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Karl Ove Knausgård, el héroe de las mujeres


I
¿Por qué Un hombre enamorado, la segunda parte de Mi lucha, la masiva autobiografía objetivista y meganarcisista de Karl Ove Knausgård, les gusta tanto —“necesito el próximo volumen como una dosis de crack”, dijo Zadie Smith— a las chicas? Probablemente porque Karl Ove Knausgård, escritor de ideas más bien inofensivas —“la literatura nos acerca los unos a los otros a través del lenguaje”—, residente ejemplar de las soporíferas socialdemocracias nórdicas europeas —“en la clase y cultura a la que pertenecíamos, significaba que los dos asumíamos el papel que antes se consideraba el de la mujer”—, marido orgulloso de su castración —“quería acostarme con ella, pero no pensaba que tuviera la posibilidad, y si hubiera tenido la oportunidad, no lo habría hecho”— y babysitter maternal de sus propios hijos —“Heidi en mi brazo, Vanja en el carrito”— es, en esencia, una chica. Y ni siquiera una chica particularmente divertida, ni sexy. Más bien lo contrario, una chica confiable, una chica a la que sus amigas no dudarían nunca en dejar a solas con sus propios maridos en casa durante un largo viaje —esa clase de chicas que se casan para toda la vida porque creen en el amor— porque Karl Ove Knausgård es la clase de chica que, a diferencia de las “malas”, capaces de ir a cualquier parte, quiere ser de las “buenas” que solamente van al Cielo.

¿Pero desde cuándo a las chicas les gustan tanto otras chicas? Una lectura atenta de Un hombre enamorado es casi una lectura del programa acabado y efectivo de cierto feminismo de la igualdad (y una buena pista de por qué el socavamiento del poder masculino deriva en matriarcados ontológicamente desesperados y violentos como el que ejerce Linda, la esposa-madre de Karl Ove Knausgård). Lo importante es prestar atención al método. En términos de “género y poder” —en términos de “lo masculino y lo femenino”—, Un hombre enamorado construye —o retrata en clave autobiográfica— una visión verdaderamente no distorsionada de la realidad, en la que el efecto es precisamente la pérdida de lo real del antagonismo social y cultural. Lo ausente, lo que falta —y cuya desaparición socava hasta el ridículo a los géneros— es la esencia misma del núcleo traumático —no simbolizable, diría el análisis lacaniano— que se expresa en la distorsión misma de la realidad: hay una diferencia entre hombres y mujeres. Sin el efecto de distorsión que nace de la diferencia y sin las fantasías alrededor de esa diferencia, por un lado “lo real” de la realidad se difumina —al punto que uno por momentos se pregunta si Karl Ove Knausgård va a terminar menstruando al final de Mi lucha—, y por otro se elimina —pero en un sentido muy lejano a lo resolutivo— el trauma mismo alrededor del cual se estructura la realidad social entre los hombres y las mujeres.

¿Por qué Un hombre enamorado, la segunda parte la masiva autobiografía objetivista y meganarcisista de Karl Ove Knausgård, les gusta tanto a las chicas? Probablemente porque Karl Ove Knausgård, escritor de ideas inofensivas, residente ejemplar de las soporíferas socialdemocracias europeas, marido orgulloso de su castración y babysitter maternal de sus propios hijos es, en esencia, una chica.

