sin santa sepultura. No hace falta pensar en el mito ni en Antígona. Esto es otra cosa, ¿pero qué? Podemos sumar la nostalgia por un mundo pasado y firme que se mezcla aquí con la “sensibilidad artística” del experto museógrafo a cargo.

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4. En la sala numero cuatro se narra un episodio central en la vida profesional de Lombroso. Titulado “La rivelazione”, este pequeño cuarto cuenta la historia de un descubrimiento. En agosto de 1864, il dottore examina el cráneo trepanado y vaporoso de Giuseppe Villella, un ladrón condenado a siete años de cárcel, muerto de escorbuto, solitario y maligno incluso en su reclusión. En ese momento, con las vísceras todavía frescas, Lombroso no encuentra nada. Pero cuatro años más tarde, “un fría y gris mañana de diciembre de 1870”, descubre una depresión en la fosa occipital media donde descansa una parte del cerebro. Así, Villella –mejor dicho su osamenta– se transforma en el paciente cero de la nueva ciencia que terminará con el crimen. La microcefalia, reflejada en esa concavidad, era, según Lombroso, la que les impedía a los delincuentes desarrollar emociones, impidiéndoles trabajar y ser ciudadanos honrados. Ahí estaban las pruebas. La ciencia había hablado. Pero no. Un texto en un panel se apresura a informarnos que las medidas del cerebro son variables y que en ningún caso se comprobó que determinaran comportamientos delictivos. Una frase sirve de punto de apoyo: “La scienza procede anche per errori”. El sentido de esta consigna, la tranquilidad que nos trae, tambalea un poco cuando se descubren, a continuación, tres reproducciones de plantas carnívoras. Buscando pruebas sobre el atavismo o el regreso de características evolutivas superadas, Lombroso llegó a coleccionarlas, casi como si se tratara de plantas criminales, de seres involucionados, disfuncionales, equivocados. Los tres modelos aportan, desde un escaparate, la cuota de ciencia-ficción al género “giallo” cultivado por el museo.

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5. La quinta y la sexta sala, “Arte, genio, follia” y “menti criminali”, abren la segunda parte de la muestra. Su premisa: a Lombroso le interesaba “indagar la mente del desviado a través de la recolección de expresiones artísticas de personas de disturbios mentales y de detenidos, un arte que declaraba la enfermedad psíquica o criminal de su creador”. Lejos de los macabros huesos o los párpados cetrinos de las máscaras mortuorias, aquí las vitrinas hacen confluir esperanzadores intentos de compensación simbólica, expresados en un contexto opresivo. La lista incluye platos decorados por internos y habitantes de manicomios, naipes fabricados por presos, pequeñas esculturas en arcilla, tejidos, pipas, tabaqueras caseras y artesanías de todo tipo. Resalta una figura articulada, un Pinocho desproporcionado, hecho en madera y bautizado como “il direttore del carcere”. ¿Chicana, candidez, o un intento de mostrar salud y respeto por la autoridad? Los fabulosos muebles de Eugenio Lenzi, personaje digno de una novela de Raymond Roussel, merecerían un artículo aparte. Especie de dadaísta avant la lettre, Lenzi, previsible fronterizo, construía piezas de mobiliario con decoraciones en un complejo estilo “tardogótico”. Sus muebles habrían fascinado a Duchamp. En el centro de este disímil y sorprendente catálogo se exhiben ochenta vasijas (“orci”) de terracota que los presos utilizaban para beber en la cárcel Le Nuove de Turín a fines del siglo XIX. Como se trataba de frágiles objetos personales que debían individualizar y cuidar a riesgo de perder su provisión de agua, los detenidos les realizaban dibujos e inscripciones de todo tipo. Organizadas en vitrinas de la misma manera que los cráneos, similares en forma y color, estas vasijas se revelan como las piezas más sutiles y particulares de la colección. En ellas los presos escribían, dibujaban, expresaban su singularidad. Así, transformados por sus dueños en pizarras personales y soportes de mensajes pueden ser vistos como una especie de historieta coral y no cronológica, donde cada vaso es una viñeta y quizás, según Lombroso, una patología.