Hasta qué punto las fronteras entre lo íntimo y lo social de ese mundo de igualdad entre hombres y mujeres —entre “lo masculino y lo femenino”— que habita Karl Ove Knausgård son íntimas o sociales son un asunto en sí mismo. En tal caso, ¿Karl Ove Knausgård goza o padece la cesión del poder masculino? “La semana que estuve de turno obligatorio en la guardería, en principio trabajando como un empleado cualquiera, transcurrió más o menos como me esperaba; había trabajado mucho en instituciones a lo largo de mi vida, y manejaba las tareas rutinarias de un modo que, según dio a entender el personal, no era usual en los padres, a la vez que tampoco me resultaba ajeno vestir y desvestir a los niños, cambiar pañales e incluso jugar con ellos si hacía falta”. Si a diferencia de lo que se puede leer en pasajes parecidos de varias novelas de Michel Houellebecq sobre el mismo asunto, en el caso de Karl Ove Knausgård no resulta fácil discernir entre goce y humillación, es porque Un hombre enamorado —aunque tal vez sea una cuestión que atañe más a la naturaleza nórdica que al estilo— no conoce la ironía bajo ninguna de sus formas. Y sin ironía, en realidad, todo se vuelve demasiado grave y siniestro.

II
En términos de igualdad de los géneros o distribución del poder, Karl Ove Knausgård es esa clase de hombre al que su mujer le da órdenes caprichosas y constantes incluso delante de sus hijos —“puedes ver la tele diez minutos y te preparo un platito”, le dice la esposa a una de las hijas, “acabo de decirle que no”, es la “objeción” de Karl Ove, “solo diez minutos”, termina ella la discusión— a lo largo de un proceso que empieza por la feminización —“yo estaba hecho un ovillo sobre un cojín, balbuceando en compañía de madres y niños, cantando una canción que, para colmo, la dirigía una mujer con la que me hubiera gustado acostarme”— y termina en la inevitable infantilización —“no me puedes manejar de esa manera”, le dice Karl Ove en un brote casi patológico de testosterona a su mujer; “no te manejo, es una exigencia razonable, estamos juntos y por eso no quiero pasarme todo el tiempo sola”, “¿todo el tiempo?”, “sí; si no me haces caso, lo dejamos”; Karl Ove suspira y entonces… “no es tan jodidamente importante; lo haré”. El punto culminante del sometimiento y la humillación es cuando su esposa le pega. “Ella se levantó y me dio una bofetada en la cara con todas sus fuerzas”, escribe Karl Ove en una discusión sobre los tiempos para tener un hijo. Pero reducido al rol casi entomológico del simple macho reproductor —de la obvia familia de los mántidos—, la masculinidad socavada de Karl Ove Knausgård es en realidad un excelente catalizador y un oscuro prospecto acerca de un mundo donde las mujeres parecen destinadas a transformarse en hombres, los hombres se transforman paulatinamente en chicos y los chicos se transforman a su vez en tiranos impunes (en la época de la infantilización generalizada, por supuesto, la perversión también se generaliza).

Karl Ove Knausgard

El punto trágico de la ecuación del poder trastocado por el presunto fin du cycle del patriarcado no está tanto en la manera en que se desarrollan y evolucionan los roles familiares —ahí está la mano visible del Estado, normalizando en clave progresista a quienes están tan desorientados que ni siquiera saben si son hombres que sueñan ser mariposas o mariposas que sueñan ser hombres— sino en una de las contracaras más evidentes de la lucha. ¿No se podría leer en la voracidad renovada de los discursos de reivindicación feminista, más allá de sus versiones académicamente sólidas, sentimentalmente lúmpenes o calculadamente marketineras, una pregunta desesperada por el sentido de ser mujer en una sociedad donde los hombres resultan cada vez más femeninos? Esa desesperación ante la contemplación pasmosa del vacío, en tal caso, tendría más sentido que el racconto nostálgico de reivindicaciones ya cumplidas. Pero esta es otra historia. Una sobre la que Karl Ove Knausgård está imposibilitado para pronunciarse porque, además de estar castrado, vive en Noruega, donde “resulta imposible describir exactamente cuán conformista es este país, también porque la conformidad se manifiesta en ausencias; las opiniones que no sean las imperantes de hecho no existen en público”.

En Un hombre enamorado la feminización y la infantilización son marcas culturales y trayectos —largos trayectos, aunque Karl Ove diga que “la locuacidad pertenece a uno de los innumerables campos que no domino”— de la imaginación y la escritura.

En Un hombre enamorado, por su lado, la feminización y la infantilización no son simples marcas culturales sino también trayectos —largos, largos trayectos, aunque Karl Ove diga que “la locuacidad pertenece a uno de los innumerables campos que no domino”— de la imaginación y la escritura. Así que, por ejemplo, aunque el objetivismo rancio de Karl Ove Knausgård se entretenga a sí mismo registrando con excesiva fascinación una larga cantidad de eventos intrascendentes —“Benjamin les dijo a sus padres que Vanja era la más simpática de la guardería, y cuando yo se lo dije a ella reaccionó con una expresión de sentimientos que nunca me había mostrado”—, ninguno de esos eventos es nunca un evento sexual objetivo. Aunque hay dos o tres momentos en los que, como los miembros amputados que no dejan de habitar la memoria de los cuerpos donde vivían, la ansiedad de lo traumático ante las relaciones sexuales entre géneros diferentes parece latir, en especial cuando “de vez en cuando alguna mujer respondía a mi mirada, y si la mantenía un instante, me recorría un temblor porque venía de un ser humano en medio de una multitud, yo no sabía nada de ella, ni de dónde venía, ni cómo vivía, nada, y sin embargo, nos mirábamos…”, la prosa de Karl Ove Knausgård, sin embargo, no duda en volverse elíptica precisamente cuando el objetivismo podría volverse interesante: “Me acurruqué junto a ella, ella abrió los ojos, hicimos el amor una vez más, y era como debía ser, tan bueno, lo notaba con todo mi ser, éramos ella y yo, y se lo dije” (“ella”, por supuesto, es la esposa violenta y castradora de Karl Ove).

En un mundo feminizado, por otra parte, es la mirada la que se vuelve feminizada e incluso feminizadora. Así que mientras Karl Ove arrastra el carrito de sus hijos por la calle y les compra helados y no puede sentir más que un triste miedo infantil cuando alguna mujer lo mira como hombre, los otros hombres a su alrededor se le aparecen cada vez tan sodomizados e idénticos a sí mismo. “Un hombre flaco con chaqueta de piel y melena cayéndole por la espalda estaba frente al cajero automático. El gesto era femenino y cómico, ya que todo lo demás en él, toda esa vestimenta heavy metal, pretendía ser oscuro, duro y masculino”; “en la mitad de los treinta años casi todos se habían afeitado la cabeza con el fin de ocultar la pérdida de pelo, se veían ya muy pocas medio calvas, y ver a esos hombres siempre me producía un ligero malestar, me resultaba difícil aceptar lo femenino en ellos, aunque yo hacía exactamente lo mismo y estaba exactamente tan feminizado como ellos” (¿no es en estos pasajes donde realmente se dibuja la idea de un hombre enamorado?)

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III
Pero, ¿es la feminización irrestricta de Karl Ove Knausgård —que, como toda dama de las letras, sueña con un cuarto propio para escribir, “tumbado en la cama de agua de esa habitación notablemente femenina que había alquilado”— un autorretrato social genuino sobre el trance simbólico de la representación y el valor de los géneros o, en cambio, es un autorretrato cínico, oportunista y conformista en perfecta sintonía con lo que determinados poderes —orbitando de una u otra manera alrededor del universo literario— esperan que sea y represente un hombre? “Lo de perder el control de los sentimientos estaba bien visto”, escribe hacia el final de Un hombre enamorado, cuando delante de un grupo de personas su madre —su madre real— lo abraza y él se pone a llorar. Sin embargo, no parece muy probable que, como escribe después, Karl Ove Knausgård sienta “mucha vergüenza por haber demostrado una debilidad tan grande” (hay quince traducciones de Un hombre enamorado en marcha, dice la solapa del libro en castellano). Esta es la pregunta clave acerca de la ideología —aquello que se hace aunque no se sepa que se está haciendo, según la definición del filósofo y animador Slavoj Žižek— y si puede desentrañarse alguna respuesta, esa respuesta está implícita en los fugaces instantes en los que Karl Ove Knausgård deja de registrar el tedio de la vida cotidiana en la socialdemocracia para registrar, en cambio, el dictum político que rige el tedio de la vida cotidiana en la socialdemocracia.