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Esta parte del museo refleja otra zona del proyecto general de la antropología lombrosiana. El objetivo final consistía en aislar los signos de la delincuencia, recoger el mayor número posible de casos, analizar sus particularidades y luego confrontarlos con los individuos “normales” para ofrecerlos a la reflexión de estudiosos y políticos. Por eso no se quedaba en las medidas de la cara, el cuerpo, el cráneo o el cerebro. Aquello que los detenidos hacían, sus “manualidades”, también estaba diciendo algo que debía ser interpretado. Bajo este impulso, Lombroso se revela como un coleccionista de arte preciso, dedicado, y en el gesto de catalogar arte psiquiátrico anticipa a curadores excéntricos del siglo XX como Arnulf Rainer que compraba témperas de artistas con síndrome de down pero también a la Bienal de San Pablo del año 2001 que le dedicó todo un pabellón a obras de enfermos mentales. “No digo que el genio sea una desviación sino un equilibrio de la actividad cerebral y de la sensibilidad que puede acercarse a la locura” escribió Lombroso hacia 1864. En sus últimos años, radicalizó su concepción del “genio”, reduciéndola a “una neurosis que depende de la irritación en la corteza cerebral”.

6. La séptima sala, casi de transición, se llama “In cella a Filadelfia” y en ella se pueden ver maquetas y fotografías de una cárcel norteamericana, modelo para la época. Lombroso se interesaba en cómo vivían los presos, cómo se los trataba, cómo los influenciaba su cautiverio. La cárcel de Filadelfia le había llamado la atención por su distribución de panóptico, su practicidad e inteligencia, tan diferente en concepción a las instituciones represivas europeas, herederas de arquitecturas medievales. En la sala siguiente se ve una reconstrucción del lugar de trabajo de Lombroso, su estudio de Vía Legnano 26. Los libros, bibliotecas, el escritorio y demás mobiliario fueron donados por uno de sus discípulos en 1947. El espacio está presentado con una voz –la voz del criminólogo– leyendo fragmentos de sus trabajos mientras se proyectan fotos que giran sobre el techo y las paredes. ¿Veía il dottore esas imágenes alucinantes cuando medía las cabezas de los malvivientes en la soledad de la noche turinesa? Y la continuidad entre las maquetas de cárceles y el escritorio del intelectual positivista, ¿nos está diciendo algo? ¿Puede esta adyacencia ser producto de una coincidencia justo en este museo? Y cuando ya no parece ser posible una conexión sensual más, Lombroso se revela como militante del espiritismo y de los fenómenos paranormales. La relación empieza en 1886, mientras participa de un encargo ministerial para evaluar la veracidad de la hipnosis. Su primera respuesta es de rechazo. Los hipnotizadores son prestidigitadores. Pero enseguida toma contacto con la medium Eusapia Palladino, que lo convence de estudiar los fenómenos paranormales de forma material. A esta altura hasta el visitante más desprevenido empieza a sospechar que hay algo, al menos, ambiguo en este museo. ¿Se trata de un paseo anti-científico? ¿La escenificación de una novela bizarra? Lombroso, queda claro, no operaba según el método experimental y deductivo. No sacaba conclusiones de lo que veía y comprobaba. Por el contrario, es de suponer que ya tenía certezas antes de acercarse a examinar sus objetos de estudio. El gesto no es atípico de la ciencia, pero en este caso, por su magnitud, futilidad e intensidad, se vuelve especialmente conspicuo. Los médicos positivistas esperaban deducir el funcionamiento del cerebro midiendo la masa encefálica, examinando su forma y estructura. La colección lombrosiana de cráneos y sesos en formol constituyen un documento elocuente de esta ilusión científica, de esta esperanza vana. Pero también son un monumento a la obsesión mal aplicada, una especie de tumba exhibida de sus imposibilidades. “Non é un museo dell´orrore” informan los responsables en el programa de mano. Y es verdad, hay algo más. Pero al mismo tiempo, en algún sentido lo es, un museo del horror que genera el malentendido, la casa de la ciencia errada.