Uno de los instantes más interesantes de Un hombre enamorado, de hecho, es cuando Karl Ove Knausgård deja de mirar el mundo como un esclavo sexual del matriarcado y lo mira como un escritor. No es casual que fije ese momento de lucidez de la mirada —mientras cumple penosas tareas de babysitter con uno de sus hijos— sobre el asunto de la maternidad: “En esa época la ciudad estaba plagada de bebés, se estaba produciendo un boom, y como entre las madres había tantas treintañeras que hasta entonces habían trabajado y cuidado de sus vidas, surgieron revistas glamorosas para madres, en las que los niños aparecían como una especie de accesorios, y una famosa tras otra se dejaba retratar con la familia y entrevistar sobre el mismo tema. Lo que antes había sucedido en el espacio privado, era ahora inyectado en el público. En todas partes se podía leer sobre contracciones, cesáreas y amamantamiento, ropa de bebés, carros de bebés y consejos de vacaciones para familias con niños pequeños, y se publicaban libros escritos por padres que cuidaban de los niños en casa o madres amargadas, agotadas de tanto trabajar y tener niños. Lo que antes era algo normal, de lo que no se hablaba tanto, es decir, los hijos, se colocaba ahora en la parte principal de la existencia, y se cultivaba un con un frenesí que debería hacer poner cara de interrogación a cualquiera, porque ¿qué podría significar aquello?”.

Uno de los instantes más interesantes de Un hombre enamorado es cuando Karl Ove Knausgård deja de mirar el mundo como un esclavo sexual del matriarcado y lo mira como un escritor. No es casual que fije ese momento lúcido sobre la maternidad.

Está claro que para Karl Ove Knausgård, al final, esto significó una excelente oportunidad —en Un hombre enamorado no faltan “contracciones, cesáreas y amamantamiento, ropa de bebés, carros de bebés y consejos de vacaciones para familias con niños pequeños”— pero en términos de una construcción ideológica sobre la masculinidad y la feminidad, sin embargo, el discurso de la igualdad plantea panoramas mucho más serios que los de las revistas glamorosas. Parte de esa seriedad se proyecta sobre Karl Ove Knausgård, sobre todo cuando su lectura de los géneros y la igualdad se vuelve demasiado permeable al opresivo deber ser que lo sofoca. “Lo de andar por la ciudad con carro y niña, dedicando mis días al cuidado de mi hija, no aportaba nada a mi vida, no la enriquecía, al contrario, en esa vida se perdía algo, una parte de mi yo, la que tenía que ver con la masculinidad. Esto no me quedó claro gracias a los pensamientos, porque los pensamientos sabían que lo hacía por una buena razón, es decir, que Linda y yo fuéramos iguales en relación con nuestro hijos, sino con los sentimientos, que me llenaban de desesperación cuando de esa manera me metía a presión en un molde tan pequeño y tan cercano que ya no podía moverme”. No importa tanto si Karl Ove confunde la masculinidad con la paternidad y, a la vez, la paternidad con la maternidad —esa, en definitiva, es una de las consecuencias más tristes de la igualdad: todo termina por ser y valer lo mismo— sino más bien la pereza intelectual con la que Un hombre enamorado se limita a hablar —o pretender hablar— sobre lo masculino cuando, en realidad, lo único que se puede leer en Un hombre enamorado son 629 páginas sobre el rápido borramiento, la dócil cesión, la ajada derrota de lo masculino ante un miedo que ni siquiera se enfrenta a la transgresión social y la corrección política, la castración freudiana o lo femenino en sí mismo —aunque Karl Ove Knausgård sea un hombre golpeado y al que hasta su vecina rusa le dice que “tú no mandas en tu propia casa, te echan cuando quieres fumar, estás en el patio como un pelele, ¿crees que no te he visto?”— como a la libertad más simple y el sentido común más llano. “La igualdad y la justicia eran los parámetros más importantes de todo lo demás en que consiste una vida y una relación de pareja”, escribe Karl Ove cuando necesita justificar su metamorfosis simbólica hacia la femineidad primero y la castidad infantil después. “Fue una elección, y ya se había hecho. También en mi caso. Si hubiera querido organizarlo de una manera diferente, tendría que habérselo dicho a Linda antes de que se quedara embarazada. Oye, quiero tener hijos, pero no quiero quedarme en casa a cuidarlos. ¿Te parece bien? Eso significa que ere tú la que tendrá que ocuparse. Entonces ella podría haber dicho que no, que no le parecía bien, o que sí, que le parecía bien, y nuestro futuro podría haberse planificado a partir de ahí. Pero yo no lo había dicho, no fui tan previsor, entonces tenía que seguir las reglas del juego existentes”.

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Según esas “reglas del juego existentes”, los hombres viven con miedo y se jactan de llorar, y las mujeres los tratan como se trata a un chico llorón (“Querido Karl Ove, no quiero hacerte daño, lo que pasa es que me has decepcionado, nada más. No importa. No importa nada, Karl Ove. No llores, cariño. No llores”). Por su lado, los chicos llorones viven una sexualidad reprimida y homoerótica —en la que se ven rodeados de otros hombres feminizados a los que saben percibir muy bien— y descargan sus pulsiones, como los chicos, contra todo aquello que no pueda defenderse —“golpeé con todas mis fuerzas el murciélago con el ladrillo, estampándolo contra el suelo; la sensación de lo blando contra la duro se me quedó en el cuerpo durante varios días, por no decir semanas”— y en sus momentos más comprometidos toman posiciones sensibles a favor de… las madres (cuando Karl Ove opina sobre las cesáreas, por ejemplo, no le cabe ninguna duda de que ya no se hagan “y que haya un sentido en ello, que ocurre así por alguna razón; ahora se renuncia a todo ese proceso y a todo lo que se pone en marcha en el niño en ese espacio de tiempo, que ocurre completamente fuera de nuestro control, porque resulta más fácil abrirle a la madre el vientre y sacar por ahí al niño; en mi opinión es enfermizo”). Al final, cuando uno de los pocos hombres que aparecen en Un hombre enamorado —uno de los que sorpresivamente parecería no conformarse si tuvieran que usar minifalda—, le dice a Karl Ove Knausgård que “lo que tú deseas es inocente”, casi se puede sentir el abucheo femenino. Pero también es muy probable que, al final, las mismas chicas perciban que un hombre feminizado e infantilizado, un hombre convencido y atrofiado por la igualdad, aunque pueda funcionar primero como amiga y después como mascota —un gato común o un perro diminuto de raza, probablemente—, en definitiva, termina por no servir para nada. “Mi manera de vengarme”, escribe Karl Ove Knausgård en la única escena pretendidamente seria de discusión conyugal, “era darle todo lo que me exigía, es decir, me ocupaba de las niñas, fregaba el suelo, lavaba la ropa, compraba la comida, hacía la cena, y ganaba todo el dinero, de modo que ella no tenía nada concreto de que quejarse respecto a mí y mi papel en la familia. Lo único que no le daba, y era lo único que ella quería, era mi amor”. Si se lee con atención Un hombre enamorado, lo que queda a la vista es un mundo donde la igualdad y la justicia son los parámetros más importantes, un mundo donde no se toleran las diferencias, un mundo conquistado por la castración y la prohibición, un mundo donde las pulsiones y los deseos jamás se permiten asumir las responsabilidades de sus cuerpos y sus conciencias, y ese es un mundo incompatible con la libertad y el amor///////PACO