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7. La última sala, “Un secolo dopo”, presenta una serie de anécdotas y fotos y propone el cierre general. Aquí se admite lo alucinadas que nos resultan hoy las teorías y las investigaciones de su fundador. Y se advierte que pese a sus errores, a sus conclusiones extraviadas, a la improcedencia del caso Villella, pese a la idea del atavismo y su jerarquización fraudulenta y tendenciosa de razas humanas –donde la mujer era biológicamente inferior–, pese a todo, sí, el incansable trabajo lombrosiano fue positivo para el momento en que Italia comenzaba, lenta y trabajosamente, a unificarse. ¿Contradicción? Desde luego. Por un lado, Lombroso ve en la conducta ilícita una fatalidad orgánica que induce al individuo biológicamente defectuoso a practicar el mal. Por eso propone una radical renovación del derecho penal. El delicuente se comporta según su naturaleza y eso es un peligro del cual la sociedad debe simplemente defenderse. Pero mientras castigarlo es inútil, redimirlo es imposible. El atolladero conceptual queda así armado. Lombroso habla de “neutralizzazione” y la pena de muerte sobrevuela todos estos razonamientos. Por otra parte, il dottore impulsa un liberalismo beneficioso. Es librecambista en un mundo con grandes zonas de feudalismo, predica mejoras rurales para evitar disturbios y alzamientos, pelea porque se asuma una verdadera libertad de prensa y se brinde educación para todos (o al menos para todos los que no exhibieran deformidades…). La voz del museo asume esta contradicción medular, y avisa sobre la posibilidad de que el fetiche entusiasta del progreso montado en el error puede alentar los más acabados prejuicios y desatar brutales pasiones. Pero tampoco se olvida de consignar cómo estos, a su vez, logran muchas veces ser agentes modernizadores. Por eso negar a Lombroso y su prolífica actividad sería no sólo ocultar el error, sino repetirlo.

8. Pese o gracias a este cuidadoso andamiaje conceptual, la narración que propone el museo, su dramaturgia, resulta atractiva. Los cráneos atravesados por la ciencia reeditan el memento mori, ampliamente ilustrado en la pintura italiana. El arte de los presos cautiva nuestra mirada. Conocemos el género en el cual se inscriben las vidas de los salteadores de caminos y los falsificadores. Finalmente la criminología, su accionar, su ethos, envuelve la prehistoria de nuestros consumos televisivos, de los mitos cinematográficos del siglo XX. Mientras los libros de Lombroso dejaron de leerse hace tiempo, el museo parece ser hoy su mejor y más perdurable obra. Y las ganas de exponer, de mostrar, el esfuerzo estético de la divulgación, estuvieron desde el principio en él. En 1884, por ejemplo, participó de la Exposición General de Italia llevando dos vitrinas con cráneos anormales, máscaras, tatuajes en piel humana, fotografías de criminales y puñales. ¿Qué poeta, qué artista, qué regisseur, que curador no quiere, no pretende en su intimidad, ser el creador de una ciencia moral errada? Il Museo di Antropología Criminale “Cesare Lombroso” es un largo y enigmático panegírico del extravío. Una institución seria y gubernamental que demanda, a la vez, una lectura irónica, distanciada. Es más, la produce y hace que la disfrutemos confirmando que el consenso y el prestigio por sí solos no valen nada. Al recorrerlo, se siente que en ese equívoco de la historia que fue la criminología lombrosiana hay más de una lección, más de una sorpresa, porque siempre queda un pliegue por recorrer, algo por descubrir.

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9. Voy terminando. Se suele asociar a Lombroso con el fascismo que luego de su muerte encontró en Europa una siniestra praxis política. Sin embargo, il dottore fue, como ya dije, un socialista militante. Esto no quita, desde luego, que sus teorías hayan constituido un inestimable abono para sostener macabros experimentos sociales. ¿Era un sádico, un cirujano loco? ¿O un autista encerrado en sus propias maquinaciones obsesivas? ¿Podemos etiquetarlo como un puntilloso coleccionista del error, inconscientemente lírico? Hay que decirlo: Como pensador de derecha es una decepción. Al leerlo se siente en ese estilo, en esa prosa, la ambición corta del alumno aplicado y sin muchas luces. Lombroso no fue un Nietzsche, ni un Céline, mucho menos un Baudelaire o un D’annunzio, sino un laborioso burócrata, antepasado directo de todos los mantenidos del CONICET. En su búsqueda de la marca diferencial del genio, el 15 de agosto de 1897, visitó a Tolstoi en su casa de Tula, al sur de Moscú, para saludarlo y eventualmente medirlo. El escritor ruso no le permitió usar sus instrumentos en él. Desprendido, anotó en su diario: “Sigo trabajando. El texto avanza. Estuvo aquí Lombroso, un viejillo limitado, ingenuo”. La visita resulta curiosa. Los adjetivos, convincentes. ¿Puede la ingenuidad producir monstruos? En muchos sentidos Lombroso fue mejor, más preciso, más pulsional, que Lovecraft. Y en otros fue más triste y monótono que el más pequeño de los funcionarios.

10. Francesco Garnier Vellenti le dedicó su vida a la inútil y fascinante tarea de reproducir todas las frutas del mundo de forma artificial. Lombroso, roussoniano, agente perfecto de la ciencia positiva, se empeñó en encontrar el origen del mal en la materia que hace a los hombres. Es justo que estas raras colecciones, cuya base es la neurosis obsesiva de dos perseverantes, se puedan visitar juntas. Mientras tanto, cuando se abandona el Palazzo degli Istituti Anatomici es difícil no pensar que muchas de las preguntas que se hizo Lombroso siguen en pie, todavía sin una respuesta contundente. ¿Hasta qué punto somos responsables de nuestras acciones? ¿Cómo funciona el cerebro? ¿Qué dice una cara? ¿Cuáles son y cómo funcionan nuestros prejuicios? Ya en la calle, sin el manto de piedad del recinto áulico, quizás el viandante se haga una pregunta más. ¿Falló realmente Lombroso? ¿Quedó tan obsoleto su sistema de lectura como se dice? ¿Lo dejamos realmente atrás? ¿El suyo es un camino clausurado? La ciencia, enfática, afirma que sí. Y es verdad que a los criminalistas y policías ya no les importa el tamaño de las orejas de los asesinos. Pero, ¿podemos decir lo mismo del color de la piel de los sospechosos? ¿Reaccionamos igual si enfrentamos, en un parque oscuro, a un hombre rubio que a un hombre renegrido y deforme? Los dibujos y estadísticas que elaboraba il Dottore bien podrían salir hoy en cualquier página de la revista VIVA. Mientras tanto, los mapas de la inseguridad, la mercadotecnia, el rating, el tráfico de datos y las encuestas están muy cerca de sus teorías, son prácticas incluso demasiado solidarias con sus ideas. ¿Vivimos en un mundo lombrosiano? Taxonomizamos y somos taxonomizados de forma banal y prejuiciosa, constituimos materia de estadísticas y una buena parte de aquello que significamos para los demás se resume en cifras. ¿Por qué nos llaman a nuestros teléfonos preguntándonos cuál es nuestra intención de voto? ¿Por que las publicidades nunca nos devuelven nuestros rasgos cansados sino las facciones brillantes y puras de la juventud? ¿Qué es Facebook sino un aparato lombrosiano de comunicación de masas? El recorrido de Il Museo di Antropología Criminale “Cesare Lombroso” dell´Università di Torino termina cuando se pone a disposición del visitante un libro de firmas y, subrepticiamente, para el que guste, un multiple choice sobre lo que se acaba de ver. (“Come è venuto a conoscenza del Museo? Articoli dai giornali. Amici e conoscenti. Sitio internet. Altro. Con chi è venuto al museo? Da solo. Con i figli. Con parenti. Con amici.”) La encuesta final resulta así un testimonio involuntario, un documento más pesado que las tres frías e indiferentes hojas de papel blanco que lo componen. Su contenido y su intención habrían sido aprobadas por el dueño de casa.//PACO